Read El Caso De Las Trompetas Celestiales Online
Authors: Michael Burt
Tags: #Intriga, misterio, policial
No sólo podría, sino que lo adiviné. Pero no veo qué valor puede tener este dato para usted.
Yo me acaricié la barba y llegué a una rápida decisión.
—Considerado aisladamente, es posible —dije—. Pero si por mi parte tratase de adivinarlo, y nuestros dos nombres coincidieran, es muy posible que el dato tuviese cierta importancia, ¿no cree usted?
Carmel me miró enigmáticamente con los ojos entornados.
—Esto es interesante —dijo en voz baja—. Dígame su solución, y si es la mía, lo admitiré. De lo contrario, me la reservaré.
—Muy bien —dije—. Frank Drinkwater.
Sus ojos reflejaron perplejidad, mientras aceptaba la exactitud de mi respuesta. Debemos recordar que ignoraba lo que yo sabía sobre las dos llamadas telefónicas de su hermana a aquel mismo caballero unas pocas horas antes.
—¿Y qué sabe usted acerca de Frank Drinkwater? —preguntó de pronto, sentándose muy erguida y mirándome fijamente—. ¿Qué le hace estar tan seguro de que sea la persona a quien telefoneó Andrea?
—No estaba seguro —repuse con exactitud—. Ha sido una respuesta al azar, como digo. Es curioso que nuestras dos soluciones hayan coincido, ¿no?
Carmel no respondió en seguida. Luego dijo:
—No es curioso, ni mucho menos, que
yo
lo haya adivinado —dijo—. No puedo por menos de saber algo acerca de los asuntos de mi hermana, y lo que sé hace que mi intriga es cómo lo ha adivinado
usted
. No tenía idea de que supiese lo suficiente acerca de nosotros como para adivinar que Andrea telefonearía a Drinkwater en una emergencia… —al decir esto, una nueva posibilidad pasó por su mente y se reflejó en sus ojos—. Usted no es amigo suyo, ¿no, Roger? El no le habrá contado nada sobre… sobre…
—¡No! —exclamé con énfasis, pues era obvio que Carmel hallaba esta posibilidad sumamente inquietante—. Mi querida Carmel, apenas conozco al hombre, y no he hablado más de media docena de palabras con él en toda mi vida. Le veo muy de vez en cuando, y para serle sincero, no lloraría mucho si no volviese a verle nunca más. Sin tener ninguna razón especial para ello, me desagrada intensamente.
—¡Gracias a Dios! —dijo Carmel, lanzando un suspiro y estremeciéndose—. No habría soportado que usted fuese amigo de él, pues yo lo odio. ¡Lo odio! —repitió con violencia concentrada.
La conversación adquiría gran interés. En modo alguno estaba siguiendo el curso que yo pretendía, pero parecía haber mayores ventajas en la espontaneidad que en una rígida adhesión a un programa planeado de antemano. A pesar de ello, tal vez fuese necesario desplegar mucho tacto.
—Me da la sensación de que es un individuo desagradable —dije como al descuido—, pero no puedo decir que le conozco lo suficiente como para odiarlo… No me considere un entrometido, Carmel; pero no he podido olvidar lo que me dijo ayer, de que usted y Andrea habían reñido por él en una oportunidad.
—Es verdad —admitió ella concisamente.
—En aquel momento no pude insistir sobre ello porque llamaron por teléfono, pero la verdad es que entonces entendí que se trataba del tipo de disputa habitual entre dos muchachas cuando les gusta el mismo hombre, o quizás cuando una de ellas ha interferido y robado el admirador a la otra —si me perdona la forma de expresión—, posiblemente por medios ilícitos, como por ejemplo, pues… ofrecerle algo que la otra no está dispuesta a dar, si usted me entiende.
