—Está tomando el fresco —dijo como única explicación y sin reparar en lo incongruente de sus palabras en una mañana en la que el termómetro marcaba varios grados bajo cero.
Tras atravesar un largo corredor, cruzar un austero y silencioso claustro y adentrarse en la pequeña huerta, la bibliotecaria fue conducida hasta un rincón en el que un hombre muy anciano se hallaba sentado.
—La señorita Prim ha venido a verle —dijo el joven religioso antes de indicar con un gesto a la bibliotecaria que se acercase.
El anciano se incorporó, despidió con una suave sonrisa al monje e invitó a la visitante a sentarse a su lado.
—Siéntese, por favor —murmuró—, la estaba esperando.
—¿Esperarme? —preguntó ella con la inquietud de quien sospecha que está siendo confundido con otra persona—. No sé si sabe usted quién soy, padre, me llamo Prudencia Prim y he estado trabajando varios meses como bibliotecaria en…
—Sé perfectamente quién es usted —la interrumpió suavemente el monje— y la esperaba. Ha tardado mucho.
La señorita Prim contempló el arrugado rostro del anciano y su frágil y delgado cuerpo y se preguntó si aquel hombre estaría en sus cabales.
—Ellos me han hablado mucho sobre usted —dijo mirándola con unos ojos en los que ésta creyó adivinar una sombra de regocijo.
—¿Ellos? ¿Se refiere usted al hombre para el que trabajo?
—Me refiero a toda la gente que la conoce y que la aprecia.
La bibliotecaria enrojeció de satisfacción. Jamás se le hubiese ocurrido que alguien pudiera haber ido a visitar a aquel monje nonagenario para hablarle sobre ella. No había pensado nunca que su presencia pudiese atravesar aquellos férreos muros y penetrar en la silenciosa y profunda rutina del anciano benedictino. Antes de que pudiese volver a hablar, el monje dijo:
—Se marcha usted a Italia.
La señorita Prim contestó que, en efecto, así era.
—¿Por qué?
—¿Por qué?
—Eso es.
La bibliotecaria frunció ligeramente el ceño. Se resistía a explicar todas las razones y vicisitudes que habían motivado su marcha. Todo aquello formaba parte de su vida privada y ella no tenía motivo alguno para hacer participar a aquel anciano de su vida privada. Por otra parte, ¿cómo explicar por qué se iba? Aún más, reflexionó de pronto, ¿sabía realmente por qué se iba?
—Supongo que no lo sé del todo. Si pregunta a la gente que me conoce recibirá muchas respuestas. Unos le dirán que me voy porque he sufrido un desengaño sentimental, otros le explicarán que me voy porque necesito desprenderme de cierta dureza moderna y aun habrá algún grupo que asegurará que voy en busca del matrimonio.
El monje sonrió de pronto, y su sonrisa, franca y serena, hizo relajarse de inmediato a su invitada.
—Y usted —volvió a insistir con suavidad—, ¿por qué cree que se va?
—No lo sé —respondió ella con sencillez.
—Las personas que abandonan un lugar sin motivo o bien huyen de algo o buscan algo. ¿En cuál de esos dos grupos cree estar usted?
La bibliotecaria meditó largamente la respuesta. Cuando volvió a hablar, observó que el anciano tenía los ojos cerrados.
—Me parece que en ambos —dijo en voz baja ante el temor de que se hubiese quedado dormido—, tal vez eso sea lo que deba averiguar.
El monje abrió los ojos lentamente y contempló la huerta cubierta de nieve.
—Permítame que le pregunte algo —dijo, como si no hubiese oído las últimas palabras de su visitante—: ¿cómo cierra usted las puertas? ¿Las deja entreabiertas, las empuja suavemente o tal vez las cierra de golpe?
La señorita Prim abrió los ojos sorprendida, pero inmediatamente recuperó la compostura. Ahora estaba segura, aquel anciano había perdido la cabeza.
—Creo que las dejo entreabiertas o las empujo suavemente. Nunca doy portazos, eso desde luego.
—A los cartujos, durante su noviciado, se les enseña a cerrar las puertas volviéndose para activar cuidadosamente su mecanismo, sin empujarlas ni dejar que se cierren solas. ¿Sabe por qué se les exige eso?
La señorita Prim respondió que no acertaba a imaginárselo.
—Para que aprendan a no apresurarse, para que aprendan a realizar una cosa detrás de la otra, para entrenarlos en la mesura, en la paciencia, en el silencio y la observancia de cada gesto. —El anciano hizo una pausa—. Se preguntará usted por qué le cuento esto. Se lo cuento porque ése es el espíritu con el que hay que emprender un viaje, cualquier viaje. Si lo realiza apresuradamente, sin reposo ni pausa alguna, volverá sin encontrar lo que busca.
—El problema —respondió la bibliotecaria después de meditar aquellas palabras— es que yo no sé qué estoy buscando.
El monje la miró con ojos compasivos.
—Entonces quizá el viaje le permita averiguarlo.
