Abrumada por esos temores, saltó de la cama, se puso un abrigo y salió sigilosamente de su habitación. La casa estaba en silencio. Pasó de puntillas por delante de los dormitorios de los niños, cruzó el distribuidor y bajó las escaleras hasta llegar al amplio
hall
del piso de abajo. La puerta principal estaba abierta, siguiendo la costumbre de San Ireneo, donde las puertas cerradas se consideraban un desaire a los vecinos.
Nada más salir al jardín, una ráfaga de aire helado la dejó sin aliento. Tiritando, calculó que podría permanecer fuera unos cinco minutos. Había utilizado aquel truco desde niña. Cuando no podía conciliar el sueño, se levantaba en mitad de la noche y salía a la calle, donde permanecía hasta que el viento, la lluvia o el calor la hacían echar de menos la tranquilidad de su dormitorio. En ese momento volvía a entrar y dormía plácidamente el resto de la noche.
—Prudencia, tiene usted la rara costumbre de desafiar el frío con calzado ligero. Yo que usted volvería a su habitación y me pondría unas botas de nieve.
La señorita Prim se giró sobresaltada al oír la voz del hombre del sillón.
—¿Le he despertado? —dijo—. Lo siento mucho, he intentado hacer el menor ruido posible.
Él sonrió suavemente, se cruzó el abrigo y se sopló las manos para tratar de calentárselas.
—No me ha despertado, a estas horas siempre estoy despierto.
—¿Como los búhos? —preguntó la bibliotecaria con una sonrisa burlona.
—Más bien como los perros pastores. Eksi tiene pesadillas algunas noches, se despierta llorando entre las dos y las tres de la mañana. Es la oveja más frágil de mi rebaño.
—¿De verdad? No la he oído nunca.
—Llora con mucha delicadeza, hay que estar despierto para oírla.
La señorita Prim asintió pensativa. Después se frotó vigorosamente las manos.
—¿Qué le parece si entramos y tomamos una bebida caliente? Está usted helada, Prudencia.
—Cuando propone usted tomar una bebida caliente, ¿se refiere a un whisky? —preguntó ella con malicia.
—Cuando propongo tomar una bebida caliente, me refiero a un cacao, a un chocolate o a un ponche de leche y ron. Nada que pueda emborracharla.
La bibliotecaria se rió y ambos entraron de nuevo en la casa. El hombre del sillón abrió la puerta de la biblioteca, encendió una pequeña lámpara y se arrodilló delante de la chimenea para encender el fuego.
—¿Va a encender la chimenea? Hace suficiente calor aquí dentro.
—Lo sé, pero no concibo una habitación en invierno con la chimenea apagada. El fuego es mucho más que un medio para calentar una habitación, para mí es el corazón de cualquier hogar.
—No voy a discutirle eso —contestó ella riendo—. No a estas horas y mientras sea usted el que se ofrezca a encenderlo. ¿Quiere que prepare unas tazas de cacao?
—Sería estupendo —murmuró él mientras avivaba la lumbre.
La señorita Prim se dirigió a la vieja cocina de la casa y comenzó a preparar el cacao. Aquélla era su oportunidad para seguir el consejo de Horacio y preguntar a su jefe sobre su pasado sentimental. Mientras removía lentamente la bebida con una cuchara de palo, se hizo consciente de la enorme dificultad de la operación. ¿Cómo iba a preguntarle por su relación con una mujer cuando oficialmente no conocía aquel vínculo? Claro que, reflexionó, realmente tampoco tenía nada de extraordinario que pudiese conocerlo. No en un pequeño pueblo en el que todo el mundo sabía del pasado de los demás.
Cuando regresó a la biblioteca, en la chimenea lucía un vivo y esplendoroso fuego. Dejó la bandeja sobre la mesa de té y se acomodó en una de las butacas, mientras el hombre del sillón hacía lo propio en la otra. Después sirvió las tazas, cogió un bizcocho de mantequilla, se quitó las zapatillas y acercó los pies al fuego.
—No me había contado nunca que Herminia y usted tuvieron en el pasado una relación amorosa —dijo con estudiada ligereza y sin atreverse a levantar la vista de la taza.
Él removió lentamente el cacao y bebió un sorbo antes de contestar.
—Hay muchas cosas en mi vida que no le he contado. No sabía que tuviera que hacerlo, aunque si es importante para usted no tengo inconveniente alguno en comenzar ahora.
La señorita Prim enrojeció, retiró los pies de la chimenea y los colocó en el sillón.
—Por supuesto que no tiene que hacerlo. Pero hemos hablado tantas veces de Herminia que me parece sorprendente que no haya surgido el tema, simplemente.
—Simplemente —repitió él en voz baja.
Ambos permanecieron unos minutos con la mirada fija en el fuego. Desde el fondo de la casa llegó el lejano y familiar sonido de tres campanadas en un reloj.
—Todo el mundo sabe que las mujeres sentimentales son también curiosas y maledicentes —continuó súbitamente la bibliotecaria—. Así que, explíqueme, ¿por qué rompieron su relación?