Mi fraseología era atroz, lo reconozco, pero la situación era sencilla. Carmel, después de todo, era poco más que una niña, y no me era posible expresar las cosas con mayor crudeza. Además, en aquel momento me parecía sumamente probable que hubiese ocurrido algo semejante, es decir, que la poco escrupulosa y menos virginal Andrea se hubiese divertido malogrando el romance incipiente de su hermana menor con un hombre mayor que ella, y que hubiera logrado quitárselo por fin, por medios más bien sucios que limpios. Si el lector me acusa de tener una naturaleza maliciosa, debo responder que muy nocas horas más tarde hube de tener una prueba palpable de las tendencias de Andrea en esta dirección. Oportunamente pondré al tanto de este hecho al lector, pero por el momento deberá continuar absorbido en este absorbente pasaje.
Cuando levanté los ojos, descubrí que los de Carmel urdían de indignación.
—¡Usted está loco! —exclamó furiosa—. ¡Por favor! ¿Cómo puede imaginar que pueda haberme sentido atraída por semejante ejemplar? —luego, una expresión más suave, casi humorística, apareció en sus ojos hasta disipar la anterior ira—. Perdóneme, Roger. No era mi intención mostrarme tan violenta, pero la verdad es que ha tocado un punto doloroso. Está usted completamente equivocado. Frank Drinkwater ni siquiera me ha gustado alguna vez, y mucho menos podría haberme enamorado de él, ni nada semejante. Siempre le he encontrado repelente, desde que llegó a estos lugares, y ahora le detesto, sencillamente. Puede que sea del gusto de Andrea, pero decididamente no es del mío. No puedo soportarle. ¡Me repugna!
Murmuré mis disculpas, siendo recompensado por su sonrisa cordial. Hubiera dado mucho por cambiar de tema en ese instante mismo, pero por desgracia era necesario profundizar más aún. Con gran alivio por mi parte, empero, Carmel me ahorró la necesidad de formular otra pregunta.
—El motivo de nuestra riña fue algo muy diferente —dijo con cierta vacilación—. No creo que pueda decirle con exactitud qué fue, pero decididamente no se trataba de una cuestión de rivalidad entre nosotras. Frank siempre ha sido el admirador de Andrea, y puedo asegurarle que nunca he tenido la menor tentación de reemplazarla. Andrea le considera maravilloso, y no es la única que tiene esa opinión aquí, dicho sea de paso. En cambio, yo le encuentro aborrecible. Pero como le he dicho ya, Andrea y yo siempre hemos visto las cosas desde ángulos diferentes.
Me limité a gruñir algo para expresar mi comprensión, pero no hice otros comentarios.
—Debo señalar, Roger —continuó—, que este odio es, por completo, unilateral. No hay una antipatía mutua, aunque con frecuencia he deseado que la hubiera. Frank nunca ha tratado de hacerme el amor abiertamente, pero siempre he tenido la sensación de que faltaba poco para ello, y que si sólo me mostrase un poco más amable con él, la historia sería muy diferente. Siempre he tenido mucho cuidado de no quedarme sola con él. La dificultad reside en que parece creer que finjo lo que siento. Es horriblemente vanidoso, y estoy segura de que cree que ninguna mujer puede mantenerse inconmovible ante sus encantos. Lo comprendí claramente cuando intentó hacer… hacerme algo que yo no deseaba. No, no lo que usted piensa —aclaró con una mueca—, o, por lo menos, no lo que yo creo que usted piensa. Bueno, esto no viene al caso. Lo importante es que a menos que no estuviera secretamente convencido de que yo era distinta de lo que aparentaba ser, nunca habría osado proponer lo que me propuso. Y por ese motivo tuve aquella disputa con Andrea, desde luego. Andrea se puso de su parte e hizo todo lo posible por persuadirme, pero yo me mantuve firme y logré resistir a sus deseos, lo cual enfureció a Andrea, que siempre se ha jactado de hacer lo que quiere conmigo. Luego, cuando no consiguieron persuadirme, intentaron el engaño, pero por suerte advertí la trampa a tiempo. Desde entonces me han dejado bastante tranquila, pero, a pesar de todo, nunca me siento verdaderamente segura—. Con un suspiro, Carmel apagó con cuidado su cigarrillo contra el tronco de un árbol.