La señorita Prim suspiró. Había temido que el viejo monje tratase de adivinar los agujeros negros de su vida, había temido que la taladrase con la mirada y adivinase hasta el más oscuro de sus secretos. Pero aquel hombre no era nada más que un viejecito amable y cansado, no el terrible visionario con un pie en cada mundo que ella había temido encontrar.
—Me habían dicho que era usted capaz de leer en las conciencias. Me advirtieron que me diría cosas que me sorprenderían y me turbarían —dijo de pronto.
El anciano se estremeció bajo el viejo hábito y después habló con una extraña dulzura.
—Hace muchos años, cuando yo era solo un joven, tuve un maestro. Él me enseñó que el sacerdote, todo sacerdote, debe ser siempre un caballero.
La bibliotecaria parpadeó sin comprender.
—Ha venido usted aquí con el temor de que yo le dijese algo que la asombrase, la turbase o la agitase. ¿Qué clase de cortesía sería la mía si hubiese obrado así la primera vez que viene a verme y sin haberme pedido apenas consejo? No tenga miedo de mí, señorita Prim. Estaré aquí para usted. Estaré aquí esperando a que encuentre lo que busca y a que regrese dispuesta a contármelo. Y puede estar segura de que estaré con usted, sin salir de mi vieja celda, incluso mientras lo busca.
—Se puede ir al fin de mundo sin salir de una habitación —murmuró la bibliotecaria.
—Me han dicho que valora usted la delicadeza y que añora la belleza —continuó el anciano—. Busque entonces la belleza, señorita Prim. Búsquela en el silencio, búsquela en la calma, búsquela en medio de la noche y búsquela también en la aurora. Deténgase a cerrar las puertas mientras la busca, y no se sorprenda si descubre que ella no vive en los museos ni se esconde en los palacios. No se sorprenda si descubre finalmente que la belleza no es un qué, sino un quién.
La bibliotecaria miró el rostro del anciano benedictino y se preguntó qué habría podido enseñarle si hubiese aceptado ir a verle antes, tal y como le había sugerido su amigo Horacio. Después, el frío intenso la hizo mirar el reloj. Se hacía tarde y el tren esperaba.
—Me temo que debo irme —dijo—. Le agradezco sus palabras, pero se hace tarde y tengo que llegar a tiempo a la estación.
—Váyase —dijo el anciano—, no debe llegar tarde. No es forma de comenzar un viaje tan importante como el que va usted a emprender.
La señorita Prim se puso de pie y se despidió con calurosa cortesía. Luego echó a andar hacia el edificio de la abadía, pero antes de terminar de cruzar la huerta volvió sobre sus pasos y preguntó al anciano, que seguía sentado en el banco:
—
Pater
, quisiera preguntarle algo. Durante estos meses he escuchado decir muchas cosas sobre el amor y el matrimonio. Me han dado muchos consejos, me han expuesto una multitud de teorías. Dígame, ¿cuál es, a su juicio, el secreto de un matrimonio feliz?
El monje abrió los ojos como si aquélla fuese la primera vez que escuchaba una pregunta semejante. Sonriendo, se levantó con dificultad y se acercó despacio a la bibliotecaria.
—Como comprenderá fácilmente, yo no puedo saber mucho de eso. En realidad, ningún hombre dedicado a Dios desde su primera juventud, como es mi caso, puede hacerlo. Seguramente las personas que le han dado esos consejos saben lo que es el matrimonio y pueden decir de él muchas más cosas de las que yo pueda decir. Y sin embargo…
—¿Sin embargo? —preguntó la señorita Prim, dolorosamente consciente de la velocidad del minutero de su reloj.
—Sin embargo, creo poder decirle lo que constituye el corazón sobrenatural del matrimonio, aquello sin lo que éste no puede llegar a ser más que un castillo de naipes colocados con mejor o menor fortuna.
—¿Y es? —insistió la bibliotecaria, impulsada por el febril deseo no ya de dejar puertas entreabiertas, sino de cerrarlas a portazos.
—Y es, querida niña, que el matrimonio no es cosa de dos, sino de tres.
Atónita ante aquella respuesta, la señorita Prim abrió la boca para replicar, pero el recuerdo del reloj se lo impidió. Estrechó la mano al viejo monje, dio media vuelta y abandonó apresuradamente la abadía de San Ireneo rumbo a la estación de tren.
Prudencia Prim apuró los escalones de salida de la cripta de la basílica de San Benedetto y, tras retirar el cordón carmesí que separaba la entrada del resto del edificio, salió al exterior. El frescor de la mañana le dio en el rostro mientras bajaba los escalones y se adentraba en la plaza principal de Norcia. Los puestos del mercadillo todavía estaban cerrados o empezaban poco a poco a desperezarse, a la espera de ofrecer a los primeros viandantes pequeños recuerdos de artesanía local. En las tiendas de
norcineria
, abarrotadas de toda clase de embutidos,
prosciutti
, mortadelas, salchichones y otros productos como lentejas, pastas de todas las formas y colores, arroces y las más deliciosas trufas, los comerciantes levantaban rejas, descorrían cerrojos, abrían puertas y adornaban el exterior de sus negocios con cestas y atractivas muestras de sus géneros. El Consistorio, con la bandera de Italia ondeando al viento, y, frente a éste, el recio edificio que albergaba el Museo Eclesiástico de Castelluccio, eran lugares deliciosamente familiares para ella. Y sin embargo, solo llevaba dieciséis semanas viviendo allí.
