La señorita Prim dulcificó un poco su expresión. Allí estaba otra vez aquella extraña, oscura y concentrada delicadeza, aquel irritante ego masculino mezclado con inesperados retazos de delicadeza.
—Con los libros es igual —continuó Téseris—. En clase aprendemos partes de memoria y las decimos en voz alta. Y luego leemos los libros, los discutimos y después los volvemos a leer.
La bibliotecaria se quitó cuidadosamente la chaqueta y se sentó en el banco.
—Así que vuestro tío cree que hay que disfrutar los libros, no analizarlos.
—Sí, pero no solo lo dice de los libros. También de la música y de los cuadros. ¿Recuerda el día en que usted llegó? Vio el icono de Rublev y lo midió con un compás, ¿se acuerda? —preguntó Téseris.
La señorita Prim enrojeció ante la sospecha de que aquella criatura estuviese a punto de cuestionar su forma de aproximarse al arte.
—Me acuerdo —dijo secamente.
—Usted no me hizo caso cuando le dije que ningún mayor me había ayudado a pintar el icono. Los mayores me habrían dicho que utilizase el compás. Mi tío me dijo que un icono es una ventana entre este mundo y el otro, que así lo aprendió él de los viejos
staretz
, que así lo enseñan también los ancianos athonitas y que así se han pintado siempre.
La señorita Prim se movió nerviosamente en su banco. Había algo perturbador en aquellos niños, aunque no podía explicar muy bien qué era. Algo inquietante, que convivía con una luminosa y soleada inocencia y con aquella ternura con la que veneraban cada una de las palabras que salían de la boca del hombre del sillón.
—Le queréis mucho, ¿verdad? Me refiero a vuestro tío.
—Sí —dijo el pequeño Deka, al tiempo que sus hermanos asentían con la cabeza. E inmediatamente añadió—: Él siempre dice la verdad.
—¿Es que el resto de la gente miente? —preguntó la bibliotecaria sorprendida por aquella respuesta.
—La gente miente a los niños —dijo Septimus con gravedad—. Lo hace todo el mundo y nadie cree que esté mal. Cuando murió nuestra madre, todos nos dijeron que se había convertido en un ángel.
—¿Y no es así? —murmuró conmovida la señorita Prim.
Septimus miró a su hermana, que sacudió la cabeza a ambos lados con firmeza.
—Ningún hombre puede convertirse en un ángel, señorita Prim. Los hombres son hombres y los ángeles son ángeles, son cosas distintas. Fíjese en los árboles y en los ciervos. ¿Cree usted que un árbol podría convertirse en ciervo?
La bibliotecaria negó con un gesto.
—A lo mejor es una forma de explicarlo o quizá una leyenda. ¿Y qué tienen de malo las leyendas? ¿Qué me decís de los cuentos de hadas? ¿No os gustan los cuentos de hadas? —preguntó haciendo un esfuerzo por cambiar de tema.
—Sí que nos gustan —contestó tímidamente Eksi—, nos gustan muchísimo.
—¿Y cuál es vuestro favorito?
—La historia de la Redención —respondió con sencillez su hermana mayor.
La señorita Prim, atónita ante la respuesta, no supo qué contestar. Aquella extraña afirmación revelaba que pese a sus titánicos esfuerzos, pese a su insistencia y su arrogancia, el hombre del sillón no había conseguido transmitir a los niños ni siquiera los rudimentos más básicos de una creencia tan importante para él. No había logrado explicar el trasfondo histórico de su religión. ¿Cómo era posible? Tantas caminatas matutinas a la abadía, tantas lecturas teológicas, tanta vieja liturgia en latín, tantos juegos medievales y ¿qué había conseguido? Cuatro niños pequeños convencidos de que aquellos textos que tanto amaba eran únicamente cuentos de hadas.
—Pero Tes, eso no es exactamente un cuento de hadas. Los cuentos de hadas son historias llenas de fantasía y aventura, están hechos para entretener. No están fechados en una época determinada ni hablan de personas y lugares que existieron.
—Oh, pero eso ya lo sabemos —dijo la niña—. Sabemos que no se trata de un cuento de hadas normal. Sabemos que es un cuento de hadas
real
.
La bibliotecaria se acomodó, pensativa, en el viejo banco de hierro.
—¿Lo que quieres decir es que se parece a los cuentos de hadas? ¿Es eso? —preguntó intrigada.
—No, claro que no. La Redención no se parece en nada a los cuentos de hadas, señorita Prim. Son los cuentos de hadas y las viejas leyendas los que
se parecen
a la Redención. ¿No se ha fijado usted nunca? Es como cuando copias un árbol del jardín en un papel. El árbol del jardín no se parece al dibujo, ¿no es cierto? Es el dibujo el que se parece un poco, solo
un poquito
, al árbol de verdad.
La señorita Prim, que había comenzado a sentir calor, un calor febril y agobiante, permaneció sentada en silencio un largo rato.
