—Me ocurre con ellos lo que a la mayoría de la gente con todo lo que se les resiste; no disfruto de lo que no consigo dominar.
—La gente que ama los puzles —continuó él— puede pasarse noches enteras tratando de hacer encajar una sola pieza. Mi hermana lo hacía, podía despertarse uno de madrugada y encontrarla ensimismada sobre un puzle. Naturalmente, no me refiero a un pequeño entretenimiento infantil, hablo de esos cuadros grandiosos que incluyen miles y miles de pequeñas piezas. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Claro que sí.
—Pues bien, lo que trato de explicar es que hay personas, Prudencia, que un buen día se hacen conscientes de que les falta la pieza principal de un puzle que no pueden completar. Solo sienten que algo no funciona o que nada en absoluto funciona, hasta que descubren, o mejor, hasta que se les permite descubrir, la pieza que falta.
—Eso suena a esoterismo o a gnosticismo —murmuró la bibliotecaria.
—En absoluto, no se trata de un conocimiento oscuro, no es una sabiduría para iniciados. Es más bien la clase de descubrimiento que Edgar Allan Poe describe en
La carta robada
. ¿Lo ha leído? Sí, por supuesto que lo ha leído. Pues bien, como en el cuento de Poe, la pieza que falta o la carta robada
está ahí
, en la misma habitación que uno,
ante los ojos de uno
, pero uno no puede verla, no es consciente de su presencia. Hasta que un buen día…
La señorita Prim se movió, incómoda, en el peldaño de la escalera.
—Tengo que continuar con el
Monologio
—dijo recuperando su sereno y distante tono profesional.
El hombre del sillón la miró con curiosidad.
—Como siempre, la señorita Prim huye a su caparazón cuando siente la amenaza de lo sobrenatural. ¿Por qué le preocupa tanto hablar de cosas en las que no cree? No resulta muy razonable.
Ocupada ya en limpiar un nuevo tomo, la bibliotecaria guardó silencio. ¿Qué podía decir? No le preocupaba en absoluto discutir sobre cosas en las que no creía; no tenía ninguna duda de que algo que no existía no podía tener efecto alguno sobre ella; no era a lo sobrenatural a lo que temía. Era a la influencia que la conversación y la convicción del hombre del sillón pudiesen ejercer sobre ella. ¿Cómo explicarle que lo que temía era acabar creyendo en algo que no existía solamente porque él sí creía?
—Tranquilícese, Prudencia. Ningún hombre puede convertirse a sí mismo o a otro con la propia voluntad como única herramienta, no se inquiete por ello. Somos causas segundas, ¿recuerda? Por mucho que nos empeñemos, la iniciativa no es nuestra.
—No soy tomista —respondió la bibliotecaria con sequedad, contrariada por la sensación de haber dejado traslucir sus temores.
Sorprendido, él la miró como un padre mira a una niña que se enorgullece de no saber leer.
—Ése, señorita Prim, es su gran problema.
Las disculpas de la Liga Feminista llegaron días después a manos de la bibliotecaria en forma de doce rosas
comte de Chambord
. Una docena de rosas habría bastado como medio formal de presentación de excusas, pero una docena de
comte de Chambord
era algo más que excusas: era un exquisito tratado de paz. La bibliotecaria advirtió inmediatamente la experta mano de Hortensia Oeillet en la elección de las flores, de la misma forma que detectó la de Herminia Treaumont —quién si no ella— en los versos isabelinos que encabezaban la tarjeta.
Ve y coge una estrella fugaz. Fecunda la raíz de la mandrágora. Dime dónde se ha ido el pasado o quién hendió la pezuña del diablo. Enséñame a escuchar el canto de la sirena a apartar el aguijón de la envidia y descubre cuál es el viento que impulsa una mente honesta
.
Debajo del poema, leyó:
Queridísima Prudencia
:
¿
Podrá perdonarnos algún día? No la culparíamos si no pudiese. Desoladas, arrepentidas y profundamente avergonzadas, le enviamos un poco de vieja
bellezza
envuelta en nuestras más sinceras disculpas
.
Hortensia Oeillet
P.D.: A Herminia le pareció que los versos de John Donne le alegrarían el día. ¿No son maravillosos
?
—Desde luego que sí —murmuró satisfecha la bibliotecaria mientras sumergía su delicada nariz en el ramo.
Desde el día de aquel desgraciado incidente, la señorita Prim no había dejado de pensar en la peculiar idiosincrasia del grupo femenino que la había acogido en San Ireneo. Y cuanto más pensaba, menos grave le parecía la ofensa de que había sido objeto. Ello no significaba que aprobase aquel comportamiento, pero de alguna forma una pequeña dosis de indulgencia se había colado en el cuadro que aquellas mujeres ofrecían ahora a sus ojos. Es cierto que había sido una actuación desconsiderada y grosera, cierto también que la delicadeza y el tacto habían brillado por su ausencia, pero de algún modo la bibliotecaria había comenzado a sospechar que bajo aquel burdo complot subyacía cierta forma de
amor
.
