El despertar de la señorita Prim (28 page)

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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

BOOK: El despertar de la señorita Prim
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La señorita Prim hizo un gesto de protesta que la anciana se limitó a ignorar.

—Sin embargo, tampoco eso es suficiente; una no debe fiarse únicamente de su propia experiencia. La experiencia de una sola vida humana es un campo de estudio estrecho, incluso si se trata de una vida larga como la mía. Es fácil engañarse, Dios sabe lo fácil que es.

Lulú Thiberville hizo una pausa como si le faltara el aire y luego continuó hablando.

—Porque, en el fondo, siempre es lo mismo, ¿sabe? Siempre se trata de lo mismo. Son viejos errores gigantescos que emergen una y otra vez de las profundidades, como astutos monstruos al acecho. Si una pudiera sentarse junto a la ventana y ver transcurrir la historia humana, ¿sabe usted lo que vería?

La señorita Prim, ligeramente intranquila, aseguró que no lo sabía.

—Yo se lo diré. Vería una inmensa cadena de errores repetidos a través de los siglos, eso es lo que vería. Los contemplaría adornados con distintos ropajes, ocultos tras diversas caretas, camuflados bajo una multitud de disfraces, siempre los mismos. No, no es fácil darse cuenta, por supuesto que no lo es. Hay que estar muy despierto y tener los ojos bien abiertos para detectar esas viejas y malignas amenazas que regresan una y otra vez. ¿Cree usted que desvarío? No, querida. Usted no puede verlo, la mayoría de las personas ya no son capaces de verlo. Pero está oscureciendo y yo siento caer la noche. Esos pobres niños, ¿qué cree que están recibiendo en las escuelas?

La bibliotecaria parpadeó al tiempo que hacía un esfuerzo por tratar de desentrañar el discurso de la anciana.

—Supongo que conocimientos.

Lulú Thiberville se enderezó con una agilidad inesperada.

—Se equivoca. Lo que reciben es sofismo, pestilente y podrido sofismo. Los sofistas han tomado las escuelas y trabajan por su causa.

—¿No es usted algo pesimista? —preguntó con exquisito cuidado la señorita Prim mientras miraba disimuladamente el reloj.

La anciana la contempló en silencio.

—¿Pesimista? En absoluto, querida mía. ¿Pero qué ha de hacer un centinela sino dar aviso de lo que observa? No hay centinelas pesimistas u optimistas, Prudencia. Hay centinelas despiertos y centinelas dormidos.

La bibliotecaria suspiró y miró hacia la ventana. No entendía del todo el alcance de las meditaciones de la anciana Thiberville. Aquella mujer requería algo más que una tarde de atención si una quería aventurarse en su personalidad. Era demasiado densa para un té con tostadas, era oscura y misteriosa como una taza de chocolate caliente.

—Así que su siguiente destino es Italia. —La anciana cambió bruscamente de tema y llenó de nuevo la taza de su invitada—. ¿A qué parte de Italia viaja?

La señorita Prim confesó que todavía no tenía respuesta. Por supuesto que sabía cuál sería su primer destino: había decidido comenzar por Florencia, ¿por dónde si no? Pasaría parte del invierno en Florencia, haría de la ciudad su cuartel de operaciones y a partir de ahí diseñaría un plan para adentrarse en el país, para conocer sus recovecos, para recorrer sus
palazzi
, sus villas y sus iglesias, para leer perezosamente bajo su cielo y su sol, para empaparse de la belleza que tanto ansiaba. Creía saber también cuál sería el final: Roma. Pero ¿y entre medias? La señorita Prim no lo sabía. Y pese a no saberlo, o quizá precisamente por no saberlo, se sentía extraordinariamente feliz.

Lulú Thiberville escuchó pacientemente todas aquellas explicaciones. Solo después de haberlo hecho, cerró los ojos, se recostó un poco más en el diván y a continuación dijo:

—Debe usted ir a Norcia.

La bibliotecaria cruzó las piernas y miró de nuevo con resignación hacia la ventana. Desde que había anunciado su intención de irse a Italia todo San Ireneo de Arnois se había dedicado a decirle adónde debía ir y qué no podía dejar de ver.

—Norcia —repitió.

—La cuna de Benito —añadió la anciana con el aire de quien menciona a un antiguo amigo.

Y a continuación dijo:

—Allí viven unos monjes con los que simpatizo.

La señorita Prim guardó un contenido silencio. La idea de que Lulú Thiberville se dispusiese a hacerle un encargo que la obligase a trasladarse a un lugar al que no había pensado ir le produjo una intensa sensación de incomodidad. Siempre había pensado que era una desconsideración utilizar la edad como excusa para obligar a los demás a hacer cosas. Al fin y al cabo, ella contaba con sus propios planes, contaba con deberes y obligaciones. No tenía ninguna intención de ir a visitar a unos monjes con los que Lulú Thiberville había decidido simpatizar, desde luego que no la tenía.

—No se precipite —dijo entonces la anciana con aquel aire de abeja reina que la bibliotecaria había admirado tanto en su primer encuentro—. No pretendo enviarla a hacer un recado al corazón de Italia. ¿Podría usted ser tan amable y traerme ese libro verde que está en la estantería? ¿Y después ese otro rojo que está sobre el piano?