El sol casi se había puesto ya en la lejanía cuando al fin se levantó, dio permiso a los niños para ir a jugar un rato al estanque de las carpas y emprendió lentamente el camino de regreso a su habitación.
A mediados de noviembre, la señorita Prim tuvo la oportunidad de conocer a la madre de su jefe. Llegó sin anunciarse, tocada con un elegante sombrero y seguida por una doncella cargada de maletas. Los niños la recibieron con alborozo, lo que reveló a la bibliotecaria que bajo aquel aspecto imponente se ocultaba una atenta y entregada abuela. Un juicio que mantuvo, pese a observar que gran parte de la alegría de los pequeños tenía que ver con la llegada del bulldog que la acompañaba y con los abundantes regalos que traía consigo. Lo primero que la señorita Prim pudo constatar fue su extrema belleza. Una mujer hermosa y elegante es una obra de arte, había oído decir siempre a su padre. Si aquel principio era cierto, y la bibliotecaria creía que lo era, la dama que acababa de llegar a la casa era un Botticelli, un Leonardo, incluso un Rafael.
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó ásperamente mientras su doncella la ayudaba a quitarse una imponente estola de zorro siberiano.
—Me temo que en la abadía —respondió la bibliotecaria.
—La abadía —repitió con tono agrio la anciana al tiempo que se acomodaba en una vieja y confortable butaca—. Si se ocupase menos de la abadía y más de los muros de esta casa, todo marcharía mucho mejor. ¿Y usted… es?
—Discúlpeme, debería haberme presentado. Me llamo Prudencia Prim; estoy en la casa para poner orden en la biblioteca.
La dama la miró durante unos instantes sin pronunciar palabra. Observó atentamente su rostro, examinó con detalle su figura, detuvo su mirada en su impecable cabello y a continuación pidió a su doncella que le trajera una taza de café.
—¿Y en él? ¿Ha venido también a poner algo de orden en él?
La bibliotecaria enrojeció intensamente. Pese a que la recién llegada era una mujer hermosa y la señorita Prim amaba la belleza, no estaba dispuesta a pasar por alto ciertas insinuaciones. Y de todas las insinuaciones posibles, aquélla era la que estaba menos dispuesta a tolerar.
—No sé a qué se refiere —contestó con sequedad.
La recién llegada levantó la vista de nuevo para mirarla y sonrió con ironía.
—Antes de nada, señorita Prim, debo decirle que no me gusta tener que estirar el cuello para mantener una conversación. Haga usted el favor de sentarse. En tiempos de mi padre un bibliotecario no se consideraba exactamente un empleado, era un puesto de confianza, y no era costumbre que mantuviesen esa rigidez cuando una hablaba con ellos. Soy una mujer pasada de moda, no me gusta cambiar de costumbres.
La señorita Prim, obediente, se sentó en una butaca. Había interrumpido su trabajo y era dolorosamente consciente de que
Los nueve libros de la historia
de Herodoto la aguardaban en la biblioteca.
—No he querido ofenderla, pero no me negará que tiene usted un jefe peculiar. ¿O es que no se había dado cuenta? No tema hablar con libertad, querida, es mi hijo. Si hay una mujer en el mundo que le conoce a fondo soy yo, señorita Print.
La bibliotecaria abrió la boca para aclarar la ortografía de su apellido, pero lo pensó mejor y decidió callarse. Era evidente que aquella dama no había nacido para ser interrumpida y mucho menos rebatida. Probablemente jamás en su vida había vivido la sana experiencia de ser interrumpida o rebatida.
—Es un jefe agradable y generoso, no tengo motivo alguno para quejarme. Y respecto a su carácter, me comprenderá usted si le digo que no considero correcto ni adecuado pronunciarme al respecto.
Su compañera guardó silencio mientras se quitaba los guantes.
—Es un alivio oír eso, señorita Prim. Me alegra comprobar que es usted exactamente lo que dicen que es. Quiero hacerle una confesión: tengo la mala costumbre de someter a prueba a las personas antes de depositar en ellas ni un ápice de confianza. Seguramente se habrá dado cuenta de que en el intervalo de medio minuto he hecho una malévola insinuación sobre sus intenciones en esta casa, la he invitado a murmurar sobre los defectos de carácter de su jefe y he pronunciado deliberadamente mal su apellido. Usted, sin embargo, ha respondido con dignidad a mi insinuación, ha rechazado cortésmente mi invitación y ha pasado por alto mi error. Verdaderamente es tan impecable como asegura mi hijo, sin duda alguna lo es.
Al escuchar estas palabras, la bibliotecaria se sintió confusa. La perspectiva de haber sido sometida a prueba por una mujer desconocida no era halagadora. Y sin embargo, no se sentía ofendida. No solo por su evidente victoria en el examen, sino porque pese a sus desagradables prejuicios hacia las personas intensamente tituladas, su jefe la había calificado ante su propia madre de impecable.
—Es usted muy amable —balbuceó.
—Simplemente estoy siendo sincera.