Era una mañana de viernes, y la señorita Prim, como tenía por costumbre, dobló la esquina de la basílica, bajó la calle y se dirigió a la pequeña terraza del bar Venecia a desayunar. Animada por la perspectiva de disfrutar de un refrigerio abundante, se sentó a una mesa, cogió la carta y acarició con la mirada las ofertas de
prosciutto
y cabeza de jabalí. Cuando el camarero salió a tomar nota de su pedido con la sonrisa afable con que la recibía todas las mañanas, la bibliotecaria suspiró satisfecha.
—
Buongiorno, signorina
.
—
Buongiorno
, Giovanni.
—
Cappuccino
?
—
Cappuccino
—asintió—. Y algo de ese
prosciutto
excelente que siempre tiene.
El hombre la contempló con gesto de duda.
—
Prosciutto
? No lo creo, debe de estar usted equivocada.
La señorita Prim le miró con sorpresa. Abrió la boca dispuesta a replicar, pero en lugar de eso esbozó una sonrisa azorada.
—Por supuesto que no, Giovanni, qué despistada soy.
—¿Unas tostadas con queso fresco y mermelada?
—Eso estará bien.
La bibliotecaria se acomodó en su silla y entrecerró ligeramente los ojos. Había llegado a principios de mayo, justo a tiempo para disfrutar del esplendor de la primavera. Aquella primavera que cada año inundaba de flores el Piano Grande de los Montes Sibilinos, una enorme llanura encerrada entre montañas que se extendía como un lago silencioso a escasos kilómetros de Norcia. Aconsejada por la propietaria de su hotel, la bibliotecaria había subido una mañana el altiplano y contemplado la grandiosa belleza de aquella inacabable alfombra tejida por millares de amapolas, pequeñas margaritas, tréboles y violetas, dientes de león, ranúnculos de color amarillo, rosa y rojo, gentianellas azuladas, campanillas y muchas otras especies silvestres. Aquella mañana la señorita Prim pisó la alfombra y también se sentó en ella, paseó maravillada entre las flores, se arrodilló e incluso, quién lo hubiera dicho, hasta se recostó. Desde allí divisó con ojos deslumbrados la diminuta y aislada aldea de Castelluccio, que a modo de un reino perdido en una tierra encantada, emergía de aquel esplendor como una isla emerge del mar.
Y, sin embargo, no fue esa explosión de naturaleza el imán que logró retenerla allí. No fueron las viejas montañas de los Sibilinos, el rojo intenso de las amapolas ni los esbeltos cipreses plantados en campos de trigo. Tampoco las serenas miradas de los monjes ni la austera luminosidad de sus cantos. Fue mucho más que todo aquello y un poco de todo ello lo que la hizo detenerse en aquel lugar.
Había cruzado Italia de norte a sur y de este a oeste. Se había empapado de la grandeza de las ciudades y del esplendor de los paisajes. Había claudicado ante las deslumbrantes rivieras de Liguria y de Amalfi; había paseado por las orillas lombardas; se había rendido a la armonía de Florencia, a la belleza de Venecia, al espíritu de Roma. Había sido atrapada por el bullicio de Nápoles y perdido la noción del tiempo en las costas de Cinque Terre; había disfrutado de la luminosidad de Bari y deambulado bajo la sobriedad de Milán. Durante dos largos meses recorrió callejuelas, puertos, palacios, campos y jardines; vagó por pueblos de Toscana y paseó por tierras de Piamonte. Pero solo en Umbría, solo en aquel rincón de Umbría, decidió detenerse por fin a deshacer sus maletas.
—Qué cosa tan pequeña y tan grande es la felicidad —murmuró mientras devoraba las tostadas de queso fresco y mermelada y sorbía despacio el capuchino.
Tenía que planificar el día. Había pensado dedicar la mañana a responder el correo —la señorita Prim era una de las escasas huéspedes del hotel, si no la única, que todavía enviaba y recibía correo postal— y la tarde a visitar Spoleto. Qué agradable perspectiva la de poder pasar las horas sentada en una terraza, observando a la gente, leyendo a ratos algo de poesía —desde que había llegado a Italia, solo se veía capaz de leer poesía— y aspirando la suave calidez de aquel aire estival. Comenzó la segunda tostada y llamó con un gesto al camarero, que desde el umbral de la cafetería veía avanzar la mañana con sonrisa benévola.
—
Cappuccino, signora
?
—
Cappuccino
,
Giovanni
.