La bibliotecaria bebió distraída otro sorbo de vino. La idea de ser amada por alguien hasta la muerte le había parecido siempre algo conmovedor, pero al mismo tiempo la inquietaba profundamente y, en honor a la verdad, le producía hasta un cierto mareo.
—Bien —dijo con cautela—, nada de divorcio para él. Pero nada impide, si las cosas no salen bien, que yo pueda divorciarme, ¿no es así?
—Cierto —dijo su amigo—, nada lo impide. Pero usted es una persona honesta. ¿Consideraría correcto aceptar un compromiso como ése sabiendo que su nivel de entrega no es semejante ni por asomo al de él? ¿Se sentiría usted bien conociendo esa diferencia? ¿Podría mirarle con limpieza a los ojos sabiendo que si hay un naufragio usted abandonará el barco en un bote salvavidas y él no se permitirá a sí mismo moverse de cubierta?
La señorita Prim, que nunca se había planteado aquella idea, tuvo que confesar que no se sentiría bien.
—Pero hay algo más, Prudencia. ¿Podría usted seguir su vida con la conciencia de que, pese a su divorcio, hay alguien que se considerará toda su vida y hasta el último segundo de su existencia casado con usted?
Atraída y asustada al mismo tiempo por la terrible belleza de aquella imagen, la bibliotecaria aceptó también que había que valorar ese punto de vista.
—En cualquier caso —añadió con nostalgia—, ni siquiera hubiera podido divorciarme. Le conozco lo suficiente como para saber que se habría negado a casarse bajo la ley civil, así que realmente ni siquiera hubiera tenido esa opción. Podría abandonarle, claro, ¿pero habría cambiado eso las cosas? Me hubiera sentido siempre ligada a él, porque sabría que él se habría considerado siempre unido a mí.
Horacio Delàs sonrió mientras sacaba del bolsillo superior de su chaqueta un habano.
—¿Le molesta que fume, querida?
En uso de su férrea educación, la señorita Prim aseguró que no le molestaba en absoluto.
—Pero nunca he entendido qué placer puede haber en fumar un puro —dijo sonriendo—. Tiene un aroma demasiado intenso. ¿Por qué no fuma usted en pipa? Es extremadamente elegante y huele mucho mejor.
Su anfitrión encendió el habano, aspiró una bocanada y miró a su invitada a través del humo.
—Porque la pipa exige compromiso, Prudencia, la pipa exige constancia, fidelidad y compromiso. En cierto modo, y para que lo entienda, el habano es al romance lo que la pipa al matrimonio.
La bibliotecaria se echó a reír mientras miraba a su amigo con afecto.
—¿Y ahora qué? —dijo éste de pronto—. ¿Adónde irá?
—A Italia, ya se lo he dicho.
—¿Pero continúa con esa idea? Yo pensaba que había sido una respuesta irreflexiva. ¿No creerá usted eso de que es necesario vivir en Italia para completar la formación?
Algo descompuesta por el intenso olor del habano, pero absolutamente decidida a no dejarlo traslucir, la señorita Prim pareció por un momento perderse en sus pensamientos.
—No, no lo creo —dijo al fin—. No voy en busca de formación, Horacio. Lo que busco es realización, busco perfección y belleza.
—Entiendo. ¿Y cree usted que la hallará en Italia?
La bibliotecaria se levantó del sillón y se acercó a una de las ventanas. El jardín estaba cubierto de un intenso manto blanco, del que solo las ramas de los viejos árboles destacaban como oscuros y duros trazos pintados a carboncillo.
—No lo sé —suspiró—. No crea que no soy consciente de que quizá no exista lo que busco, de que tal vez no lo encuentre nunca. Pero, dicho esto, ¿acaso hay un lugar en el mundo más lleno de belleza que Italia?
Súbitamente consciente de la creciente palidez de su invitada, Horacio Delàs apagó su habano y la miró con indisimulado cariño.
—Quiero que sepa que he llegado a apreciarla extraordinariamente, querida, y que la echaré de menos de todo corazón.
Conmovida, la señorita Prim se acercó a su amigo, se sentó en el brazo de su sillón y tomó una de sus manos entre las suyas.
—No habría podido adaptarme a este lugar de no haber sido por usted. No habría podido entender lo poco que he logrado entender sin su ayuda, su caballerosidad y su compañía. Le estoy mucho más agradecida de lo que puedo expresar, Horacio.
—Tonterías —respondió él tratando de ocultar su emoción con un enérgico apretón de manos. Y tras un largo silencio, añadió en voz baja—: ¿Volverá alguna vez?
Ella calló también antes de responder.
—Ojalá lo supiera, Horacio. Ojalá pudiera saberlo.
Hortensia Oeillet estaba componiendo un vistoso ramo de rosas cuando vio llegar a través del escaparate de su establecimiento a la señorita Prim. Emocionada, esbozó una sonrisa, escondió rápidamente el
bouquet
detrás del mostrador y corrió a la trastienda a poner la tetera a hervir. Acababa de sacar un tarta de zanahoria de la despensa, cuando oyó el tintineo de las campanillas sobre la puerta.
