Read El Caso De Las Trompetas Celestiales Online
Authors: Michael Burt
Tags: #Intriga, misterio, policial
A decir verdad, no tengo la menor intención de arriesgarme a ello, Roger!
Le diré más aún. Dudo que sea posible hacerla comparecer por exhibicionismo indecente —proseguí entusiasmándome con el tema—. Esto es un delito, pero si sólo lo hace de noche y el único testigo de la acusación es su propia hermana, creo que ni la gente más severa y anticuada la condenaría. Existe otro aspecto, además. La hechicería en su sentido aceptado y según lo establecen las tradicionales leyes, era esencialmente una actividad maligna y perniciosa, por medio de la cual la bruja causaba daños o perjuicios a sus vecinos y enemigos, ya fuera directamente, o bien indirectamente, haciendo que su ganado —o cerdos, o animales domésticos— enfermase y muriese o cosas por el estilo. Mi impresión es que no era suficiente recurrir a las autoridades y denunciar a una pobre vieja por bruja, limitándose a afirmar que la habían visto cabalgar sobre una escoba o transformarse en un sapo. La respuesta a semejantes cargos habría sido simplemente «¿Y qué?» No. Era necesario probar los daños sufridos, ya fuese por el acusador o por algún objeto o artículo de su propiedad. Era indispensable poder afirmar que la vieja había causado algún daño concreto…
—Como Alejandro el Calderero —murmuró Carmel, con una pequeña carcajada—. ¡
Que Dios la condene al infierno
!
—Exactamente. Y el punto esencial es, como verá, que aparentemente Andrea no la ha perjudicado en ninguna forma, aparte de causarle sobresaltos y preocupaciones intensas como las que sufre ahora. Tampoco tenemos pruebas de que haya perjudicado a nadie más. ¿O sí las hay?
—Naturalmente que no. De cualquier manera, es absurdo hablar de acudir a la Policía. Desde luego que nunca lo haría.
—Con los cual llegamos a otro motivo por el cual deseaba conversar con usted —dije con mayor seriedad—. Escuche, Carmel. Sin haberlo planeado expresamente, usted me ha colocado en una situación difícil al haber recurrido a mí con sus confidencias. Además de mis tíos, actualmente se encuentra bajo mi techo un buen amigo mío, el Inspector-Jefe Thrupp de New Scotland Yard, quien se encuentra aquí para investigar el asunto de Rootham. De paso le diré que Andrea ha identificado a la muchacha muerta esta mañana. ¿Se lo ha dicho?
—Sí. Dijo que era Puella Stretton. Andrea está muy afligida. Eran íntimas amigas.
—¿La conocía usted?
—La traté… una sola vez. La encontré muy atrayente.
—Bien, no necesito extenderme sobre este punto, Carmel. Usted conoce, sin duda las circunstancias de su muerte, y no puede haber dejado de advertir que estas circunstancias adquieren un aspecto muy peculiar si las consideramos conjuntamente con su historia de las brujas voladoras. Es posible que sea tan sólo una coincidencia, pero en verdad es una coincidencia algo escalofriante, según admitirá. Bien. Mencionaré otro hecho acerca del cual usted oyó el principio, pero quizás no el fin. Me refiero a lo que nos contó mi tío ayer acerca de la visión que tuviera el Padre Pío de una «bruja» que cabalgaba sobre una escoba a la misma hora en que, para relacionar este episodio con su historia, podría haber visto a su hermana regresar a casa, o bien a otra mujer. Esto por sí solo representa una cadena de circunstancias muy sugerentes.
—No necesita señalarlo —dijo Carmel enfáticamente.
—Y el final de esa historia es que el pobre Padre Pío ha fallecido a consecuencia de la impresión sufrida, antes de mediodía, hoy —le informé—. Lo cual, según convendrá usted, hace que todo sea más sugestivo aún.
Carmel se mostró muy sorprendida, con cierta justificación. A continuación agregué los pocos pormenores que conocía, y si bien no había conocido al monje muerto, salvo de vista, se mostró evidentemente agitada y horrorizada.
