—Prudencia —dijo—, me gustaría contarle algo. La he observado más de una vez en compañía de su jefe y creo que es más que posible que esa atracción que usted siente hacia él sea mutua, lo creo sinceramente.
La señorita Prim cogió lentamente una pasta de limón y se inclinó hacia delante como si hiciese un esfuerzo para oír mejor.
—¿Lo dice en serio? —preguntó—. Sé que son ustedes buenos amigos.
Lulú Thiberville abrió los ojos y tosió ruidosamente, lo que provocó que la anfitriona se levantase rápidamente para traerle un vaso de agua de la cocina.
—Somos buenos amigos, pero eso es ahora. Hace algunos años fuimos bastante más que amigos.
La señorita Prim envaró la espalda y cuadró la mandíbula.
—¡Oh!
—Por supuesto, eso fue hace mucho tiempo, todo terminó ya.
—¡Oh! —volvió a decir la bibliotecaria. Y haciendo un esfuerzo titánico por controlar su desazón, preguntó—: ¿Qué ocurrió?
Herminia Treaumont acercó su silla al fuego y tras hacer una pausa, como si realizase un gran esfuerzo por escoger las palabras, comenzó a hablar:
—No voy a darle detalles de la relación que mantuvimos porque no vienen al caso, pero sí considero importante decirle por qué rompimos. Estuvimos juntos durante una maravillosa época, pero al cabo de ese tiempo, el hombre del que yo estaba enamorada entonces se convirtió en el hombre que usted conoce ahora, y todo cambió.
—¿Le dejó usted?
—Me dejó él a mí.
La señorita Prim exhaló un casi imperceptible suspiro de alivio.
—No debería sentirse aliviada —aseveró la abeja reina, a quien no se le escapaba detalle alguno—. Si fuese usted un poco más sensata le preguntaría a Herminia por qué él la dejó.
—¿Por qué la dejó? —preguntó mansamente la bibliotecaria.
Un ruido suave en la puerta, que crujió al ser abierta, hizo que todas, excepto Lulú Thiberville, cuya artritis la obligaba a mantener una posición perpetuamente solemne, volviesen la cabeza. Un enorme gato gris de pelo largo entró en el salón, se acercó a la mesa y de un salto se subió al regazo de la anfitriona de la reunión, que sonrió con dulzura y comenzó a acariciar al animal. Entonces la voz de Herminia Treaumont sonó lejana, como si proviniese de un sueño.
—Porque yo no creía en lo que él comenzó a creer.
Durante unos instantes nadie dijo nada. En la habitación no se oía nada más que el tictac lento y acompasado del reloj que enmarcaba los acontecimientos de aquella tarde en el salón de Hortensia Oeillet. Fuera, la nieve había comenzado a aligerar su caída. Los copos eran más pequeños y ligeros, tanto que a veces parecían revolotear caprichosamente en el aire, empujados por el frío viento de febrero.
—Pero no puedo creer que ése haya sido el motivo —balbuceó al fin la bibliotecaria—. ¿Quiere decir que dejó a la mujer que amaba solo por esa razón?
—Quiero decir que cuando esa puerta se abrió ante él, todo lo que le unía a mí desapareció. Fue algo que le cambió la vida de un modo inaudito y que yo no pude o quizá no quise compartir. Oh, claro que lo intentamos, Prudencia, doy fe de que lo intentamos. Pero era tan evidente que él vivía en un mundo y yo en otro, que él hablaba un idioma y yo otro, que él veía…
—Por favor —interrumpió la señorita Prim irritada—. Por favor, no vuelvan a soltarme todo eso de que él veía cosas que los demás no conseguían ver.
—No en un sentido físico, desde luego que no —explicó Herminia con lentitud—. Lo que trato de decirle simplemente es que llegamos a un punto en que si él no me hubiese dejado, probablemente lo habría hecho yo.
