—Debería hacer más ejercicio, está muy congestionada.
—¡Oh! —dijo ella, preguntándose por enésima vez por qué aquel hombre parecía incapaz de apreciar la diferencia entre ser sincero y decir inconveniencias.
Hacía frío en el jardín, un frío intenso y desolador, cuando ambos comenzaron a andar hacia la parte sur, donde un viejo cenador de madera albergaba herramientas de jardinería, viejos tiestos vacíos, trastos inútiles de todas las formas y tamaños, una mesa pintada de blanco y cuatro alambicadas sillas de jardín que llevaban más años en la casa de lo que nadie podía recordar.
—¿Por qué no arregla este cenador? —preguntó la señorita Prim al tomar asiento en una de ellas.
—Porque me gusta así.
—¿Por qué? —En algún lugar de su interior la bibliotecaria escuchó un rumor de sables.
Él la miró en silencio, como si calibrase si aquélla era un pregunta inocente o más bien una provocación.
—¿Por qué… qué?
—¿Por qué le gustan solo las cosas viejas?
—Eso no es exactamente cierto. Hay cosas nuevas que me gustan.
—¿De verdad? —preguntó ella—. Dígame una.
Su anfitrión exhibió aquella sonrisa que la señorita Prim había aprendido ya a interpretar.
—Usted, por ejemplo.
Ella suspiró con fingido desaliento.
—No sé si tomarme eso como un cumplido. Celebro que no me considere usted vieja, pero no tengo tan claro que me halague ser considerada una cosa.
El hombre del sillón se echó a reír y, al hacerlo, la bibliotecaria sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Bajó la cabeza y cuando la levantó, su mirada se encontró con la de él.
—Lo siento —dijo—. Me entristece la idea de irme.
—¿De verdad?
La señorita Prim le miró con una mezcla de reproche y sorpresa.
—Por supuesto que sí —insistió con la mirada brillante de emoción.
—Me alegro de saberlo —replicó él—, porque yo también siento que se vaya. Ha sido usted una contrincante magnífica, además de una gran compañera. Echaré de menos nuestras discusiones.
La bibliotecaria bajó los ojos y sonrió con malicia.
—No sea embustero. Sabe perfectamente que no soy una oponente para usted. Siempre me ha ganado en las discusiones, siempre ha retorcido mis argumentos y siempre ha tenido la virtud de sacarme de mis casillas.
—¿La virtud? —preguntó él con una sonrisa burlona.
—La virtud —dijo ella mirándole fijamente—. Cuando llegué aquí me costaba aceptar un punto de vista diferente del mío. Me temo que en eso me parezco a usted.
—Pues yo, en cambio, debo reconocer que, a fuerza de ataques, me ha ayudado usted a entender ciertas cosas.
Cerrando los ojos a la tentación de responder que ella jamás había atacado a nadie, la señorita Prim se enderezó suavemente en la silla y se inclinó sobre la mesa como si se dispusiese a escuchar algo muy interesante.
—¿Como qué? —preguntó.
—Como todo lo que usted llama delicadeza, supongo.
—Eso es una verdadera sorpresa —dijo ella con satisfacción—. Tenía la impresión de que usted despreciaba la delicadeza.
—No es cierto.
—Pensaba que la consideraba, ¿cómo decirlo?, una cualidad blanda.
—La considero un atributo femenino. —La bibliotecaria hizo una mueca—. Pero ello no quiere decir que no crea que puede, e incluso que debe, estar presente en el carácter de un hombre.
—Pero no lo está en el suyo.
—No, no lo está en el mío. Por eso ha sido muy enriquecedor para mí conocerla.
Ambos permanecieron en silencio unos minutos, mientras contemplaban caer la nieve a través de los ventanales del viejo cenador. Después, la señorita Prim volvió a hablar.
—Quisiera darle las gracias.
—¿Por qué?
—Por nada y por todo. Tengo la sensación de que debo hacerlo, de que seguramente en algún momento me daré cuenta de que debí haberlo hecho, y no quiero que cuando ello ocurra, sienta que he dejado pasar esa oportunidad. ¿Me comprende?
—En absoluto —dijo él con tranquilidad.
La bibliotecaria le contempló desalentada y se preguntó cómo era posible que en un mismo ser humano pudiesen coexistir una inteligencia tan brillante con aquella exasperante, férrea y roma insensibilidad. Desde su punto de vista, lo que acababa de expresar resultaba perfectamente comprensible. Media humanidad, si no toda ella, había sentido en algún momento el impulso, la intuición, el convencimiento de que debía agradecer algo a alguien. Pero muchos habían dejado que ese agradecimiento muriese en sus labios; y la señorita Prim no deseaba ser uno de ellos.
—Es usted una persona extraña. Carece absolutamente de empatía —dijo.
—Y sin embargo, usted me aprecia —replicó él.
—La vanidad es otro de sus grandes defectos —continuó ella sin inmutarse—. Yo diría que le respeto, con eso está suficientemente expresado.