Mientras la anciana se disponía a saborear el primer sorbo de su taza de café, la doncella entró de nuevo en el salón, encendió la chimenea y corrió las cortinas para ocultar un exterior gris y mortecino.
—¿Le gusta el otoño? —preguntó inesperadamente la dama.
—Me parece romántico —contestó la señorita Prim, que volvió a sonrojarse ante el pensamiento de que aquella mujer pudiese malinterpretar sus palabras—. Me refiero al romanticismo como movimiento artístico, claro está, no al sentimiento.
En lugar de contestar, la madre del hombre del sillón le ofreció una humeante taza de café.
—Yo lo detesto. Siempre he pensado que ese poeta, Eliot, se equivocó completamente con ese verso. No es abril el mes más cruel, es noviembre, sin duda alguna. Abril es un mes maravilloso, lleno de sol, de luz y de glicinias en flor. ¿Conoce usted Italia?
Desconcertada por los giros de la conversación, la bibliotecaria respondió que, efectivamente, conocía Italia.
—¿Quiere decir que ha vivido usted allí?
La señorita Prim aclaró que no había vivido allí.
—Entonces debería hacerlo. Debería hacerlo ya, antes de que sea tarde.
—No creo que sea posible por el momento —respondió, inquieta ante la posibilidad de que aquella repentina invitación ocultase el deseo de librarse de sus servicios.
La risa de la forastera, alegre y cristalina, rompió la calma que reinaba en la habitación.
—Cuando llegue usted a mi edad sabrá que todo es posible. Mire a mi hijo, hace unos años tenía por delante una brillantísima carrera académica, era un hombre inteligente y encantador, con un futuro deslumbrante. ¿Y qué ha quedado de eso? Aquí le tiene, enterrado en este minúsculo pueblo, atrincherado en la vieja casa de su familia paterna, con cuatro niños a su cargo y empeñado en caminar tres kilómetros todos los días hasta un viejo monasterio antes de desayunar. Créame cuando le digo que todo es posible, vaya si lo es.
—Pero él parece muy feliz aquí —se atrevió a aventurar la señorita Prim.
—Lo es, desde luego que lo es. Eso es lo más irritante de todo. Y debo reconocer que ha hecho un gran trabajo en este lugar. Usted no se imagina lo que era esto hace tan solo unos años.
La bibliotecaria, que había olvidado hacía rato la dolorosa imagen de los volúmenes de Herodoto sobre la mesa, se acomodó en el sillón dispuesta a satisfacer su nunca del todo saciada curiosidad respecto al pueblo y su jefe.
—¿Cómo se le ocurrió crear la colonia? No todo el mundo se decide a acometer una empresa tan extraordinaria.
La anciana dejó su taza sobre la mesa, echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos como si hiciera un profundo esfuerzo por recordar.
—Ojalá lo supiera. En realidad, no creo que hubiese un único factor. Evidentemente tuvo que ver con su encuentro con ese viejo benedictino nonagenario, del que imagino que ya habrá oído hablar.
La señorita Prim se recostó en la butaca y degustó otro sorbo de la bebida que le había servido la dama.
—Recuerdo que acababa de terminar de dar un ciclo de conferencias —continuó ésta—, así que se tomó un descanso para asistir a un seminario universitario en Kansas. Algo descubrió allí, no me pregunte qué. Ese verano viajó a Egipto; después visitó Simonos Petras, en Athos, y también estuvo en Barroux, con los benedictinos. Al regresar me dijo que había decidido vivir unos meses en la abadía de San Ireneo. Figúrese, en un monasterio de benedictinos tradicionalistas; él, que no había pisado una iglesia en veinte años. Creí que no aguantaría; pero un año después me pidió permiso para reabrir la casa, y así empezó esta larga historia. Pero no se extrañe, la vida es sorprendente.
La bibliotecaria, pensativa, guardó silencio.
—Pero ¿y los niños? —preguntó—. ¿No le preocupa que tenga demasiada influencia sobre los niños?
—¿Preocuparme? —exclamó la anciana con sorpresa—. Mi querida señorita Prim, mis nietos son los únicos niños que conozco que pueden recitar a Dante, a Virgilio o a Racine, que leen textos clásicos en lengua original, que reconocen la mayoría de las grandes piezas musicales con solo unos cuantos acordes. No solo no estoy preocupada, sino que estoy orgullosa, francamente orgullosa. Es una de las pocas cosas que apruebo de este retiro eremítico que ha elegido mi hijo y que, no le voy a mentir, detesto profundamente.
—No me refería a la cultura, sino a la religión. ¿No le preocupa que sean, por así decirlo, demasiado religiosos, precozmente religiosos? Ya sabe lo que quiero decir.
La mujer volvió a mirar con incredulidad a la bibliotecaria y, sin mediar respuesta, soltó una alegre carcajada.
—Pero, querida, veo que sabe muy poco sobre la casa en la que vive —dijo con los ojos brillantes por la risa.