La bibliotecaria se puso en pie y se acercó a la chimenea para atizar el fuego. Al hacerlo sintió sobre su espalda las miradas de las mujeres de la habitación. Solo Lulú Thiberville, hundida en el sillón con los ojos cerrados, parecía mantenerse al margen de la conversación.
—¿Lo que quiere decirme es que el hecho de que yo no crea en lo que él cree hará que no logre enamorarme realmente de él?
Herminia Treaumont acarició al gato con suavidad antes de contestar.
—No, querida, no. Lo que quiero decirle es que el hecho de que usted no crea en lo que él cree hará que nunca, jamás, él consienta en enamorarse realmente de usted.
«No puede ser», murmuró entre dientes la señorita Prim mientras salía a toda prisa de casa de Hortensia Oeillet. La velada había terminado de un modo desagradable. Era evidente que todas aquellas mujeres, a excepción de la anciana Thiberville, la miraban con lástima. Era evidente también que todas creían a pies juntillas el relato de Herminia Treaumont. Todas excepto ella, que se negaba a creer que un hombre inteligente e ilustrado pudiese permitir que sus ideas le separasen de la persona a la que amaba. Mientras hacía penosos esfuerzos por caminar sobre la nieve, cayó en la cuenta de que en aquel mismo instante tenía un problema todavía más urgente que resolver. ¿Cómo regresaría a casa con un tiempo como aquél? Su anfitriona había insistido en avisar a alguien para que la recogiese, pero la señorita Prim había manifestado firmemente su intención de no ser recogida. Ahora se daba cuenta de que había sido una insensata al marcharse así de casa de Hortensia. Debería haber esperado al jardinero de Lulú Thiberville, que hacía las veces de chofer y había quedado en recoger a la anciana a las ocho de la tarde.
Se había sentido humillada por la confesión de Herminia. Había resultado una confidencia inesperada y un gesto de incomprensible mal gusto. La señorita Prim creía firmemente que había ciertas cosas en la vida que jamás debían ser reveladas. Pero en caso de que fuese necesario hacerlo, ¿no era una charla privada el mejor medio? ¿No habría sido más correcto que Herminia hubiese aprovechado su visita al periódico para confesarle que había tenido una relación amorosa con el hombre que la empleaba? La señorita Prim no tenía dudas al respecto, como tampoco las tenía sobre el papel que su anfitriona debería haber desempeñado en el incidente. ¿No podía haberla advertido de lo que se avecinaba? ¿No podía haberle dicho que hablase en privado con Herminia? Estaba segura de que ése habría sido el modo adecuado de hacer las cosas.
Toda aquella historia era una estupidez, meditó mientras hacía esfuerzos sobrehumanos por cruzar la calle. No podía creer que su jefe se hubiese comportado de un modo tan vil. En ningún momento había mostrado hostilidad hacia ella por el hecho de que él pensase de un modo y ella, de otro. Nunca había hecho la menor insinuación acerca de que eso pudiese constituir un problema entre los dos. Aunque la relación que mantenían se ceñía oficialmente al vínculo entre patrón y empleada, extraoficialmente su trato había ido más allá. Las discusiones y conversaciones, las confidencias y los debates, todo ello superaba la barrera de un contrato. Y en todo ese tiempo nunca había experimentado la sensación de que él la despreciase o minusvalorase por el hecho de no profesar sus creencias.
Tal vez Herminia se había engañado a sí misma, reflexionó mientras trataba de protegerse de una ráfaga de viento helado. Era una mujer delicada, inteligente y sensible, pero eso no era un obstáculo frente al autoengaño. La señorita Prim tenía una teoría propia sobre el autoengaño según la cual éste se cebaba especialmente y con mayor crueldad en los miembros del sexo femenino. Ello no significaba que el hombre no pudiese caer en ese mecanismo psicológico, pero lo hacía de un modo mucho más superficial y considerablemente menos elaborado. El autoengaño en la mujer, meditó al tiempo que hacía esfuerzos por no resbalar en una cuesta del camino, era un arma introspectiva de enorme poder y sofisticación. Una suerte de monstruo marino con inmensos tentáculos que podían extenderse a lo largo de los años y envenenar no solo a su víctima, sino a otras muchas personas a su alrededor. Ella podía atestiguarlo; conocía el proceso por experiencia. Había visto cómo ese monstruo emergía de las profundidades de la mente de su madre y había contemplado cómo se había cernido, como un calamar gigante, sobre la vida de su padre.
