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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

El despertar de la señorita Prim (3 page)

BOOK: El despertar de la señorita Prim
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—¿Cómo has hecho esto, Téseris? Es imposible que lo hayas hecho sola, incluso aunque hayas tenido una lámina al lado. Tienen que haberte ayudado. Dime la verdad, ¿ha sido tu padre, o tu tío, o quien quiera que sea la persona que cuida de vosotros?

—No me ha ayudado nadie —dijo la niña en voz baja, pero firme. Después se dirigió a su hermana menor—: ¿A que no, Eksi?

—No la ha ayudado nadie. Ella
siempre
hace sola las cosas —ratificó ésta con solemnidad mientras hacía esfuerzos por mantenerse en equilibrio sobre un solo pie.

Perpleja ante aquella resistencia fraterna, la señorita Prim no insistió. Si aquellas criaturas hubiesen sido adultas, sus dotes de interrogación habrían resuelto el engaño sin esfuerzo. Pero un niño no era un adulto; existía una gran diferencia entre un niño y un adulto. Un niño podía gritar, podía llorar ruidosamente, podía reaccionar de un modo absurdo. ¿Y qué ocurriría entonces? Una empleada que en su primer día de trabajo enfurece a los miembros más vulnerables de la familia no puede contar con buenas perspectivas. Más aún —se estremeció— después de haber sufrido el percance de entrar en la casa de forma irregular.

—¿Y qué hacían unos niños tan pequeños como vosotros en la Galería Tretriakov? Moscú está muy lejos.

—Fuimos allí a estudiar arte —respondió Septimus.

—¿Quieres decir con la escuela?

Los niños se miraron con regocijo.

—¡Oh, no! —dijo el pequeño—. Nosotros
nunca
hemos ido a la escuela.

La frase, dicha con toda naturalidad, cayó como una losa sobre la mente ya algo sobreexcitada de la bibliotecaria. Unos niños sin escolarizar, no podía ser verdad. Un grupo de niños posiblemente medio salvajes y sin escolarizar, ¿pero adónde había ido a parar? La señorita Prim recordó su primera impresión sobre el hombre que la había contratado. Un individuo extraño, sin duda alguna. Un extravagante, un anacoreta, quién sabe si incluso un loco.

—Señorita Prim —la voz baja y educada del hombre del sillón llegó a la habitación a través de las escaleras—, en cuanto haya tenido tiempo de instalarse me gustaría verla en la biblioteca, si hace el favor.

La bibliotecaria se vanagloriaba secretamente de una cualidad personal: su tenacidad para llevar a cabo lo que consideraba correcto en cada momento. Y en el caso presente, reflexionó, lo correcto era excusarse y abandonar la casa de inmediato. Animada por esa idea, cerró rápidamente sus maletas, retocó su peinado en el espejo, echó un último vistazo al icono de Rublev y se dispuso a cumplir con su deber.

—Por supuesto —contestó en voz alta—. Ahora mismo bajo.

El hombre del sillón la recibió de pie con las manos detrás de la espalda. Mientras la bibliotecaria deshacía su equipaje, se había dedicado a ensayar la mejor forma de explicarle cuáles iban a ser sus atribuciones. No era una tarea fácil, porque lo que él necesitaba no era una bibliotecaria al uso. Tras la marcha del anterior encargado, su biblioteca precisaba de una recatalogación y organización completas. Los títulos de novela, ensayo e historia estaban llenos de polvo, y los de teología poblaban todas las habitaciones de la casa en mayor o menor medida. El día anterior había encontrado las homilías de san Juan Crisóstomo en la despensa, entre los tarros de mermelada y los paquetes de lentejas. ¿Cómo habían llegado hasta allí? Era difícil saberlo. Podían haber sido los niños, trataban los libros como si fuesen cuadernos o cajas de lápices; pero también podía haber sido él. No era la primera vez, probablemente no sería la última. Y en el fondo tenía que reconocer que aquéllos eran los resultados de sus propias normas.

Recordaba muy bien cómo su padre había prohibido siempre sacar los libros de la biblioteca. Ello había obligado a todos sus hermanos a elegir entre el aire libre y la lectura. Las tardes de su infancia transcurrieron así junto a Julio Verne, Alejandro Dumas, Stevenson, Homero, Walter Scott. Fuera, bajo el sol, el resto de los niños gritaban y alborotaban, pero él estaba siempre dentro, leyendo, con la mente sumergida en mundos que los demás apenas intuían. Años después, cuando regresó a casa tras un largo período de ausencia, él mismo cambió aquellas normas. Le encantaba ver a los niños leer al sol, tumbados en la hierba del jardín, sentados en las viejas y confortables ramas de algún árbol, mordisqueando manzanas, engullendo tostadas con mantequilla, dejando las huellas pringosas de sus dedos en aquellos volúmenes que tanto amaba.

—¿Se ha instalado usted bien? —preguntó cortésmente para tratar de romper el hielo.

—Perfectamente, gracias —respondió la bibliotecaria—. Pero me temo que no voy a permanecer.

—¿Permanecer?

