El pastel de la señorita Prim gozaba de gran popularidad entre el reducido círculo de sus amigos, compañeros y conocidos. Pese a ello, nadie había podido averiguar nunca con qué ingredientes conseguía crear aquel sabor delicioso y suave. Era una cuestión de cariño, decía ella para quitarse importancia. Y sin embargo, todos sospechaban que no era tanto una cuestión de cariño como de saber mezclar sabiamente cierto ingrediente silvestre con la masa. «Si no lo identifican, no merecen saberlo», se justificaba la bibliotecaria cuando en ocasiones, muy pocas, se sentía asaltada por oleadas de remordimientos por guardar tan severamente su secreto.
—Señorita Prim, ¿usted sabía que Emily Brontë estudiaba alemán mientras vigilaba el horno en la cocina de su casa? —preguntó inesperadamente aquella mañana la pequeña Eksi, afanada en dar forma a una diminuta porción separada de la masa del pastel principal.
—No, querida, no tenía ni idea, pero parece muy interesante. Supongo que te lo ha contado tu tío, ¿verdad?
—No, él no sabe mucho de eso. Me lo ha contado el tío Horacio. Dice que paseaba por la cocina con el libro de alemán en la mano mientras vigilaba el pan en el horno. ¿No es muy bonito?
La señorita Prim no creía que estudiar idiomas frente a un horno de carbón en una helada cocina decimonónica fuese muy bonito, pero se abstuvo de decirlo. Aquella mañana se sentía extraordinariamente contenta. En un gesto inesperado, el hombre del sillón había dado el día libre a los niños para que la ayudasen a preparar el pastel. Los tres mayores estaban en aquel momento en el jardín recogiendo hojas de plantas aromáticas para adornarlo, mientras la pequeña colaboraba a su modo elaborando una versión reducida de la tarta. También la cocinera había estado varias horas trajinando, ocupada en presentar un menú de cumpleaños que dejase claro ante aquella intrusa quién mandaba en los fogones de la casa.
La bibliotecaria, con los brazos embadurnados de harina hasta los codos y las mejillas encendidas por el esfuerzo, contempló con satisfacción la vieja y hermosa cocina, decrépita, como todo en aquel hogar. Aquella cocina le sugería una infancia perfecta. Una infancia que olía a pan recién hecho, a buñuelos, a pastel de chocolate, a galletas y rosquillas. La clase de infancia que ella no había vivido nunca, pero que en aquella desordenada casa, debía reconocerlo, era una realidad cotidiana.
—Señorita Prim, ¿usted cree que existe de verdad en el mundo alguna persona como el señor Darcy? —preguntó esta vez Eksi, que a sus siete años y medio escribía historias por entregas para sus hermanos.
La bibliotecaria, que unas semanas antes se habría sorprendido al saber que una niña tan pequeña leía ya aquella clase de literatura, dejó el rodillo, se limpió las manos en el delantal y se volvió hacia ella.
—Yo creo, Eksi, que Jane Austen merece toda nuestra admiración por haber creado al hombre perfecto. Pero como tú eres una niña muy lista sabrás que no existe ninguna persona perfecta, es decir que…
—No hay nadie en el mundo como el señor Darcy —respondió alegremente la niña.
—Pues yo no diría eso con tanta seguridad. —La inesperada entrada del hombre del sillón en la cocina sorprendió violentamente a la señorita Prim, aunque ésta lo disimuló con maestría.
—Entonces ¿existe alguien así? —preguntó la pequeña a su tío, que la saludó cariñosamente mientras le embadurnaba la nariz con un poco de harina.
—No tengo ni idea, Eks, y confieso que estoy aburrido de oír hablar de esa historia. Lo que yo quería decir en realidad es que dudo mucho que el tal Darcy sea un hombre perfecto. Es más, dudo que su autora llegase a pensar en algún momento que el personaje era alguien ni remotamente perfecto.
La señorita Prim, que había comenzado a estrujar frenéticamente la masa, levantó la cabeza y se armó de valor para intervenir.