—¿No es un día extraño para hacer turismo, mi imprudente Prudencia?
La bibliotecaria apreciaba sinceramente la amistad de Horacio Delàs, pero nunca hasta esa noche había caído en la cuenta de hasta qué punto era cierto.
—¡Horacio, no puede imaginarse la alegría que me produce verle!
Su amigo se rió ruidosamente y a continuación le ofreció el brazo.
—No vaya a creer que acostumbro a pasear en noches como ésta. Hortensia me ha llamado y me ha dicho que a estas alturas probablemente estaría ya tirada en una cuneta.
La señorita Prim sonrió aliviada.
—Ha sido una estupidez por mi parte.
—Y por lo que me han contado, no es la primera vez que ocurre.
—No —contestó bajando la cabeza.
—Vamos, no se entristezca, querida. Puedo ofrecerle un buen fuego y una cena caliente. Usted sabe que no conduzco, así que el transporte no entra en la oferta, pero llamaremos a la casa para que envíen al jardinero a buscarla después de cenar. Ahora necesita calentarse un poco, descansar y comer.
La bibliotecaria no contestó, pero se dejó conducir dócilmente calle abajo hasta la casa de su amigo. Éste abrió la puerta de su amplio jardín repleto de camelios y condujo a su invitada a través del sendero. El edificio de piedra, como el resto de las casas de San Ireneo, desprendía luminosidad a través de sus ventanas, como si invitase al caminante a hacer un alto y entrar. Después de asearse, cambiar sus botas por unas viejas zapatillas varios números mayores que el suyo y degustar una buena cena acompañada de un vino excelente, la señorita Prim fue invitada a sentarse en un sillón frente a la chimenea y disfrutar de una taza de té.
—Podría decir que estoy en la gloria, Horacio. No sabe lo bien que me siento, me quedaría aquí toda la noche.
Su anfitrión, que saboreaba un vaso de whisky, sonrió complacido.
—Puede usted hacerlo, aunque no creo que fuese del agrado de su jefe. Enviará a buscarla en una hora.
—No, no creo que lo fuese —respondió la bibliotecaria riéndose—. ¿Por qué todos los habitantes de San Ireneo son tan buenos anfitriones? Nunca faltan dulces, pasteles o asados deliciosos, un buen fuego y conversación animada en sus reuniones.
—Son los vetustos placeres de la vieja civilización, Prudencia.
—Supongo que sí —suspiró ella mientras dejaba caer las enormes babuchas y acercaba sus pies desnudos al fuego, cuyo crepitar era el único sonido en la habitación.
A través de las ventanas podía verse caer la nieve, que ahogaba los improbables sonidos que pudiesen escucharse en el pueblo a aquella hora. La señorita Prim fijó la vista en el fuego. Empezaba a calibrar el verdadero alcance de lo que había pensado, dicho y escuchado a lo largo del día. Y el resultado no le agradaba.
—Creo que hoy he hecho una verdadera tontería —dijo como si hablase consigo misma.
—¿Se refiere a intentar volver sola a casa? No es para tanto, no ha pasado nada. No vale la pena darle más vueltas.
—Me refiero a haber confesado públicamente que me siento atraída por el hombre para el que trabajo, cuando en este momento no tengo claro que ello sea cierto.
La bibliotecaria creyó que su anfitrión no había oído sus palabras, pero pronto se dio cuenta de que estaba equivocada.
—He sido una estúpida, ¿no es cierto?
Horacio Delàs se sirvió otros dos dedos de whisky antes de contestar.
