El despertar de la señorita Prim (11 page)

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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

BOOK: El despertar de la señorita Prim
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La señorita Prim la miró sin comprender.

—¿Qué quiere decir?

La dama la contempló sonriendo.

—Lo que quiero decir es que no fue mi hijo el que inculcó sus creencias en esas criaturas. Ya había dado algún que otro paso cuando se hizo cargo de ellos tras la muerte de mi hija. Había descubierto la profundidad del pensamiento y la cultura cristiana y disfrutaba extraordinariamente de la belleza del culto. Pero no había dado todavía el paso final; se encontraba, por así decirlo, en el umbral. ¿No comprende lo que trato de decirle? No fue él quien lo hizo, fueron ellos. Fueron los niños,
precisamente
los niños, los que le guiaron hasta donde hoy está.

La llegada de la madre del hombre del sillón marcó un antes y un después en la existencia de la señorita Prim. Desde el día de su primer encuentro, la vida social de la bibliotecaria se enriqueció considerablemente. La anciana la adoptó de inmediato como una inseparable señorita de compañía y muy pronto consideró del todo natural llevarla consigo a las citas sociales que cada día llenaban su agenda.

—Hoy debemos ir a visitar a la pobre señorita Mott —dijo una tarde mientras ambas se acercaban al pueblo—. Usted no la conoce, por supuesto, pero es nuestra maestra de escuela. Yo misma participé en su selección hace ya varios años y siento una cierta responsabilidad hacia ella, por eso la visito cada vez que vengo a San Ireneo. Éste es el lugar. Naturalmente, en primavera es mucho más hermoso que ahora, pero dígame: ¿no es encantador?

La señorita Prim reconoció que no había visto nunca una escuela como aquélla. Situada en el centro del pueblo, justo en la plaza principal, el colegio de Eugenia Mott estaba rodeado por una valla de madera literalmente aplastada por el peso de abundantes rosales cuya frondosidad el otoño había conseguido ya domar. A ambos lados del edificio, dos enormes plátanos enmarcaban la puerta de entrada. Sobre el dintel colgaba un cartel que retaba orgullosamente a los pequeños alumnos con una vieja máxima latina: «
SAPERE AUDE
».

Eran las cinco de la tarde. Hacía rato que los niños habían terminado sus clases y la señorita Mott se hallaba ocupada en sacar brillo a la antigua placa de latón que la escuela conservaba como recuerdo de épocas gloriosas. Era una mujer madura, de unos sesenta años, de figura regordeta y sonrisa afable. Recibió a ambas visitantes con las mejillas sonrosadas y las manos embadurnadas de limpiametales e inmediatamente las condujo solícita al interior de la escuela. ¿Le gustaba a la señorita Prim el colegio?, preguntó mientras introducía a las dos mujeres en la amplia aula donde impartía las clases. ¡Qué amable resultaba por su parte! No era mérito suyo, por supuesto; la escuela llevaba muchos años en pie. Pero ahora que la señorita Prim lo mencionaba, debía reconocer que todo el mundo le preguntaba cómo conseguía aquellas rosas perfectas en un jardín plagado de niños ruidosos.

Naturalmente, contaba con un truco; una maestra no podía salir adelante en la vida sin un truco. El suyo consistía en asignar a cada niño un rosal a principios de curso. Esa pequeña distinción estimulaba el orgullo del pequeño, le hacía sentirse importante y le impulsaba a desarrollar el sentido de la responsabilidad. Ella solo
tenía
a los alumnos tres años; les enseñaba a poco más que a leer y a escribir, algo de geometría, un poco de aritmética y quizá hasta unas nociones de retórica.

Mientras la perorata de la señorita Mott llenaba el silencio de la escuela y aturdía la delicada sensibilidad de la bibliotecaria, la madre del hombre del sillón se mantuvo en silencio. Aparentemente ensimismada en sus pensamientos, recorrió la estancia con pasos lentos hasta detenerse frente al viejo colgador de madera atiborrado de mandilones llenos de manchas de acuarela. Después se dio la vuelta y levantó sus hermosos y experimentados ojos hasta el rostro de la maestra.

—¿Es usted feliz aquí, Eugenia?

La pregunta cogió desprevenida a la señorita Mott, que enrojeció levemente y tuvo que aclararse la garganta antes de responder.

—¡Qué pregunta tan peculiar! Yo diría que sí, naturalmente que sí. ¿Por qué no había de serlo?

La madre del hombre del sillón se sentó en uno de los pupitres y observó interesada una breve inscripción grabada en la madera.

—Yo diría que lo que resulta peculiar no es mi pregunta, sino su respuesta. ¿Que por qué no había de serlo? Podría darle muchos motivos. En primer lugar, porque el estado natural del ser humano no es la felicidad. Quizá porque educar año tras año a tantas criaturas puede agotar a cualquiera. O incluso —la dama bajó casi imperceptiblemente su tono de voz— porque, al fin y al cabo, él no ha regresado.