—La he visto cruzar la calle a través del escaparate —dijo mientras abrazaba a la bibliotecaria—. Virginia, Emma y Herminia están de camino. Voy a poner el cartel en la puerta para que nadie, absolutamente nadie, pueda molestarnos. Así que se va dentro de una semana, no sabe cuánto lo lamento.
La señorita Prim siguió a la dueña de la floristería hasta la trastienda. Un alegre fuego ardía en la chimenea y la pequeña mesa de té, que ésta utilizaba también para llevar la contabilidad del negocio, estaba cubierta de un mantel de damasco azul y repleta de viandas. La bibliotecaria sonrió y aspiró el fragante olor de la infusión.
—¡Ah, cómo voy a echar de menos la vieja civilización irenea! —dijo haciendo un guiño a su anfitriona.
—Solo es una pequeña merienda de despedida —contestó ésta con una sonrisa—. Cada una de nosotras ha contribuido con algo. Emma ha traído su bizcocho de limón y esa tarta de queso cuya receta no da a nadie. Herminia se ha encargado de los sándwiches de
foie
y manzana y de los canapés de
roast beef
. Virginia, su té de Krasnodar; y la tarta de zanahoria, las tostadas, la mantequilla y la miel han sido cosa mía. Lástima que no tengamos su fabuloso pastel de cumpleaños.
—Ahora pertenece también a la señora Rouan —dijo la señorita Prim mientras tomaba asiento delante de la chimenea—, es un secreto compartido.
—¿De verdad? La señora Rouan es una buena mujer, aunque muy testaruda —comentó su anfitriona mientras colocaba la tetera sobre la mesa.
—También yo lo soy.
Mientras ambas charlaban, el resto de las invitadas comenzó a llegar a la floristería. Primero lo hizo Emma Giovanacci, apresurada y sin aliento; después, Virginia Pille, que entró envuelta en un cálido abrigo de pelo de camello que hacía que resultase casi imposible reconocerla, y finalmente llegó Herminia Treaumont, delicada y exquisita como una flor de estufa.
—¿Realmente lo ha pensado bien, Prudencia? —dijo la directora del periódico de San Ireneo cuando unos minutos después las cinco mujeres disfrutaban de la comida y departían animadamente al calor del fuego.
Todas miraron con curiosidad a la bibliotecaria, mientras ésta tragaba apresuradamente un canapé de
roast beef
para poder contestar a la pregunta.
—Tenía usted razón en lo que me dijo, Herminia, como siempre. Después de comprobarlo, no puedo quedarme.
—Habría preferido no tenerla —respondió ésta con gesto de pesar—. Sé que no fui muy delicada la tarde en que se lo conté todo. Lo he pensado mucho desde entonces y creo que debí haberla advertido antes y hacerlo en privado. Quisiera disculparme aquí, delante de todas, y me gustaría que me creyese cuando le digo que en ningún momento tuve intención de herirla.
La señorita Prim sonrió y, acercándose a la mesa, puso suavemente la mano sobre la de su amiga.
—Nunca he pensado que intentase hacer usted algo semejante. Debo confesar, ahora que estamos sincerándonos, que hubiera preferido ser advertida en privado, pero jamás he dudado de su honestidad. Eso sí —dijo con un guiño—, he estado muy celosa de usted.
—¿De verdad? No tenía ningún motivo, se lo aseguro. Él me aprecia mucho, pero no de un modo que pueda inquietarla.
Hortensia Oeillet se levantó de la mesa y llenó de nuevo la tetera. El aroma del té de Krasnodar volvió a inundar la habitación.
—Bueno, ahora ya pasó todo —dijo alegremente Emma Giovanacci—. Y por si alguna no se había dado cuenta, está claro que en San Ireneo de Arnois tenemos a un hombre que rompe fácilmente corazones, aunque lo más interesante de todo es que lo hace sin enterarse.
Todas se echaron a reír mientras llenaban sus tazas.
—Oh, yo estoy convencida de que lo sabe —intervino Virginia Pille—. ¿Cómo podría no saberlo? No quiero decir que lo haga a propósito, es todo un caballero en el sentido que aquí
aún
damos a esa palabra. Pero ¿es posible no darse cuenta de algo así?
La bibliotecaria pareció meditar la pregunta mientras decidía si comer un trozo de tarta de zanahoria o decantarse por las tostadas de mantequilla y miel.
—Lo único que yo puedo aportar al respecto —dijo tras inclinarse por la tarta— es que ha sido siempre exquisitamente correcto conmigo. No puedo decir que haya jugado nunca de modo consciente con mis sentimientos ni que haya intentado aprovecharse de esa circunstancia.
—Por supuesto, Prudencia, naturalmente que sí. Pero de eso
se trata
, ¿no cree? —preguntó Hortensia.
—¿A qué se refiere?
—Al atractivo de lo correcto, naturalmente. ¿Hay algo más poderoso?
—¿Eso cree? —dijo la señorita Prim interesada—. Yo tenía la impresión de que funcionaba al revés. Siempre se ha dicho que a las mujeres les atraen los canallas.