¿Amor? La primera vez que se le ocurrió aquella idea no pudo evitar sobresaltarse. Ella no era una mujer sentimental, pero a decir verdad era difícil no percibir cierto amor —amor ruidoso, amor torpe y maternal— en el modo en que aquellas mujeres se habían propuesto equiparla con un marido. Mientras colocaba con manos expertas el ramo de rosas en un jarrón de cristal, se dijo a sí misma que si las damas de San Ireneo consideraban un marido como el mayor bien al que puede aspirar una mujer y estaban decididas a trabajar para proporcionárselo, ¿quién era ella para juzgarlas? Si estaban dispuestas a perder su tiempo y a consumir sus desvelos en aquel fin, ¿quién era ella para recibir como un insulto lo que no era, lo que no podía ser de ningún modo, más que un sincero y caluroso regalo?
Por otra parte, debía reconocer que no le repugnaba del todo la idea del matrimonio. Ciertamente en público había dicho siempre lo contrario, pero como muchas mujeres de su especie, la señorita Prim solía despreciar aquello que secretamente temía no llegar nunca a obtener. Una vez más volvió la vista atrás y recordó los acalorados rostros de Hortensia Oeillet y Emma Giovanacci y el sereno discurso de Herminia Treaumont. Si una mujer de la exquisitez y la inteligencia de Herminia consideraba que el matrimonio era un tesoro incalculable para el bienestar de una mujer, ¿quién era ella para ponerlo en duda de un modo tan tajante? ¿Acaso había estudiado el tema en profundidad alguna vez? ¿Se había sentado en alguna ocasión armada de lápiz y papel a enumerar los pros y los contras de aquel estado de vida? ¿Lo había hecho? La señorita Prim tuvo que reconocer que no.
Al mismo tiempo, tampoco podía decir que su postura fuese abiertamente favorable al matrimonio. La unión conyugal —se dijo mientras se envolvía en una manta de lana dispuesta a disfrutar de la puesta de sol en la terraza de su dormitorio— era sin duda para otro tipo de mujeres. Mujeres con cierta flexibilidad de carácter, mujeres dadas al conformismo, mujeres a las que no parecía importarles tener que asumir conceptos tales como
transacción
o
compromiso
. La señorita Prim, definitivamente, no era una de ellas. No se veía a sí misma transigiendo sobre nada. No se trataba de que no quisiera —siempre había valorado positivamente el concepto en abstracto—, pero no se veía capaz de llevarlo a cabo
en concreto
. Había una cierta resistencia en ella —lo había comprobado en diferentes situaciones a lo largo de su vida— a renunciar, siquiera en parte, a sus juicios sobre las cosas.
Pese a que encontraba aquella resistencia fastidiosa, en cierto modo también se sentía secretamente orgullosa de ella. ¿Por qué debería decir que cierto compositor era superior a otro —se dijo al recordar una acalorada discusión musical en casa de unos amigos— cuando estaba absolutamente convencida de que no era cierto? ¿Por qué debería aceptar, en forma de amable solución de compromiso, que probablemente eran talentos difíciles de comparar si los consideraba absolutamente comparables? ¿Por qué debería fingir, en un modo todavía más servil de transacción, que la primacía de uno o de otro dependía en buena parte del estado de ánimo del oyente? La señorita Prim consideraba que esa clase de compromisos constituían una suerte de indecencia intelectual. Y pese a que a veces se animaba a sí misma a practicarlos por el bien de sus relaciones sociales, lo cierto es que le repugnaba hacerlo.
El cielo comenzaba a teñirse de rosa cuando sintió llamar a la puerta.
—Prudencia —oyó decir al hombre del sillón—, tengo que salir a hacer unas gestiones en el pueblo y me temo que hoy es el día libre del servicio. ¿Sería tan amable de echar un vistazo a los niños? Están jugando en el jardín. Siento tener que pedírselo, pero no tengo otra opción.
Consciente de que su puesta de sol acababa de arruinarse, la bibliotecaria aseguró amablemente que se ocuparía de los niños.
Aquéllas no eran unas criaturas naturales, reflexionó mientras bajaba las escaleras. No leían cosas naturales, nunca jugaban a cosas naturales, no decían siquiera cosas naturales. Ello no significaba que fuesen desagradables o maleducados —en realidad, tenía que reconocer que los pequeños eran encantadores—, pero no se parecían en nada a los niños que solía ver en casa de sus amigos, en la calle o en los restaurantes. Cuando hablaba con ellos, la mayoría de las veces tenía la extraña sensación de estar siendo interrogada. Eran los niños quienes llevaban el peso de la conversación. Eran ellos también los que salpicaban las charlas con extrañas informaciones que la bibliotecaria consideraba profundamente inadecuadas para su edad.
—Hoy hemos aprendido cosas de los archimandritas y de los
staretz
rusos, señorita Prim. ¿Conoce usted la historia del
staretz
Ambrosio y las pavas? —le había preguntado una mañana Téseris en la cocina mientras se preparaba unas tostadas de queso fundido.