—Me temo que está usted ligeramente confundido. Es posible que no pueda entender con claridad el personaje, puesto que es de su mismo sexo y todo el mundo sabe que esa circunstancia acentúa la miopía, pero cualquier mujer se da cuenta sin dificultad de que Darcy es un hombre que dice exactamente lo que hay que decir en todo momento.
—Lo cual es perfectamente natural —respondió él—, si tenemos en cuenta que es un personaje literario y que hay una mano detrás que escribe sus diálogos.
—Exactamente. Y por eso le decía a Eksi que no existe, no puede existir, ningún hombre así en el mundo —exclamó triunfante y con la nariz más elevada que nunca la señorita Prim.
—Mi querida Prudencia, no haga usted trampas —replicó el hombre del sillón mientras probaba un trozo de la masa de la niña, que se había sentado en su regazo—. Ya he dicho que no discuto el hecho de que no exista en el mundo un hombre como Darcy, lo que yo discuto es que el personaje de Darcy represente a un hombre perfecto. La novela, seguro que lo recordará, se llama
Orgullo y prejuicio
porque el señor Darcy es orgulloso y la señorita Elizabeth Bennet tiene prejuicios. Ergo, señorita Prim, Darcy no es perfecto, porque el orgullo es el mayor de los defectos de carácter y un hombre orgulloso es profundamente imperfecto.
—Como usted, sin duda alguna, debe de saber por experiencia —respondió la bibliotecaria antes de llevarse la mano a la boca, horrorizada por lo que acababa de decir.
Se hizo un silencio gélido en la cocina que ni siquiera la pequeña Eksi, que contemplaba fascinada aquel duelo cruzado, se atrevió a romper.
—Yo… no quería decir eso, discúlpeme, por favor. No sé cómo he podido decirlo —se excusó la bibliotecaria con voz temblorosa.
El hombre del sillón dejó a su sobrina en el suelo antes de levantar la cabeza para dirigirse a su empleada.
—Es posible que me haya merecido esa respuesta, señorita Prim —dijo con calma—. Y si es así, me disculpo por ello.
—¡Oh, no, por favor! No se disculpe, se lo ruego —enrojeció la bibliotecaria—. No quería decir eso. No pretendía decirlo, créame.
Él la contempló fijamente en silencio.
—En realidad, la creo —dijo finalmente—. Lo que seguramente pretendía usted decir es que soy dominante, soberbio y testarudo, ¿verdad? Y es posible que tenga razón, no lo niego.
La señorita Prim se llevó la mano a la frente y tragó saliva antes de volver a hablar.
—Por favor, le ruego que no siga. ¿Qué puedo hacer para disculparme?
El hombre del sillón no contestó. Rodeó la enorme mesa de madera de la cocina y se acercó despacio a su empleada.
—Vamos, Prudencia, sé perfectamente que no ha querido ofenderme; no mucho, al menos. Solo hay que ver la expresión de horror de su cara para estar seguro de ello. Hagamos una cosa: ¿qué le parece si olvidamos este desagradable desencuentro y firmamos una tregua? —dijo tendiéndole la mano.
La bibliotecaria, con la cabeza baja, limpió la suya en el delantal antes de dársela.
—Es usted muy generoso. Pero, dígame, ¿de verdad cree que podrá olvidar esto? Tiene todo el derecho del mundo a despedirme después de un comentario como ése.
—Tengo todo el derecho del mundo, desde luego, pero no pienso hacerlo. Es usted demasiado buena con los libros. Además, algo me dice que no será ésta la última vez que deba perdonarla —dijo él mientras aprovechaba la confusión del momento para meter rápidamente una cuchara en la masa del pastel y llevársela a la boca.
»La felicito, está francamente bueno. ¿Semillas de amapola?
La señorita Prim, todavía apesadumbrada, abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Cómo ha sido capaz de adivinarlo?