La bibliotecaria se sintió súbitamente incómoda. El comentario de la madre de su jefe parecía hacer referencia a cierta clase de desamor. La señorita Prim desaprobaba tanto el desamor como sus consecuencias. No le gustaba lo que hacía con las personas, no le agradaba contemplar sus estragos, no disfrutaba de la visión de sus victorias. Por ello y antes de que la maestra se decidiese a contestar, se apresuró a manifestar su deseo de salir a pasear entre crisantemos y laureles.

—¡Qué delicada es usted, Prudencia! Pero no se preocupe, es una vieja historia y no me molesta en absoluto compartirla. En realidad debo reconocer que he aprendido a vivir con ello y a ser razonablemente feliz. No, mi marido no ha vuelto, desde luego que no ha vuelto; pero ya no le espero. No podría vivir si siguiera esperando.

—Me alegra oír eso —sentenció con dureza la anciana—. Hay algo siniestro en la idea de esperar. Yo nunca he esperado a nadie. Mi hijo, sin embargo, lo considera una virtud.

—¿Considera la espera una virtud? —preguntó la señorita Prim interesada—. ¿En qué sentido?

—Oh, él se refiere a otra cosa —exclamó la maestra con tristeza—, no a algo tan tonto y tan sentimental como el amor de una mujer abandonada.

—No sé si él se refiere a otra cosa, pero lo que sí sé es que
usted
ha hecho bien en dejar de esperar —la interrumpió severamente la madre del hombre del sillón—. Y ahora dígame, Eugenia, ¿conoce Italia?

La bibliotecaria se sobresaltó al escuchar estas palabras. Aquella mujer, era imposible no darse cuenta, parecía tener una insistente fijación en lograr que la gente conociese Italia. La señorita Prim no tenía nada en contra de Italia, un país maravilloso en todos los aspectos, pero ¿por qué aquel empeño? Desde su punto de vista, había algo casi descortés en la idea de enviar continuamente a todo el mundo a cruzar Europa.

—Como le dije a Prudencia el día en que la conocí, considero que la educación de una mujer no está de ningún modo completa si no se vive algún tiempo en Italia. Hay cierta tosquedad en la mente de las mujeres que no han pasado por esa experiencia. Es algo vital para la formación intelectual femenina.

—¿Solo femenina? ¿Y qué me dice de los hombres? —preguntó la bibliotecaria.

La anciana la miró con expresión de sorna.

—¿Los hombres? Dejemos que los hombres se ocupen de sí mismos. Tenemos ya bastante con lo nuestro, ¿no le parece? Es usted muy joven y muy inexperta, Prudencia, pero voy a decirle algo. El día en que gran parte de las cenas entre hombres y mujeres dejen de estar divididas en dos guetos (uno masculino, en el que se habla de política y economía, y otro femenino, donde triunfan los chascarrillos y las murmuraciones), ese día tendremos autoridad para decir algo sobre la formación de los hombres. Lo que voy a decirle ahora la escandalizará, sin duda, pero voy a decirlo de todas formas: la mayoría de las mujeres no tienen conversación. Y no la tienen, esto es lo más grave, no porque no puedan, sino porque no se molestan en intentar tenerla.

La bibliotecaria cruzó una mirada de resignada inteligencia con la señorita Mott, que se apresuró a cambiar de tema y a explicar que, en su opinión, los clásicos grecorromanos eran la piedra angular de cualquier educación, masculina o femenina.

—Permítame que le pregunte sobre su hijo. ¿Dónde completó sus estudios? —interrogó la señorita Prim.

—Me gusta pensar que mi hijo se educó a sí mismo. Claro que nosotros le dimos todas las herramientas, herramientas de primera calidad: grandes colegios, buenos profesores. Pero es mérito suyo haberlas utilizado como lo hizo.

—Es un hombre brillante —dijo la señorita Mott.

—Es un hombre brillante que ha desperdiciado su talento —sentenció con amargura la anciana mientras se levantaba para despedirse de la maestra, que acompañó a ambas mujeres hasta la puerta del jardín y les dijo adiós con una sonrisa.

La dama y la bibliotecaria caminaron un buen rato, una al lado de la otra, sumidas en sus pensamientos. Pese a que la señorita Prim ardía en deseos de seguir preguntando sobre el modo en que su jefe había sido educado, no se atrevió a importunar el mutismo de su compañera. Fue ésta la que inició de nuevo la conversación al explicar que el marido de Eugenia Mott la había abandonado una mañana, tres meses antes de trasladarse a San Ireneo, sin decir una sola palabra. Después preguntó a la bibliotecaria su opinión sobre la maestra.

—Da la impresión de ser una mujer buena y sencilla, aunque no me parece excesivamente brillante. Me sorprende que la eligiesen como profesora; creía que en San Ireneo la educación era un gran valor.

—¿Quiere decir que la encuentra vulgar?