La señorita Prim, muy seria, confesó que sabía un poco de los
staretz
, pero que nunca había oído hablar de aquel tal Ambrosio y mucho menos de unas pavas. Nada más concluir esa sincera declaración de ignorancia, la bibliotecaria fue testigo de una extraña disertación infantil sobre temas tan diversos como el
staretz
Ambrosio y el monasterio de Optina, las similitudes entre éste y el
staretz
Zósima y cierta historia de unas pavas que se negaban rotundamente a comer.
—Un día una campesina que cuidaba pavas para un terrateniente fue a ver al
staretz
—le explicó la niña—. Estaba muy triste porque las pavas se morían y el terrateniente quería echarla. Cuando los peregrinos que estaban en el monasterio oyeron sus quejas, empezaron a reírse y le dijeron que no molestase al monje con tonterías tan poco elevadas. Pero el
staretz
Ambrosio se acercó a ella, la escuchó con mucha atención y al terminar le preguntó qué le daba de comer a las pavas. Después le aconsejó cambiarles la comida y la bendijo. Cuando la mujer se fue, todos preguntaron al monje por qué perdía el tiempo con unas pavas. ¿Sabe qué les dijo?
—No tengo ni idea —contestó abrumada la señorita Prim.
—Les dijo que todos estaban ciegos, tan ciegos que no eran capaces de ver que toda la vida de aquella mujer estaba en esas pobres pavas. El
staretz
Ambrosio no dividía los problemas en grandes o pequeños, como hace todo el mundo. Decía siempre que los ángeles están en las cosas sencillas, que nunca hay ángeles donde las cosas son complicadas. Él pensaba que lo pequeño es importante.
No, no se podía decir que fuesen niños normales, suspiró la bibliotecaria mientras se dirigía con paso rápido al jardín. Tras cruzar el desnudo paseo de hortensias, torció a la derecha para adentrarse en un cenador formado por las copas de seis grandes plátanos cuyas hojas habían comenzando a caer. Allí, sobre dos viejos bancos de hierro, estaba el cuartel general infantil de la casa. Cuando vieron a la señorita Prim entrar en su santuario, los niños se separaron inmediatamente.
—Vuestro tío me ha pedido que no os pierda de vista, así que he venido a ver qué estabais haciendo —les dijo con franqueza.
—No estamos haciendo nada, solo leíamos un libro de cuando éramos pequeños —respondió Septimus.
—Ah, ¿y qué leíais? —dijo la bibliotecaria mientras observaba disimuladamente un pequeño libro de color amarillo que el niño tenía en la mano.
—La historia de un sapo al que le encantaba conducir —contestó éste con el aire de superioridad de quien cree tener un secreto imposible de adivinar.
La señorita Prim sonrió con benevolencia.
—¿Un sapo amigo de un topo, una rata y un tejón?
Sorprendidos, los niños asintieron con la cabeza.
—¿Lo conoce? Es un viejo libro, bastante viejo. Ya existía cuando la abuela era pequeña. Es bastante antiguo —dijo Septimus con infinita seriedad.
La bibliotecaria ahogó otra sonrisa.
—Lo he leído y también lo he estudiado.
—¿Estudiarlo? ¿Por qué? ¡Si solo es un libro de niños! —exclamó Téseris con los ojos muy abiertos.
La señorita Prim se cruzó de brazos y miró al horizonte sobre las cabezas de los pequeños.
—Porque es algo más que un libro de niños: es literatura. Y la literatura se estudia, se analiza, se buscan sus influencias, se investiga qué se quiso decir con ella.
Los niños la miraron fijamente mientras la suave luz de la tarde, que se filtraba a través de las amarillentas hojas de los árboles, dibujaba sombras vacilantes en sus rostros.
—Nuestro tío dice que hacer eso con los libros es estropearlos —señaló por fin Septimus—. Él
odia
todo eso de los análisis de textos,
nunca
nos ha obligado a hacerlo.
Una oleada de fría indignación recorrió el ánimo de la bibliotecaria.
—¿Ah, sí? —murmuró con acritud—. ¿Así que dice eso? Me cuesta creer entonces que haya conseguido que reconozcáis a Virgilio a partir de un solo verso. ¿Es posible hacer eso sin estudiar o analizar? ¿Acaso no os sabéis partes de la
Eneida
de memoria? Creo recordar que fue eso lo que presencié la tarde en que llegué aquí.
—Sabemos muchas partes de poemas e historias de memoria; es lo primero que hacemos con todos los libros —dijo Téseris con su suave voz—. Pero él dice que así se aprende a amar los libros, que tiene mucho que ver con la memoria. Dice que cuando los hombres se enamoran de las mujeres, aprenden de memoria su cara para poder recordarla después; se fijan en el color de sus ojos, en el color de su pelo, en si les gusta la música, si prefieren el chocolate o las galletas, cómo se llaman sus hermanos, si escriben un diario, si tienen un gato…