El hombre del sillón la contempló con una sonrisa.
—Pero aun así somos amigos —dijo mirándola a los ojos.
—Lo somos —respondió ella con suavidad. Y luego, en uno de aquellos arranques emotivos que la sacudían de vez en cuando y le hacían decir cosas de forma abrupta y casi sin respirar, añadió—: ¿Realmente cree usted que el amor entre dos personas diferentes es imposible?
Él se levantó y entornó la puerta del viejo cobertizo para evitar que el viento hiciese entrar la nieve.
—Yo nunca he dicho eso —respondió lentamente mientras se sentaba—. No, no creo que sea imposible. Yo diría que es muy común.
—Pero usted —balbuceó la señorita Prim preguntándose qué clase de extraña imprudencia se había apoderado de ella para consentir en decir algo semejante—, usted y Herminia…
—¿Rompimos por ser muy diferentes? —El hombre del sillón sacudió la cabeza a ambos lados—. No lo ha entendido, Prudencia. No ha entendido usted en absoluto lo que traté de explicarle el otro día sobre ese asunto.
—Tal vez no se explicó bien —replicó ella fríamente, molesta ante la idea de ser clasificada como una persona que no entiende nada en absoluto—. Tal vez fue demasiado críptico.
—Bien, pues voy a hacerlo fácil entonces.
La señorita Prim se preguntó si en defensa de su propia dignidad no debería protestar ante aquella condescendencia pedagógica, pero como solía ocurrirle en las conversaciones con su jefe, la curiosidad venció abrumadoramente a la propia dignidad.
—Le escucho.
—Imagínese por un momento que usted y yo, dos personas muy diferentes, decidiéramos ir juntos a San Petersburgo. ¿Me sigue?
—Perfectamente.
—Convendrá conmigo en que probablemente discutiríamos durante todo el camino.
—Muy probablemente.
—Yo querría alojarme en monasterios y departir con viejos
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, mientras que usted insistiría en reservar hoteles bien acondicionados y absolutamente limpios. Yo querría callejear por pequeños pueblos y aldeas insignificantes antes de llegar a nuestro destino; usted seguramente llevaría el recorrido muy planificado y le resultaría molesto detenerse en lugares sin apenas interés histórico o artístico. Pero pese a todas esas dificultades, antes o después, usted y yo llegaríamos juntos a San Petersburgo.
—¿Y bien? —dijo la bibliotecaria con los codos apoyados en la mesa.
—Déjeme continuar, estoy tratando de no ser críptico. Ahora imagínese que usted y yo decidimos emprender otro viaje. Pero esta vez usted quiere ir a San Petersburgo y yo deseo ir a Tahití. ¿Qué cree que ocurriría?
La señorita Prim esbozó una sonrisa triste.
—Que tarde o temprano nuestros caminos se separarían —dijo.
—Veo que ahora lo ha entendido.
—A menos —murmuró la bibliotecaria tras una larga pausa—, a menos que yo le convenciese a usted de ir a San Petersburgo y no a Tahití.
Él se quitó los guantes y la miró intrigado.
—Pero eso es parte del problema, Prudencia. Yo no quiero que nadie me convenza de ir a San Petersburgo y, si tuviese la más mínima duda de que alguien pudiese conseguirlo, me cuidaría mucho de arriesgarme.
—Pero es que también —la señorita Prim hizo un esfuerzo por encontrar las palabras—, también podría usted convencerme a mí de ir a Tahití.
El hombre del sillón calló durante un instante que a la bibliotecaria le pareció eterno.
—Yo iría al fin del mundo con tal de convencerla a usted de ir a Tahití —dijo con una extraña intensidad en la voz—. Haría todo lo que estuviese en mi mano, absolutamente todo, por convencerla. Pero creo que nuestro viaje sería un fracaso, un terrible fracaso, si usted no tuviese claro que quiere conocer Tahití antes de empezar.
—Usted nunca ha querido convencerme de ir a Tahití —dijo ella en voz baja.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Cómo sé qué?
—¿Cómo sabe que no he querido?
—Porque nunca me ha forzado a nada ni me ha presionado respecto a nada. No ha hecho usted nada por convencerme. Probablemente por eso somos amigos; siempre ha respetado mis opiniones.
El hombre del sillón se recostó en la vieja silla de hierro del cenador.
—Es cierto, no la he forzado a nada y tampoco la he presionado respecto a nada. Pero si no lo he hecho, es porque he pensado que habría sido contraproducente hacerlo, no por ninguna otra razón. No me atribuya méritos, ya que eso es un mérito para usted, que no tengo.
—Sea por la razón que sea —replicó la bibliotecaria—, no ha intentado usted ir al fin del mundo para convencerme de ir a Tahití.
—¿Usted cree? —preguntó él con una sonrisa—. Quizá algún día se dé cuenta de que se puede ir al fin del mundo sin salir de una habitación, Prudencia.