Tanto la florista como el resto de las invitadas negaron rotundamente la afirmación de la bibliotecaria con un gesto de cabeza.
—Eso no es cierto, Prudencia, al menos si hablamos de mujeres adultas y dotadas de cierto equilibrio —apuntó Virginia Pille cuando el bizcocho de limón le permitió hablar—. Claro que todas sabemos a qué se refiere usted. Cualquier jovencita experimenta esa oscura atracción de la que habla, pero las cosas cambian cuando se convierte en una mujer.
—No tengo demasiado claro que eso sea exacto, Virginia —respondió ésta—. Diría mucho sobre nuestra inteligencia y nuestra sensatez, pero me temo que la realidad es otra. El mundo está lleno de mujeres adultas enredadas en relaciones espantosas con hombres profundamente deshonestos.
—La madurez a la que yo me refiero no es cronológica, Prudencia, y esas mujeres no son mayoría, en cualquier caso —insistió la librera.
Herminia Treaumont se sirvió otra taza de té antes de acomodarse de nuevo en la silla y disponerse a hablar:
—Supongo que parece obsesivo que volvamos siempre a la misma fuente, pero ¿qué me dice usted del duelo entre Darcy y Wickham? ¿O del enfrentamiento entre Knightley y Frank Churchill? Estoy convencida de que Jane Austen es la piedra de toque en esta materia. No creo que encuentre usted a una sola mujer en el mundo que tras leer
Orgullo y prejuicio
se decante por Wickham en vez de por Darcy, o que después de sumergirse en
Emma
, se sienta fascinada por Frank Churchill y desprecie a Knightley. Se lo dije un día, ¿recuerda? Todos los hombres detestan a Darcy porque todos pierden brillo a su lado. Y todas las mujeres lo adoran porque, una vez redimido de su orgullo, es el ideal de lo que debe ser un hombre: firme en su carácter, sincero y honesto.
—Y rico, se olvida usted de eso. Diez mil libras anuales hacen atractivo a cualquiera —apuntó Emma Giovanacci con malicia.
—Todo eso es cierto —dijo la bibliotecaria con los ojos brillantes—. Pero, desgraciadamente, el mundo moderno piensa de otra forma. Muy pocas mujeres leen literatura inglesa del siglo
XIX
, menos aún en estos tiempos.
Emma Giovanacci suspiró suavemente.
—Nos hemos desviado de la cuestión, señoras. La pregunta era: ¿es nuestro hombre consciente de todo eso, como dice Virginia, o se trata más bien de lo que podríamos denominar un daño colateral de su personalidad?
—Siempre he pensado que se parece mucho a su padre —intervino Hortensia Oeillet—. Claro que él sí era perfectamente consciente del efecto que producía en las mujeres.
La señorita Prim dejó de comer y miró a su anfitriona con expresión interesada.
—¿Conoció usted a su padre?
—Naturalmente —contestó la florista—. Yo soy una de las pocas habitantes de San Ireneo que vivía aquí antes de que se crease la colonia.
—¿Y cómo era?
—Un verdadero canalla, pero hay que decir que era un canalla atractivo y con clase. Atractivo, hasta que una se daba cuenta de que era un canalla.
La bibliotecaria la contempló con curiosidad.
—Cuando dice usted que era un canalla, ¿a qué se refiere exactamente?
—A que tenía por costumbre abandonar a su familia. Siempre había una mujer por medio, aunque nunca duraba mucho. Esos hombres son así, he conocido a muchos, no cambian jamás. Supongo que quería a su esposa, ella era una belleza y aún hoy es una mujer hermosa, pero eso no evitaba que tuviese un escarceo con una mujer diferente cada vez que su esposa se daba la vuelta. Fue muy doloroso para ella, muy doloroso.
—¿Y los niños?
—Sufrieron de otra forma, porque él era un padre muy cariñoso. Sufrieron cuando su madre, harta de aquel tormento, decidió no dejarle regresar jamás.
La señorita Prim se vio a sí misma sentada bajo un camelio en una noche helada junto a una anciana que hablaba con amargura sobre la elección entre dos caminos.
—Así que fue eso —murmuró.
—Es muy difícil juzgar esas situaciones, muchas mujeres habrían hecho exactamente lo mismo que ella, pero los niños adoraban a su padre y sufrieron mucho cuando todo terminó. Ella no cedió nunca, jamás volvió a dejarle entrar en su vida y tampoco le puso fácil ver a los niños. Murió solo y lejos de todos ellos.
Herminia Treaumont se levantó a poner dos troncos de madera en la chimenea.
—Entonces ¿en qué quedamos? —preguntó Virginia Pille tras exhalar un profundo suspiro—. ¿Es nuestro hombre consciente de su atractivo o no tiene ni idea de los estragos que causa?
Todas miraron expectantes a la bibliotecaria, que con una sonrisa procedió a apurar el último sorbo de su tercera taza de té.
—Yo diría que no tiene ni idea —dijo con suavidad—. Y que ése, precisamente, es el encanto que tiene.