—Yo no diría estúpida, naturalmente, pero sí un poco imprudente.
Su invitada sonrió sin apartar la vista del fuego.
—¡Qué diferentes son ustedes dos! Él no habría tenido piedad conmigo.
—Claro que la hubiese tenido, Prudencia, no sea tan dura con él. Le conozco lo suficiente para saber que nunca le haría daño deliberadamente.
—¿Eso es una advertencia? —preguntó ella con altivez.
—En absoluto, por supuesto que no. Yo no conozco sus sentimientos, querida, no puedo decirle si siente algo más que simpatía e interés por usted. ¿Pero no acaba de decirme que ya no está segura de que sienta esa atracción de la que habla?
La bibliotecaria desvió la mirada y no contestó.
—Ya veo —dijo su amigo—. En ese caso me temo que no le queda otro remedio que averiguar si es usted correspondida.
—O más bien si existe algún impedimento para que lo sea.
—Ahora sí que no la sigo —apuntó él mirándola con curiosidad.
En pocas palabras, la señorita Prim narró las incidencias del cónclave extraordinario.
—¿Cree que puede ser cierto? ¿No le parece que de ser cierto sería el colmo de la intolerancia y del fanatismo? ¿Le parece posible? Usted le conoce bien.
—Le conozco bien, pero no estoy en su piel, amiga mía. Me temo que la única forma de obtener una respuesta al respecto es preguntárselo.
—¿Preguntárselo? Pero eso es imposible, eso sería como confesarle mis sentimientos; es completamente absurdo.
—No tan deprisa, Prudencia. ¿No me ha dicho usted que ése fue el motivo por el que rompió con Herminia?
La bibliotecaria asintió con un gesto de cabeza.
—Pues es de Herminia de quien tiene que hablar, no de usted. Es de la relación que mantuvo con ella de lo que debe hablar. Creo que ése es el primer tramo del camino y creo que debe iniciarlo cuanto antes. No hará falta que le diga que le deseo toda la suerte del mundo en la tarea.
La señorita Prim calló pensativa durante unos instantes. Después, retiró los pies del fuego, se puso despacio las medias y las botas y miró con seriedad a su anfitrión.
—Tiene usted una mente maravillosamente femenina, Horacio. No, no proteste, por favor, sé que no lo considera un cumplido. Pero el caso es que yo sí lo considero un cumplido; lo considero un gran y absoluto cumplido.
Antes de que su amigo pudiese replicar, la campana de la puerta comunicó a ambos que el jardinero esperaba y la velada había llegado a su fin.
La señorita Prim durmió mal aquella noche. No acertaba a comprender cómo había podido ser tan impulsiva. Lejos de sentirse aliviada por haber confesado por fin que su jefe le importaba más de lo que nunca se había atrevido a reconocer, se sentía agitada. No podía dejar de pensar que una vez expresado con palabras, lo que sentía parecía haber adquirido tintes desproporcionados. Las mujeres de San Ireneo de Arnois, aunque bienintencionadas, habían interpretado sus sentimientos como una declaración de amor, casi como una propuesta de matrimonio. ¿Por qué otra razón una anciana como Lulú Thiberville habría querido instruirla en los fundamentos de la vida marital? La bibliotecaria se agitó angustiada ante la perspectiva de que las damas de San Ireneo comenzasen a trabajar para casarla con el hombre del sillón. ¿Es que nadie las había informado nunca de que no todas las atracciones entre hombre y mujer desembocan en una relación sentimental? ¿Es que a esas alturas no sabían, siquiera, que no todas las relaciones sentimentales tienen como fin el matrimonio? La señorita Prim había ido suavizando su juicio sobre el vínculo conyugal, pero ello no significaba que hiciese de él un absoluto. Además, había que tener en cuenta otros factores. ¿Y si su jefe se enteraba de la celebración de aquel cónclave femenino en casa de Hortensia? ¿Y si en el fondo se había equivocado y él no sentía el más mínimo interés por ella?