—Hay demasiados interrogantes en el ambiente. —La señorita Prim levantó ligeramente la barbilla.

—No entiendo a qué se refiere —dijo él con amabilidad—. Pero si puedo satisfacer su curiosidad, aquí me tiene. Pensaba que habíamos llegado a un acuerdo.

Al escuchar la palabra curiosidad, el rostro de la bibliotecaria se endureció.

—No es una cuestión de curiosidad, pero no sé qué clase de familia es ésta. He visto a varios niños sin escolarizar. Varios niños en general es un reto importante para cualquiera, pero varios niños en estado silvestre creo que es una temeridad.

—Ya veo, le ha llamado la atención lo del colegio —murmuró él frunciendo ligeramente el ceño—. Bien, señorita Prim, tiene usted razón; si va a trabajar aquí tiene derecho a saber qué clase de hogar es éste, aunque debo recordarle que los niños no estarán a su cargo. No forman parte de sus atribuciones.

—Lo sé, señor, pero los niños, cómo decirlo,
existen
.

—Existen, desde luego, y a medida que pasen los días se hará usted más y más consciente de su existencia.

—¿Quiere decir con eso que están mal educados?

—Quiero decir con eso que los niños son mi vida.

La bibliotecaria se sorprendió ante aquella respuesta. Pese a su primera impresión, en aquel hombre parecía haber inesperados destellos de delicadeza, mucha más delicadeza de la que ella había imaginado, una extraña, sobria y concentrada delicadeza.

—¿Son… son suyos los niños? Quiero decir… ¿son algunos suyos?

—¿Se refiere a si son hijos míos? No, no lo son. Cuatro de los niños que ha visto son hijos de mi hermana, pero están bajo mi tutela desde que ella murió, hará unos cinco años. El resto son chicos de San Ireneo que vienen a recibir clases aquí dos o tres veces por semana.

La señorita Prim bajó los ojos con discreción: ahora lo entendía todo. Ahora comprendía por qué aquellas criaturas se educaban en casa en vez de ir al colegio. Se hallaba ante un caso evidente de lo que la psicología moderna denomina síndrome de duelo prolongado. Una circunstancia ciertamente terrible, pero que no justificaba en absoluto aquel comportamiento. Ser educados en casa no era bueno para los niños y, aunque fuese difícil, y hasta embarazoso hablar de ello, sabía que era su deber decirlo.

—Siento mucho su pérdida —dijo con un tono similar al que podría haber empleado para hablar con un animal herido—, pero no debe usted encerrarse en su dolor. Tiene que pensar en sus sobrinos, ha de pensar en ellos y en su futuro. No puede pretender que su pena los encierre en esta casa y los prive de una educación decente.

Él la contempló un momento como si no comprendiese. Después bajó la mirada, sacudió a ambos lados la cabeza y esbozó una sonrisa rápida. La bibliotecaria, que no era propensa al romanticismo, se sorprendió a sí misma pensando en lo mucho que una sonrisa inesperada puede iluminar una habitación oscura.

—¿Una educación decente? Lo que usted piensa de mí es que soy un hombre triste que retiene a sus sobrinos y no los deja ir al colegio para no sentirse solo, ¿no es así?

—¿No lo es? —respondió ella con cautela.

—No, no lo es.

El hombre se dirigió al mueble bar que había junto a una de las ventanas, donde una docena de finas copas de cristal y seis pesados vasos de whisky compartían espacio con una amplia variedad de vinos y licores.

—¿Quiere beber algo, señorita Prim? A estas horas suelo tomar un aperitivo. ¿Le apetece un oporto?

—Gracias, señor, pero no bebo nunca.

—¿Le importa que lo haga yo?

—En absoluto, está usted en su casa.

El hombre se volvió y la contempló con curiosidad mientras trataba de adivinar si había sarcasmo tras aquellas palabras. Luego bebió un sorbo y dejó el vaso directamente sobre la mesa, lo que provocó un involuntario gesto de reprobación, casi imperceptible, en el sereno rostro de la bibliotecaria.

—La verdad es que mi opinión sobre la educación reglada es muy particular. Pero si decide quedarse a trabajar aquí, le bastará con saber que educo a mis sobrinos personalmente porque estoy decidido a darles la mejor formación posible. No tengo esas excusas románticas que me atribuye, señorita Prim. No estoy herido, no me siento deprimido, ni siquiera puedo decir que me encuentre solo. Mi única intención es que los niños puedan convertirse algún día en todo aquello que la escuela moderna se ve incapaz de producir.

—¿Producir?

—Es la palabra exacta, en mi opinión —contestó él con un brillo divertido en los ojos.

La bibliotecaria guardó silencio. ¿Realmente era aquella casa el lugar adecuado para una mujer como ella? No se podía decir que aquel hombre fuese desagradable. No era grosero, ni insultante, ni se advertía en sus ojos rastro alguno de aquella mirada apreciativa que había tenido que soportar durante años en su antiguo jefe, pero no había delicadeza en la forma en que hablaba a los niños y tampoco sensibilidad en aquel tono franco, aunque cortés, con el que se dirigía a ella. La señorita Prim tuvo que reconocer que en su corazón aún perduraba cierto resquemor por la torpe insinuación que él había hecho sobre su persona apenas media hora antes. Y sin embargo, no era únicamente eso. Había una inquietante energía soterrada en aquel rostro, un algo indefinible que emulaba trofeos de caza, antiguas gestas y batallas.