La bibliotecaria miró consternada a la anciana. ¿Cómo era posible que una mujer tan elegante se dirigiese a sus semejantes con tal falta de respeto y delicadeza? Por muchas vueltas que le diese, no lograba entenderlo. No conseguía acostumbrarse a la frialdad de sus comentarios, a su brusca sinceridad, a su costumbre de hablar, mirar e incluso escuchar con aquel halo de indiscutible autoridad.

—Lo que quiero decir es que esperaba a alguien… menos sencillo. ¿Está bien preparada académicamente? —contestó con sutileza.

—En absoluto, es una simple maestra, extremadamente simple.

—Pero esa educación basada en los clásicos que se imparte en San Ireneo… No todo el mundo está preparado para enseñar eso.

La vieja dama se volvió a la bibliotecaria con gesto fatigado.

—Mi querida señorita Prim, ¿todavía no ha comprendido usted cómo funcionan las cosas aquí? Eugenia Mott es una maestra sencilla, extremadamente sencilla, porque lo que deseaba contratar San Ireneo para sus hijos era exactamente eso: una maestra sin pretensiones intelectuales.

—Discúlpeme que insista —dijo la bibliotecaria desconcertada—, pero no consigo entender por qué un lugar en el que los niños representan
Antígona
en griego puede querer una maestra de escuela sin aspiraciones intelectuales.

Por segunda vez, la anciana se detuvo y miró a su acompañante al rostro con gravedad.

—Porque en realidad no necesitan a nadie que enseñe nada a los niños. Porque son ellos los que educan personalmente a sus hijos; son ellos los que les enseñan a recitar poemas de Ariosto antes de aprender a leer; ellos, los que les explican la geometría de Euclides con
Los elementos
como libro de texto; ellos, los que juegan a hacerles escuchar un fragmento de un motete de Palestrina para que adivinen cuál es. Son ellos, querida, los que cruzan media Europa periódicamente para sentar a sus pequeños frente al
Noli me tangere
de Fra Angelico, para mostrarles el altar mayor de San Juan de Letrán, para enfrentarlos al capitel del Templo de Afrodita.

—Pero, entonces, ¿para qué quieren una maestra?

—Para que cuide todo ese trabajo, para que lo conserve, para que lo proteja. O para que lo entienda usted mejor: para que no lo estropee. ¿Se escandaliza? Si contrataran a una maestra repleta de teorías sobre pedagogía, sociología, psicología infantil y todas esas ciencias
modernistas
, tendrían al zorro dentro del gallinero. Piénselo de esta forma: si usted estuviese convencida de que el mundo ha olvidado cómo pensar y educar, si creyese que ha arrinconado la belleza de la literatura y el arte, si pensase que ha ahogado la fuerza de la verdad, ¿permitiría que ese mundo enseñase algo a sus hijos?

—Ahora entiendo por qué su hijo no quería una persona posgraduada para su biblioteca —murmuró la señorita Prim con tristeza.

La dama la miró y sonrió con dulzura.

—Ah, pero la ha contratado, ¿verdad? Ha debido de haber visto en usted algo especial para hacerlo, ¿no es cierto? Dígame, ¿qué cree que fue?

La señorita Prim contestó que no lo sabía, aunque sospechaba que había tenido que ver con cierto malentendido producido el día de su llegada a la casa.

—No se engañe, querida —insistió la anciana—. Él no es un sentimental. Créame cuando le digo que ha debido ver
realmente
algo interesante en usted.

Y con su habitual brusquedad añadió:

—Me pregunto
qué fue lo que vio
.

2

La señorita Prim llevaba diez días sin cruzar apenas un par de frases con el hombre del sillón. Ocupado con los niños, las clases, las visitas a la abadía y la compañía de su madre, había resultado una presencia esquiva durante las últimas fechas. Mientras mordisqueaba una tostada en el desayuno, la bibliotecaria se dijo a sí misma que no necesitaba su compañía. Y era cierto. Una mujer como ella, que disfrutaba de buena salud psicológica y de una gloriosa independencia, era perfectamente capaz de entretenerse sin necesidad de conversar. Pese a ello, debía reconocer que extrañaba un poco aquel sentido del humor masculino que aligeraba el trabajo y las enormes hileras de libros a clasificar.

Por la tarde, la señorita Prim recibió una nota de Herminia Treaumont en la que ésta le rogaba que aceptase una invitación para unirse al grupo encargado de organizar las festividades navideñas de San Ireneo. Mientras terminaba el café, leyó la misiva en silencio y en vista de que el trabajo previsto para la jornada era ligero, decidió coger su abrigo y su sombrero y acudir a la reunión en el salón de té del pueblo.

El día era frío y la bibliotecaria apuró el paso rumbo a la verja del jardín.

—¿Va usted hacia el pueblo, Prudencia? Puedo llevarla, si no tiene inconveniente.

El hombre del sillón hizo el ofrecimiento desde el interior de su automóvil. La señorita Prim titubeó, pero un vistazo al cielo bajo y gris la decidió a aceptar la oferta.

—Gracias —dijo mientras se acomodaba en el asiento del copiloto—. Estoy convencida de que va a empezar a nevar de un momento a otro.

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