—Ahora vuelve usted a ser críptico —replicó ella y, tras hacer una pausa, dijo con aire malicioso—: Dígame una cosa, si yo hubiese querido ir a Tahití, si nunca hubiese pensado en ir a San Petersburgo, ¿se habría atrevido a pedirme que hiciésemos ese viaje juntos?
El hombre del sillón bajó la cabeza y esbozó una sonrisa.
—¿Y usted? —preguntó en voz baja mirándola a los ojos—. ¿Habría venido usted?
La bibliotecaria abrió la boca para contestar, pero antes de que pudiese hacerlo, un rostro maduro y hosco se asomó por la puerta.
—Es hora, señorita.
La señorita Prim, con el rostro encendido, se levantó al mismo tiempo que su jefe. Éste le tendió la mano y le dijo:
—En San Petersburgo hace mucho frío, Prudencia. Lo sé porque ya he estado allí. Pero tal vez algún día… —vaciló.
La bibliotecaria se dirigió despacio y en silencio hacia la puerta. Antes de cruzarla, se dio la vuelta y contempló por última vez al hombre del sillón, de pie, bajo la puerta del viejo cenador.
—No lo creo —murmuró.
La señorita Prim no se volvió para contemplar por última vez la casa y el jardín. De acuerdo con sus deseos, expresados con la firmeza de una orden militar, ni los niños, ni la cocinera, ni las muchachas del pueblo, ni siquiera el hombre del sillón acudieron a despedirla a la puerta. A la señorita Prim no le gustaban las despedidas. Pese a todas aquellas injustas acusaciones de sentimentalismo, era muy consciente de que no le gustaban las escenas emotivas, no sabía manejarlas, no acertaba nunca con el tono preciso para abordarlas. A él no le ocurría aquello, meditó mientras se arrebujaba en el asiento trasero del coche y miraba a hurtadillas el serio rostro del jardinero. Él sabía siempre, o casi siempre, cómo comportarse. Era capaz de mantener la mirada, la sonrisa o la seriedad justa en cada instante. La señorita Prim creía que ello tenía que ver con sus modales. No aquellos modales que pueden adquirirse leyendo reportajes en revistas y semanarios, tampoco los modales que suelen encontrarse en los libros sobre protocolo y etiqueta, ni siquiera los modales de que hacen gala las personas que presumen de tener buenos modales. Nada de ello tenía que ver con aquello que él poseía. Tal vez porque lo que él tenía y ella apreciaba no consistía en algo que se pudiese leer, estudiar o imitar. No se enseñaba y tampoco se aprendía, simplemente se respiraba. Parecía tan natural, tan sencillo, tan íntimamente unido al que lo exhibía que solo después de algún tiempo, solo tras unas semanas o incluso unos meses, uno caía en la cuenta de lo sereno y armonioso de aquel comportamiento. Ni los semanarios, ni los libros de protocolo, ni los cursos por correspondencia podían competir con esa clase de modales. Era un código perfeccionado por siglos de práctica, respirado desde la cuna, inspirado en los olvidados albores del amor cortés y la caballería.
Mientras meditaba sobre aquello, el coche conducido por el jardinero dobló un recodo de la carretera y dejó ver la enorme y sólida estructura de la abadía de San Ireneo. La bibliotecaria contempló sus viejos muros de piedra, admiró la belleza regular de sus líneas y a continuación consultó su reloj. Le sobraba tiempo para llegar a la estación. Había salido con casi dos horas de antelación, cuando el trayecto hasta allí en automóvil no consumía más de media. La señorita Prim era una firme defensora no ya de la puntualidad, sino y, sobre todo, de la previsión. En honor a la previsión había decidido ir a la estación con dos horas de antelación y para gloria de la previsión, en aquel momento, en aquel justo instante, sin saber por qué y sin saber siquiera cómo, acababa de experimentar un intenso deseo de conocer al viejo monje que habitaba aquellos muros. Aquel anciano que durante el largo y frío invierno en San Ireneo de Arnois había cuidadosamente decidido evitar.
—¿Podríamos detenernos un momento en el monasterio? —preguntó al jardinero.
—Naturalmente, señorita. ¿Acaso quiere usted comprar algo de miel?
—No —respondió mirando al hombre a través del espejo retrovisor—. En realidad, me gustaría hablar un momento con el
pater
.
—¿Con el
pater
? —preguntó éste con extrañeza—. ¿Está usted segura?
—Muy segura —dijo ella elevando su barbilla con firmeza—. ¿Podría usted ayudarme?
—No faltaba más —aseguró el jardinero mientras tomaba el desvío que bordeaba los campos de labor y llevaba directamente hasta la puerta de la abadía.
Tras unas gestiones con el monje encargado de la portería, la señorita Prim cruzó la puerta del monasterio y fue conducida a la hospedería, donde le pidieron que esperase unos minutos. Allí contempló las desnudas paredes de la estancia hasta que un joven monje con un delantal de trabajo sobre el hábito la saludó con una sonrisa y la invitó a seguirle hasta la huerta.