—Pero quiero referirme a esta situación delicada en que me encuentro —proseguí poco después—. A pesar de que usted no me haya pedido que guardara secreto sobre su historia, yo consideré como tácito, que no deseaba que se divulgase a los cuatro vientos, por razones obvias. Así, pues, cuando Thrupp regresó anoche de Rootham con esta historia extraordinaria de una mujer deslinda extendida sobre el techo de un establo con todos los huesos rotos, yo apelé a mi discreción, indebidamente, según temo, y guardé silencio sobre lo que usted me había contado. No debí haberlo hecho, pero lo que salvó mi conciencia hasta cierto punto es que el tema de la hechicería fue sacado a colación con mucha oportunidad por mi tío Odo, quien lo puso bajo la atención directa de Thrupp, cuando relató con cierta reticencia, desde luego, la historia de la experiencia del Padre Pío. Hasta ese momento, Thrupp estaba actuando, justificadamente, basado en la suposición muy natural de que la mujer debió caer desde un aeroplano, pero yo me repetí a mí mismo que mientras el tema de cabalgar por el espacio sobre escobas hubiera sido mencionado como posible alternativa, yo podría justificar mi silencio por lo menos hasta verla a usted otra vez.
—Se lo agradezco mucho, Roger. ¿Y cómo tomó este detective la sugerencia de la escoba? Me imagino que se reiría a carcajadas.
—A decir verdad, no. Verá usted: un arzobispo siempre es un arzobispo, aun cuando se trate de un pobre papista confuso e ignorante, y Thrupp es un hombre demasiado cuidadoso para desechar ninguna posibilidad, por absurda que parezca. La verdad es que quedó sumamente impresionado, por lo menos entonces. Cuando las implicaciones del episodio surgieron de pronto en su mente, era casi posible ver cómo se le erizaban los cabellos, De haberme sentido con libertad para intervenir y consolidar la posición agregando su confidencia, Carmel, sólo Dios sabe lo que habría sucedido. En cambio, tal como ocurrieron las cosas, el pobre Thrupp permaneció toda la noche en vela, al acecho de brujas, apostado junto a la ventana de su dormitorio, lo que demuestra que… bien, que no desechó todo el asunto como absurdo.
Carmel se mostró a su vez impresionada.
—No obstante, aparentemente ha cambiado de opinión esta mañana —proseguí— y ahora se burla de toda esta idea y dice que
tiene
que haber sido un aeroplano, probablemente el mismo que oyó usted, dicho sea de paso. Parece que otras personas también lo oyeron, pero Thrupp no es ningún tonto, y sabe muy bien que le estoy ocultando algo importante. Me ha acusado de ello, y yo me he visto obligado a admitir que es verdad. No me quedaba otro remedio. Tengo un plazo hasta esta noche para decirle lo que sé.
La muchacha no hizo comentarios, y yo proseguí.
—A pesar de que usted aborrece la idea, Carmel, Thrupp deberá oír su historia —dije con firmeza—. De no haber mediado la muerte de esta señora de Stretton yo habría callado, pero no es necesario que le diga que evidentemente está ocurriendo algo siniestro en este lugar, y mi deber es bien claro. Es necesario contarle todo a Thrupp, y el único problema es: ¿Se lo va a contar usted, o yo?
Carmel se mordió los labios, pero no respondió de inmediato.
—Claro está que sería mejor que lo hiciera usted directamente —seguí diciendo—. Por otra parte, comprendo muy bien que no le guste nada la perspectiva de contar a un extraño una historia fantástica que afecta a su propia hermana. En realidad lo comprendería muy bien, lo mismo que Thrupp, que es un hombre razonable, si usted decidiera que lo hiciese yo, si usted no puede hablar… voluntariamente. Tarde o temprano tendrá que hablar. Ello depende del resultado de la teoría de Thrupp sobre el aeroplano. Pero sería más fácil, si por ahora me encargase yo de romper el hielo. No sería necesario abarcar todos los puntos que tocamos ayer. Lo único que haría sería presentarle los hechos escuetos sobre los vuelos de Andrea en su función de bruja y los acontecimientos de anteanoche en particular, dejando luego que él relacionase estos hechos con la muerte de Puella Stretton y con la experiencia del Padre Pío como mejor pueda.