—Entonces ¿está decidida a marcharse? —preguntó él sacándola bruscamente de sus pensamientos.

—No, no lo estoy. Quería una explicación y he tenido una explicación. No puedo decir que comparta su oscura visión sobre el sistema educativo, pero comprendo su temor a que la brutalidad del mundo moderno aniquile la delicadeza de espíritu de los niños. Ahora bien, si me permite hablarle con franqueza…

—Por favor, hágalo.

—Creo que es usted algo extremista en sus planteamientos, aunque me parece que lo hace guiado por sus convicciones y eso es más que suficiente para mí.

—Entonces, cree que exagero.

—Sí, creo que exagera.

El hombre se acercó a la biblioteca, recorrió varios volúmenes con los dedos, se detuvo en un viejo y grueso tomo encuadernado en cuero y lo sacó cuidadosamente de la estantería.

—¿Sabe qué es esto?

—Me temo que no.


De Trinitate Libri
.

—¿San Agustín?

—Veo que hace honor a su currículo. ¿O tal vez tiene usted, digamos, ciertas inquietudes espirituales?

La bibliotecaria, incómoda ante la pregunta, comenzó a juguetear con la sortija de amatistas que llevaba en la mano derecha.

—Ésa es una cuestión delicada y, si no le molesta, preferiría no responderla. Creo que estoy en mi derecho.

—Una cuestión delicada —repitió él en voz baja mientras contemplaba el libro—. Por supuesto, tiene usted razón. Discúlpeme de nuevo.

La señorita Prim se mordió el labio antes de añadir:

—Espero que no haya ningún problema en cuanto a mis convicciones personales, porque de haberlo me parece que por el bien de ambos debería usted decírmelo ahora.

—Ninguno en absoluto. No ha sido usted contratada para dar clases de teología.

—Es un alivio saberlo.

—Estoy seguro de ello —dijo él con una sonrisa.

Se hizo un largo silencio en la habitación, roto únicamente por las risueñas y lejanas voces de los niños que llegaban desde el jardín.

—Quisiera comentarle que me han sorprendido mucho esos nombres numéricos de los pequeños —dijo al fin la bibliotecaria en un titánico intento de avanzar hacia aguas menos conflictivas.

—En realidad son apodos —se rió él— y tienen mucho que ver con mi incapacidad para recordar cumpleaños. Septimus nació en septiembre; su hermano Deka, en octubre; Téseris, en abril, y Eksi, la pequeña, en junio. Soy un amante de las lenguas clásicas y este sistema me ha ayudado más de una vez a salir de un apuro.

Mientras hablaba, señaló con un gesto el desorden de la habitación. Una ingente cantidad de libros se apiñaba sobre mesas y estanterías en dobles, triples y hasta cuádruples filas entre enormes fajos de papeles, viejos mapas, fósiles, minerales y conchas marinas.

—Me temo que el estado de mi biblioteca le dirá todo lo que debe saber sobre mi capacidad organizativa.

—No se preocupe, no me impresiona el desorden.

—Lo celebro, pero apuesto a que le molesta.

La señorita Prim no supo qué contestar y una vez más optó por cambiar de tema.

—La pequeña Téseris dice que pinta iconos de memoria.

—Y usted no lo cree, por supuesto.

—¿Insinúa que debo creerlo?

En lugar de responder, el hombre volvió a acercarse a la biblioteca para guardar el pesado tomo encuadernado en cuero. Después se dirigió a la chimenea, cogió un cuaderno que había sobre la repisa y se lo entregó a la bibliotecaria.

—Ésta es la lista de todas las obras que hay en la biblioteca. Está ordenada por autores; la completó el anterior encargado. Me gustaría que esta noche, si no está demasiado cansada, le echase un vistazo. Así mañana estará en condiciones de que le explique cuál es la labor que quiero que haga con este viejo y polvoriento caos. ¿Le parece bien?

La señorita Prim deseaba seguir hablando, pero comprendió que para su nuevo jefe la conversación no daba más de sí.

—Me parece perfecto.

—Estupendo. La cena es a las nueve y el desayuno, a las ocho.

—Si le parece bien, preferiría hacer las comidas principales en mi cuarto. Puedo cocinar cualquier cosa y subírmela yo misma.

—Le subirán las comidas desde la cocina, señorita Prim. Tenemos una buena logística en casa. Espero que descanse bien en su primera noche aquí —dijo él tendiéndole la mano.

La bibliotecaria se sintió tentada a protestar. No le gustaba la idea de que un hombre prácticamente desconocido se arrogase el poder de decidir cómo, cuándo o qué debía comer. No le gustaba en absoluto aquella dominante forma de dar las cosas por hecho.

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