En lugar de responder, el hombre del sillón cogió resueltamente una manzana y, tras guiñar un ojo a su sobrina, se dirigió hacia la puerta de la cocina.
—Debería estar satisfecha de que haya descubierto su secreto —dijo antes de salir—. Así podremos decir que estamos realmente en paz.
Cuando la puerta se cerró, la bibliotecaria suspiró larga y profundamente. Miró un instante por la ventana, volvió a meter las manos en harina y continuó amasando el pastel.
—Señorita Prim —preguntó la pequeña Eksi desde el otro lado de la mesa—, ¿no cree usted que nuestro tío dice siempre lo que hay que decir?
—Es posible, querida, es posible —murmuró ésta muy acalorada. Después se acercó al horno, lo abrió con cuidado y metió dentro con cierto ímpetu, podría decirse incluso que hasta con una pizca de euforia, su maravilloso pastel.
A la sede de la Liga Feminista de San Ireneo se accedía a través de un pequeño camino adornado por macizos de crisantemos. A las cinco en punto de la tarde del martes, hora y fecha de la invitación, la grácil figura de la señorita Prim llamaba a la puerta dispuesta a encontrarse por fin con el corazón del poder femenino del lugar. Lo primero que le sorprendió fue ser recibida por una diminuta doncella de tez sonrosada, delantal almidonado e inmaculada cofia blanca. La señorita Prim habría esperado que una reunión feminista hubiese prescindido de tales convencionalismos. Cierto que no tenía experiencia alguna en la materia, pero la idea de un club como aquél atendido por doncellas como aquélla no dejaba de resultarle extraña. Pese a todo, su sentido de la belleza antigua apreció la sonrisa de bienvenida, la cortesía con que fue conducida escaleras arriba y el modo en que, casi por arte de magia, se encontró en medio del salón.
—Mi querida amiga, ¡qué alegría es para nosotras tenerla aquí!
Hortensia Oeillet se acercó a ella seguida de un grupo de mujeres —la bibliotecaria contó diez— que se arremolinaron a su alrededor, la ayudaron a acomodarse en una silla y pusieron en su mano con rapidez pasmosa una taza de chocolate y dos bizcochos de nata. La señorita Prim dio las gracias por la invitación, pero rechazó con habilidad el honor de pronunciar unas palabras antes de que la presidenta de la liga abriese la sesión. Mientras era presentada a unas y a otras, pudo constatar que muchas de las invitadas eran mujeres profesionales, algo que consideró muy natural en una reunión femenina que abogaba por la liberación de su sexo. Muy pronto, sin embargo, percibió algo peculiar. La bibliotecaria estaba acostumbrada a ese viejo uso social según el cual, cuando una persona pregunta a otra a qué se dedica, ésta acostumbra a responder con una alusión a su título académico, ya se trate de la medicina, la abogacía, las finanzas o la docencia universitaria. Pero en el salón de la Liga Feminista las conversaciones seguían un derrotero diferente. Cuando la señorita Prim preguntaba a alguna de las invitadas a qué se dedicaba, la respuesta que obtenía no tenía nada que ver con lo que esperaba.
—Así que es usted farmacéutica —comentó en un aparte a una de las asistentes—. ¿Dónde tiene la farmacia? Me parece haber visto una en la plaza.
—Oh, soy farmacéutica, sí, pero no tengo una farmacia. Dirijo una pequeña academia de pintura. En San Ireneo tenemos suficiente con una farmacia, pero cuando yo llegué no había nadie capaz de enseñar pintura, ¿me comprende usted?
La señorita Prim, que ciertamente no comprendía, se dirigió a continuación a una elegante mujer, tras ser informada de que había dirigido años atrás una de las clínicas de adelgazamiento más caras y selectas del país.
—Dígame —se interesó amablemente—, ¿cómo es que una profesional de su experiencia ha decidido establecerse en un lugar tan pequeño como éste?