Si aquellos lectores racionalistas y simples me preguntan de qué diablos estaba hablando la muchacha, sólo puedo asegurarles que los enigmas que formulaba eran tan incomprensibles para mí como para cualquiera. Habrían tenido algún sentido, de no haber mediado aquella aclaración de que no se trataba de lo que yo pensaba, en cuyo caso quedaba eliminada no solo la interpretación de sus palabras más obvias, sino virtualmente la única interpretación razonable. En otros términos, si la cuestión sexual no había levantado su fea cabeza de reptil, ¿qué diablos había surgido? Es verdad que la teoría del sexo ofrecía también dificultades, pues si Andrea mantenía ya relaciones con Drinkwater, no era muy probable que acogiese favorablemente la aparición de su hermana menor en la escena. Pero en definitiva, Carmel me había hecho eliminar aquel tipo de solución, de modo que a decir verdad no acertaba a imaginar ninguna otra alternativa.
Carmel se había quedado silenciosa, de modo que cambie el rumbo ligeramente.
—¿Y quién es este Drinkwater, de todos modos? —pregunté—. ¿De dónde vino? ¿De qué se ocupa? ¿Cómo se gana la vida? ¿Y por qué vive como un ermitaño en un lugar tan apartado? Todo lo que sé de él es que es repelentemente apuesto, y si no usa corsé estoy dispuesto a no probar cerveza el resto de mi vida.
Carmel agitó un dedo, como jugando: Convendría que se asegurara de los hechos antes de hacer votos de esa clase, Roger —dijo—. A pesar de que me duele condenarle a una vida entera de tristeza y limonada, se equivoca totalmente en cuanto al corsé. En realidad, esa fue una de las acusaciones más desdeñosas que formulé durante mi riña con Andrea acerca de él. Lo gracioso es que mi hermana lo negó con tanta violencia, que yo, mala hermana, tomé el camino obvio pero «le mala fe, de preguntarle
cómo lo sabía
. Y Andrea me dijo sin vacilar que lo sabía con seguridad, usando un lenguaje no sólo repudiable para la hija de un clérigo, sino además mintiendo, o bien delatándose, lo cual es mucho peor. No le diré lo que pienso, pero basta decir que no creo que estuviese mintiendo.
Frente a aquel ejemplo palpable de la ética femenina no pude por menos de reír en voz alta, mientras al mismo tiempo revocaba mentalmente mi voto sobre la cerveza.
En cuanto a quién es, qué hace, y de dónde viene no sé mucho —prosiguió Carmel, mordiendo una hojilla de pasto—. Usted sabe, naturalmente, que vive en Old Pest House, el antiguo lazareto, en Bollington. La verdad es que siempre pienso que este lugar de residencia es harto apropiado para él, si bien lo único que puedo aducir en su favor es que ha dejado de llamarlo ya Olde Peste House, según la ortografía antigua y como lo hacía aquella ridícula señora de Gillespie, la propietaria anterior. Es una casa preciosa. ¿Estuvo alguna vez en ella?
Moví la cabeza negativamente.
En el interior, no. Recuerdo cuando no era más que un grupo de ruinas desoladas de lo que fuera en otro tiempo un lazareto para las víctimas de la peste —dije—. Hace mucho de ello, por supuesto, pues fue mucho antes de que Mr. Gillespie la comprara y la restaurara.
—Podría ser una residencia preciosa —dijo Carmel—. En realidad, lo es ahora, a pesar de que Frank Drinkwater la ha amueblado de una manera un poco exótica. Tiene un gusto algo barato, y… bueno, decadente. Además, hay demasiada madera vieja, para mi gusto. Es muy pintoresco, y todo lo que se quiera, pero ardería como yesca si se produjese un incendio. La señora de Gillespie hizo derribar gran parte de los hermosos muros de piedra de Sussex y construir la parte superior de madera.