La pobre Carmel estaba, evidentemente, en un grave aprieto. Estaba sentada muy quieta, con los ojos fijos en un punto lejano. Su pequeño mentón tenía dificultades. Sentí gran alivio, no obstante, cuando poco después pareció aflojarse y se volvió hacia mí con una sonrisa forzada.
—Están muy mal las cosas, ¿no es verdad? —dijo—. Desde luego que tiene usted razón. Tenía que terminar en esto… después de la muerte de Puella, quiero decir. Ahora desearía casi no haber acudido a usted ayer. No, no es verdad, pues me siento más contenta ahora que me he desahogado, a pesar de todo. Sin embargo… —tomando mi pitillera, se sirvió un cigarrillo con aire distraído—. Roger, no puedo hacer eso —dijo de pronto cuando yo le ofrecí el fósforo encendido—. No puedo dirigirme al detective para hablar de Andrea en esa forma. Sería… indecente… Con todo, tiene razón. Es necesario decírselo. O bien supongo que tiene… Dígaselo usted, Roger. Los hechos escuetos, como dijo. Y si quiere verme personalmente, pues… bien, trate de facilitarme las cosas, ¿quiere? No permita que venga a la Vicaría y comience a interrogarme en presencia de mi padre o… de Andrea. ¡Andrea no debe enterarse, Roger! —su tono era desesperadamente apremiante—. Debe arreglarlo todo para que ella no se entere. Me… me mataría.
Traté de tranquilizarla tomándola del brazo, y apretándolo fraternalmente.
—No se preocupe, compañera —dije en voz baja—. Mi segundo nombre es Tacto, y el de Thrupp, Discreción. Esta noche le haré un resumen; y convendré con él en que no la moleste hasta mañana. Es posible que ni siquiera entonces la necesite. Como digo, todo dependerá probablemente del resultado de la teoría del aeroplano. Pero si llega a necesitarla… Bueno, mañana permanezca cerca del teléfono después del desayuno, y yo le telefonearé… No se preocupe demasiado, Carmel. No es agradable, ya lo sé. Pero es necesario hacerlo y sinceramente no veo por qué con ello ha de causar dificultades a su hermana. Como le decía, cabalgar sobre una escoba no es probablemente un delito, y nada puede ocurrir a Andrea a consecuencia de su historia, a menos que se entere de que se están haciendo indagaciones, en cuyo caso podría tener el efecto admirable de curarla de sus extraños hábitos…
Conversamos un rato más, hasta que Carmel dijo que debía regresar. Eran cerca de las cuatro.
—¡Ah! —dije, deteniéndola en el momento en que se ponía de pie—, gracias a todas estas complicaciones me he olvidado completamente de preguntarle acerca de las trompetas de los ángeles. ¿Las han recuperado ya?
Carmel rió.
—Ni un indicio de ellas, hasta ahora. Han desaparecido sin dejar rastro. En verdad, es un asunto sumamente curioso.
—¿Qué sucedió, exactamente? He estado tan ocupado con este otro asunto que no he oído ningún detalle del robo.
Mientras se ponía de pie, sacudió unas hojas secas y ramitas de su pantalón de montar.
—¡La verdad es que nadie sabe qué sucedió, excepto el ladrón! Las trompetas estaban en su sitio anteanoche a las ocho, pues las vi yo misma cuando cerré la iglesia en lugar de mi padre. Y, al parecer, no estaban allí a las ocho de la mañana siguiente, cuando llegó Slogger Tosstick para el oficio inicial. En los días de entre semana se turnan él y mi padre. Pero la dificultad es que Slogger no imaginó en ningún momento que las habían robado, de modo que no descubrieron el robo hasta cerca de la hora del almuerzo.