El hombre del sillón la miró divertido.
—Si hay algo de lo que estoy convencido, Prudencia, es de que no es usted una persona curiosa.
La señorita Prim sonrió mientras se incorporaba para quitarse el abrigo.
—No, no lo soy, pero amo la sociología, ¿recuerda? Me interesa la naturaleza humana.
—A los sociólogos no les interesa la naturaleza humana. Los sociólogos se contentan con estudiar la conducta humana en comunidad, que es algo bastante más reducido y mucho menos interesante.
La bibliotecaria levantó la vista y miró plácidamente a su jefe. Estaba firmemente decidida a no dejarse provocar. Claro que no iba a ser una tarea fácil, nada que tuviese que ver con él podía ser una tarea fácil. Habría sido muy ingenuo pensar lo contrario.
—¿La dejó usted?
—No.
—Eso es muy elegante, pero no es cierto.
—Si sabe que no es cierto, ¿por qué me lo pregunta? No me conoce en absoluto si cree que voy a vanagloriarme de haber roto con una mujer —respondió él con brusquedad.
La señorita Prim se mordió el labio y cambió de postura en su sillón. Aquello iba a ser difícil, muy difícil, extraordinariamente difícil.
—Estoy segura de que no lo hubiese hecho de no existir una razón poderosa. Y conste que también sé que no tengo derecho alguno a preguntárselo.
—En eso tiene usted razón. No tiene derecho alguno a preguntármelo.
En condiciones normales, la bibliotecaria habría terminado allí su interrogatorio. Profundamente avergonzada, se hubiese disculpado y habría corrido escaleras arriba en busca de un refugio seguro para su oprobio. Pero aquéllas no eran en absoluto unas condiciones normales. Aquella noche la señorita Prim se sentía poseída por una fiebre interrogadora que la impulsaba a seguir preguntando más allá de los límites que marcaba la cortesía, más allá de la misma prudencia, más allá incluso del sentido común. Deseaba saber la verdad, necesitaba saberla, no iba a cejar en su empeño hasta lograr conocerla.
—¿Fue por sus ideas? ¿Quizá porque usted es extremadamente religioso y ella no?
Él miró pensativo la taza que su empleada sostenía sobre las rodillas. Después sacudió la cabeza lentamente y sonrió.
—¿Ideas, Prudencia? Entonces ¿cree usted que la fe es una idea? ¿Cree que se trata de una ideología? ¿Algo así como la economía de mercado, el comunismo o la lucha por los derechos de los animales? —Su tono era ahora ligeramente burlón.
—En cierto modo, sí —replicó ella con altivez—. Es un modo de ver el mundo, una visión sobre cómo debe ser la existencia, además de una valiosa ayuda para suavizar las dificultades de la vida.
—¿De verdad piensa usted eso?
—Naturalmente. Y lo pienso, en parte, gracias a usted. ¿Por qué si no una persona tan sensata, inteligente y racional habría decidido intentar convertirse?
Él apoyó la cabeza entre las manos y esbozó una media sonrisa.
—¿Intentar? Es usted un verdadero diamante en bruto, señorita Prim.
—Eso no pretende ser un cumplido, ¿no es cierto? —murmuró ella con tristeza.
En lugar de responder, el hombre del sillón se levantó y se acercó a la chimenea. Cogió el atizador, reavivó el fuego y con la mirada fija en las llamas comenzó a hablar.
—Nadie
intenta
convertirse, Prudencia. Se lo dije una vez, pero está claro que no lo comprendió. ¿Ha visto alguna vez a un adulto cuando juega a dejarse atrapar por un niño? El niño tiene la impresión de que ha sido él quien ha capturado al adulto, pero todos los que contemplan el juego saben perfectamente lo que ha ocurrido en realidad.
—
Console-toi, tu ne me chercherais pas si tu ne m’avais trouvé
, ¿no es eso? —murmuró la bibliotecaria— «No me buscarías si no me hubieses encontrado ya».
—Exactamente. Veo que ha leído a Pascal. Nadie comienza esa búsqueda si no se ha encontrado ya con lo que busca. Y nadie encuentra lo que busca, a
El
que busca, si éste no toma la iniciativa de dejarse encontrar. Créame cuando le digo que se trata de una partida en la que todas las cartas están en una misma mano.
—Habla usted como si creer fuese algo irresistible, pero no es cierto. Se puede decir no. El niño puede decir al adulto: «No quiero jugar, déjame en paz».
El hombre del sillón apuró el fondo de la taza. Después se acomodó en su asiento y miró fijamente a su empleada.
—Por supuesto que se puede decir no. Y desde muchos puntos de vista, la vida es mucho más sencilla cuando se dice no. Lo normal es que incluso el que dice sí, mire hacia atrás y se dé cuenta de que ha dicho muchas veces no a lo largo de su vida.
La bibliotecaria levantó las cejas.