—No me ha dicho aún qué hace Drinkwater —le recordé.
—Creo que escribe, aunque ignoro sobre qué temas. De cualquier manera, tiene un despacho, o biblioteca, lleno de libros, papeles y documentos. Estuve allí sólo una vez. Había libros abiertos sobre su escritorio y hojas manuscritas en todas partes, de modo que formé mis propias conclusiones. El no me dijo nada, de modo que yo tampoco hice ninguna pregunta. Con seguridad Andrea ha de saberlo, pues siempre va allí, pero nunca se lo he preguntado. No hablamos mucho de él.
Hice acopio de todo mi valor y por fin formulé una última pregunta sobre este tema.
—No responda, si lo prefiere —dije—, pero ¿puedo inferir, por varias cosas que usted me ha dicho, que Andrea mantiene relaciones amorosas con él, en la acepción menos delicada de la expresión?
Carmel me miró a los ojos.
—Puede inferirlo —repuso con calma—. Si bien no se jactan de ello públicamente, Andrea me lo ha dicho con el mayor desenfado.
Consulté mi reloj. Eran casi las tres y media.
—Mire, Carmel —dije—. Ni usted ni yo hemos hablado con mucho orden. En verdad, el motivo por el cual deseaba entrevistarla esta tarde era tratar de completar nuestra conversación de ayer por la mañana, desde el punto donde fuimos interrumpidos. Usted me contó aquella historia fantástica, sus experiencias de la noche anterior, y… dicho sea de paso, ¿sigue afirmando todo lo dicho?
—Absolutamente, Roger. No tengo otra alternativa, puesto que es la verdad. Lo siento mucho, pero no puedo remediarlo.
—Muy bien. Bueno, todavía no me comprometo a aceptar todo ello como literalmente exacto, porque si bien estoy seguro de que usted dice la verdad dentro de lo que sus sentidos le han revelado, considero que es lógico pensar que hay una explicación en algún punto. De todos modos, aun cuando partamos de la hipótesis de que es verdad, surge inmediatamente un interrogante al cual no llegamos ayer por falta de tiempo. En otros términos, ¿qué espera que yo haga al respecto? ¿Acudió a mí sólo para desahogarse y disminuir su tensión, o bien tenía cierta noción en el fondo de su mente de que yo podría ayudarla? Francamente, no veo qué podemos hacer.
Durante un instante Carmel permaneció silenciosa e inmóvil, los ojos sombríos y sin ver. Luego se volvió hacia mí con aquella sonrisa patética y atrayente.
—Seré sincera, Roger, y le diré que no tengo respuesta para esa pregunta. Creo que lo que me impulsó a acudir a usted fue simplemente la desesperación, pues lo había mantenido guardado tanto tiempo que no podía soportarlo más. Tenía que confiarme a alguien, o de lo contrario perder el juicio. Si Adam hubiera estado aquí, probablemente se lo habría contado a él, aunque en cierto modo no creo que habría sido una persona tan indicada como usted. Anoche le dije qué me hizo recurrir a usted, pero en realidad no creo haber imaginado en ningún momento que usted pudiese hacer algo. Dígame, Roger: ¿hay algo, en realidad, que podamos hacer?
Acaricié mi barba con aire pensativo.
Dentro de lo que puedo apreciar, no podemos hacer nada —dije—. No soy abogado, pero no creo que la hechizería sea aún un delito en este país. Hace muchísimo tiempo que se abolieron en Inglaterra las antiguas Leyes de Hechicería, de modo que dudo que sea ilegal cabalgar por los aires sobre escobas, hoy en día. Y aun si lo fuera, ¿qué podemos hacer? ¡No estoy tratando de hacerme el gracioso Carmel, pero no quiero ni imaginar lo que ocurriría si usted acudiese a la Comisaría local e informase al jefe de Policía que quiere formular una denuncia contra su propia hermana porque es bruja! Carmel rió abiertamente.