—En realidad, es muy sencillo —contestó su interlocutora con una sonrisa—. Aunque me parece que no se lo han contado con completa exactitud. Hace tiempo que cerré esa etapa profesional. Seguramente habrá visto mi panadería: está en la plaza, al lado de la floristería de Hortensia. Sí, ya veo que le sorprende. Dejé la clínica hace cinco años, justo antes de trasladarme aquí. Lo había conseguido casi todo, no me quedaba demasiado por hacer y en aquel momento necesitaba un poco de sencillez. ¿Y qué hay más sencillo que el pan? Debo decir que he tenido la inmensa suerte de que aquí, en San Ireneo, se me haya permitido ser dueña de mi tiempo. Verá, yo hago solo y exclusivamente el pan de la tarde, el de la merienda. Me dedico a los bollos, los buñuelos, los pasteles, las exquisiteces.
—Supongo que hace falta una gran valentía para un cambio de vida tan extraordinario —murmuró sin mucho convencimiento la señorita Prim antes de decidir volver a sentarse junto a la chimenea.
Acababa de acomodarse en su asiento cuando fue abordada por una mujer rubia, alta y corpulenta que le estrechó enérgicamente la mano.
—Permítame que me presente. Me llamo Clarissa Waste, propietaria de
La Gaceta de San Ireneo
. Tal vez haya conocido ya a mi socia, Herminia.
La bibliotecaria contestó que todavía no había tenido el gusto de conocer a ninguna invitada llamada Herminia y comentó que aquélla era su primera oportunidad de hablar con una periodista.
—Pues me parece que tendrá que esperar un poco más. No soy periodista, digamos más bien que soy una pequeña empresaria. Emma Giovanacci, esa mujer regordeta que está ahora con Hortensia, sí lo es; o, mejor, lo era antes de llegar aquí. Ahora está concentrada en la aventura de poner en marcha nuestro Instituto de Investigación de Iconografía Medieval y de educar en casa a una veintena de críos del pueblo. No me pregunte cómo lo consigue, es un misterio.
La señorita Prim convino en que la capacidad de desdoblamiento de algunos miembros de su sexo era una incógnita que, a su juicio, todavía debía ser estudiada a fondo por la ciencia. A continuación, preguntó a la invitada qué hacía antes de dedicarse al negocio editorial.
—Era una atareada madre de familia. Ahora sigo siéndolo, no es algo de lo que una quiera desprenderse, pero lo compagino con el periódico. Antes de venir a vivir aquí habría sido impensable poder hacer algo así. ¡Oh, pero ya veo que no lo sabe! El nuestro es un periódico de tarde. Lo hacemos cada mañana, mientras los niños están en la escuela de la señorita Mott o en esas maravillosas clases sobre Homero y Esquilo que imparte su jefe. Verá, nuestra filosofía aquí es que todo lo importante ocurre siempre por la mañana.
—¿Y si ocurriese algo importante por la tarde? —preguntó con sorpresa la bibliotecaria.
—Tendríamos que contarlo la tarde del día siguiente, ¿qué otra cosa podríamos hacer?
Intrigada por aquellas respuestas, la señorita Prim continuó circulando por el salón. Así descubrió que numerosas familias de San Ireneo invertían todo su tiempo y formación, en algunos casos una exquisita y especialísima formación, en dirigir personalmente la educación de sus hijos y en dar clases a los de los demás, una actividad que contaba con un enorme prestigio social. Muchas de aquellas mujeres eran propietarias de sus propios negocios, pequeños establecimientos que casi siempre se ubicaban en el piso inferior de las casas para no perturbar en exceso el ritmo de la vida familiar. Los horarios no parecían ser un problema. Todo el mundo compartía la idea de que las mujeres, incluso en mayor medida que los hombres, debían tener la posibilidad de organizar libremente su tiempo. Por ello a nadie le extrañaba que la librería abriese de diez a dos, la notaría lo hiciese de once a tres o la clínica dental comenzase la jornada a las doce de la mañana y la terminase puntualmente a las cinco de la tarde.