—No comprendo —dije intrigado—. Si Slogger advirtió que no estaban allí…
—¡Ah! ¡Ese es el punto esencial! Lo que ocurrió es que la tarde anterior mi padre y Slogger tuvieron una discusión acerca de si no convendría guardar las trompetas en un lugar seguro hasta el día siguiente, a fin de que el obispo pudiese apreciar con sus propios ojos lo horribles que quedaban los ángeles sin ellas. Luego las traerían y las colocarían en su posición, con lo cual Bloody Been quedaría tan impresionado con el cambio favorable que pediría a gritos la campanilla, el libro y el cirio y les bendeciría inmediatamente. Tal era el plan de Slogger, que se jacta de ser un habilísimo psicólogo. Además había señalado que podría considerarse una demostración de tacto presentar a los ángeles sin sus trompetas, como reconociendo humildemente que nosotros no teníamos derecho a colocarlas. En realidad, creo que este último punto hizo que papá desechara todo el plan. Quiero decir, que habría preferido morir antes que dar a Bloody Ben la impresión de que se sentía humillado, o que éste sospechase que le importaba un ápice un obispo cualquiera ni su miserable canciller. Así, pues, rechazó la iniciativa de Slogger de manera categórica. Pero cuando Slogger llegó a la mañana siguiente y halló que faltaban las trompetas, supuso, no sin razón, que seguramente mi padre había cambiado de opinión y había aceptado sus buenas razones. En vista de ello, no dijo nada, pensando que las trompetas estaban guardadas en alguna parte, listas para ser colocadas en su sitio cuando llegara el obispo.
—Pero indudablemente —interrumpí—, no querrá usted decirme que esas trompetas tan costosas pueden ser colocadas y quitadas en un instante, sin un cierre o candado de seguridad.
—Es evidente que usted no conoce a papá. Nunca cierra nada con llave. No cree en ello, por principio. Dice que las cerraduras y los candados sólo sirven de desafío para los ladrones, despertándoles malos impulsos. Ya le he dicho que deja el importante de las colectas en cualquier parte de la casa. La casa misma no se cerraría durante la noche si Andrea o yo no nos ocupáramos do ello; tampoco la iglesia. El hombre que vino a ver los ángeles para hacer las trompetas le rogó que le permitiera agregar algún tipo de cierre de seguridad, pero papá no quiso saber nada de eso… Bueno, como le decía, Slogger advirtió que no estaban las trompetas, pero consideró prudente no hacer mucho ruido acerca del supuesto cambio de opinión de mi padre. Es verdad que Slogger es un individuo repelente, pero sabe muy bien lo que le conviene. Nadie dijo ni hizo nada, por consiguiente, hasta las doce y media, aproximadamente, cuando llegaron el obispo y Sir John. Y entonces comenzó el escándalo.
Carmel echó hacia atrás la cabeza y comenzó a reír al recordar el episodio.
—El obispo tiene una buena cualidad. Si bien es exasperante en cuanto se refiere a la disciplina, nunca mantiene a sus víctimas en la expectativa. No diré con ello que papá se pareciese en lo más mínimo a un mártir en la rueda del tormento, pues también es un hombre temible, pero de cualquier manera, tan pronto como Bloody Ben llegó, esperó sólo a estrechar las manos y a beber un vaso de jerez, y en seguida golpeó a papá en la espalda y gruñó: «Bien, vamos a ver esos infames ornamentos papistas que ha encargado» —lo cual era evidentemente una insinuación dirigida a Sir John, quien adoptó una expresión asesina—, «y luego hablaremos de la autorización». Todos fueron, pues, a la iglesia; el obispo, Sir John, papá y Slogger Tosstick, mientras Andrea y yo nos quedábamos para vigilar el almuerzo. Lo habíamos descuidado todo de un modo terrible. Andrea se había levantado muy tarde y tenía los ojos hinchados aún, mientras yo acababa de regresar de mi entrevista con usted. A pesar de ello, Mrs. Tee se había portado bien, y no había motivo para preocuparse. Bueno, entonces sobrevino la algarabía en la iglesia. Puede imaginar lo que sucedió. Slogger me lo contó más tarde. ¡Allí estaba nuestro querido padre señalando el notable progreso estético que significaban las trompetas, mientras Slogger le daba con el codo y trataba de advertirle que las trompetas no estaban! Luego empezó a hablar el obispo y preguntó en que consistía el chiste, y Sir John comentó con actitud que seguramente ésta era la idea que mi padre tenía de una broma práctica, y… en fin, que se produjo un gran alboroto. Yo no pude resistir la tentación de telefonear y comunicarle la noticia.