—¿La vida es mucho más sencilla cuando se dice no? La vida es mucho más sencilla y fácil de soportar cuando uno cree que no se acaba en un ataúd bajo tierra. No lo niegue, es puro sentido común.
Él se levantó y volvió a atizar el fuego.
—Como creencia teórica puede ser un comodín durante un tiempo, sin duda alguna. Pero las creencias teóricas no salvan a nadie. La fe no es algo teórico, Prudencia. Una conversión es algo tan teórico como un disparo en la cabeza.
La señorita Prim volvió a morderse el labio. La conversación no discurría por los derroteros que ella había previsto. Todo aquello resultaba muy revelador, pero ella no quería hablar de conversión, no le interesaba en absoluto hablar de religión. Lo único que deseaba saber es por qué ese tiro en la cabeza había acabado con la relación de su jefe con Herminia Treaumont.
—Entonces ¿fue por eso? —inquirió con terquedad—. ¿La dejó usted por eso?
Él la miró en silencio durante unos segundos, como si intentase adivinar qué había tras aquella pregunta.
—¿Le parecería absurdo si fuera así?
—Me parecería que en realidad no la amaba.
—No, en eso se equivoca —respondió con firmeza—. Sí que la amaba, la amaba profundamente. Pero llegó un día o quizá un momento, no lo sé, en que me di cuenta de que ella estaba dormida, mientras yo me encontraba plena, absoluta y totalmente despierto. Había trepado como un gato trepa a un tejado y veía extenderse ante mí un horizonte hermoso, terrible y misterioso. ¿Si la quería, dice? Claro que la quería. Quizá si la hubiese querido menos, quizá si me hubiese importado menos, no habría necesitado romper.
La señorita Prim, que había comenzado a sentir un dolor familiar en el estómago, se aclaró la voz antes de volver a hablar.
—Yo creía que las personas religiosas estaban más cerca de los demás que el resto de la gente.
—No puedo hablar por el resto, Prudencia. Sé lo que ha supuesto para mí y no pretendo hablar por nadie más. Ha sido mi piedra de toque, el paralelo que ha partido en dos mi vida y que le ha dado un sentido absoluto. Pero la engañaría si le dijese que ha sido fácil. No resulta fácil, y quien le diga lo contrario se engaña. Supuso un desgarro, una catarsis intelectual, una cirugía a corazón abierto. Como un árbol cuando lo arrancan de la tierra y lo plantan en otro lugar, como lo que uno piensa que debe experimentar una criatura cuando afronta la terrible belleza del nacimiento.
El hombre del sillón hizo una pausa.
—Y hay algo más —continuó—, algo que tiene que ver con la capacidad de mirar más allá del instante, con la necesidad de escudriñar el horizonte, de estudiarlo con el mismo celo con el que un marino estudia una carta de navegación. No se sorprenda, Prudencia, la mía es una historia vieja como el mundo. No he sido el primero y tampoco seré el último. Sé lo que está pensando. ¿Volvería atrás si pudiese? No, claro que no volvería atrás. ¿Puede acaso un hombre despierto querer vivir dormido?
La señorita Prim se cruzó la bata y se miró las manos enrojecidas por el calor. Así que, finalmente, todo era cierto. Qué ingenua había sido al pensar que aquello constituía únicamente una parte de su personalidad; qué poca perspicacia había tenido al no intuir que, fuese lo que fuese lo que había cambiado su forma de ser, se trataba de algo poderoso, algo profundo y perturbador. Herminia tenía razón. Nunca antes había visto esa mirada encendida en sus ojos. Nunca se había percatado de aquella expresión de fuerza, de convicción, de áspera y extraña alegría.
—Entonces no hay esperanza —murmuró con un suspiro—. ¿No es cierto?
Él la miró pensativo antes de contestar.
—¿Esperanza, Prudencia? Claro que hay esperanza. Yo tengo esperanza, mi vida entera es pura esperanza.
La bibliotecaria se levantó y recogió la bandeja con cuidado.
—Es muy tarde. Si no le importa, me voy a dormir. Estoy cansada y yo, al contrario que usted, esta noche carezco de esperanza.
Antes de que el hombre del sillón pudiese contestar, la señorita Prim había cerrado silenciosamente la puerta de la habitación tras de sí.
Prudencia Prim dobló cuidadosamente su kimono verde jade antes de meterlo en la maleta. En realidad, reflexionó con tristeza mientras guardaba un par de zapatos en una funda de algodón, el trabajo ya no la retenía allí. La biblioteca del hombre que la había contratado se encontraba perfectamente clasificada y ordenada. Los libros de historia estaban en los estantes de historia; los de filosofía, en los destinados a filosofía; la literatura y la poesía descansaban en el lugar adecuado; la ciencia y la matemática ocupaban al milímetro su espacio, y la teología —la gran pasión de aquella casa, la reina absoluta de la biblioteca— lucía imponente, pulcra y perfecta. Mientras observaba de vez en cuando el reflejo de sus ojos enrojecidos en el espejo, recordó su primera conversación, meses atrás, con el hombre que la había contratado.