La señorita Prim fue en busca de los volúmenes, que resultaron ser dos enormes álbumes de fotografías. Su anfitriona los cogió con sus delgadas manos y comenzó a pasar sus páginas. Después de cinco minutos que parecieron quince, la anciana encontró lo que buscaba.

—Aquí está —dijo.

Y señaló a su invitada un grupo de fotografías que ésta examinó con atención.

—Parece un hermoso lugar —murmuró— y también un hermoso monasterio.

—San Benedetto —asintió con suave acento italiano la anciana.

—¿San Benedetto?

—Eso es. ¿No suena como música?

—La verdad es que sí —respondió la bibliotecaria mientras examinaba las fotografías—. Pero esos monjes… qué extraño, pensé que serían todos muy viejos.

—Sabe usted poco de la vida —murmuró Lulú Thiberville con regocijo—. La tradición no tiene edad, niña, es la modernidad lo que envejece. Antes de que se me olvide: debe usted bajar a la cripta.

—¿Por qué? —preguntó la señorita Prim, a quien la perspectiva de descender a cualquier tipo de cripta no entusiasmaba en absoluto.

La anciana la contempló con la severidad de una maestra ante un niño que se empeña en no comprender y del que se empieza a sospechar que quizá no vale la pena enseñar.

—Mire esto —dijo tras pasar varias páginas del álbum—. ¿No cree que es hermoso?

La bibliotecaria dirigió la mirada hacia las fotografías y asintió. Norcia poseía una sobria plaza coronada por una estatua de San Benito. En uno de los extremos se erigía una basílica del mismo nombre con una blanca fachada en la que destacaba un rosetón. «Siglo
XIII
, probablemente», archivó la metódica mente de la señorita Prim. En otra de las imágenes se veía una inmensa y desierta pradera entre montañas en la que miles de amapolas, girasoles, violetas y otras flores silvestres producían el efecto de un maravilloso tapiz natural.

—Qué maravilla —exclamó admirada—. Parece un altiplano.

—Una comparación muy apropiada, puesto que
es
un altiplano —respondió su anfitriona—. Hay un exquisito hotel en el pueblo donde puede alojarse, el Palazzo Seneca, lo regenta una familia encantadora. Es perfecto para usted. Lo mejor que se puede hacer allí es descansar, observar la vida y mezclarse con las gentes del lugar. No sabe lo inspirador que resulta cruzar el pueblo rumbo al mercado, saludar a los lugareños, observar a los monjes cultivar la tierra y cantar gregoriano entre los muros de la cripta. Están restaurando un segundo monasterio. Tal vez necesiten ayuda.

—Norcia —repitió en voz baja la señorita Prim—. ¿Quién sabe?

Lulú Thiberville la escudriñó con renovada atención.

—Creo que le vendrá muy bien, Prudencia. Aplacará esa dureza modernista.

La bibliotecaria se rió mientras removía los dos terrones de azúcar moreno con los que solía tomar el té.

—¿Dureza modernista? ¿Qué quiere decir con eso?

La anciana se incorporó para observar mejor a su invitada.

—Míreme, niña, y dígame qué ve. ¿Tal vez a una dulce ancianita?

La señorita Prim, sonriente, negó con la cabeza.

—Yo no diría tanto.

—Y haría bien. Soy una mujer dura. ¿Y sabe por qué? Soy dura porque soy vieja. Ahora mírese a usted, ¿qué es lo que ve?

La sonrisa se borró lentamente del rostro de la bibliotecaria.

—No lo sé, es difícil juzgarse a sí mismo.

—Yo se lo diré: una mujer joven y dura.

—No sé en qué se basa para asegurar eso —respondió con aspereza la señorita Prim, que jamás se había considerado a sí misma una mujer dura.

—No se ofenda, niña, quizá me he explicado mal. No he querido decir que usted, concretamente, sea dura. Lo que quiero decir es que las mujeres modernas como usted lo son en mayor o menor medida.

La bibliotecaria abrió y cerró nerviosamente la cremallera de su bolso antes de replicar. A tenor de aquella última explicación, tal vez no se pudiera decir que hubiese sido insultada personalmente, pero sí que lo había sido genéricamente; y ya fuese de un modo personal o genérico, su sentido del honor la obligaba a protestar. Lulú Thiberville la escuchó en silencio con una ligera sonrisa en la boca y después volvió a hablar.

—Así que se pregunta usted en qué me baso para realizar una afirmación semejante, ¿no es cierto?

La señorita Prim manifestó que ciertamente ésa era su pregunta.

—Me baso en el ansia, hija mía. Simple y llanamente en el ansia.

—¿En el ansia? ¿Ansia de qué?

La anciana hizo una pausa casi imperceptible antes de continuar y, cuando volvió a hablar, su voz sonó como si no fuese a callar jamás.

—El ansia que muestran todas ustedes por demostrar su valía, por dejar claro que saben esto y aquello, por asegurar que pueden conseguirlo todo. El ansia por triunfar y el ansia, todavía mayor, por no fracasar; el ansia por no ser consideradas menos, sino incluso más, por el mero hecho de ser exactamente lo que cada una cree ser o, más bien, lo que se les ha hecho creer que son. El ansia inexplicable de que el mundo les reconozca como un mérito el simple hecho de ser mujeres. Ah, pero se enfada usted conmigo, ¿no es cierto?

La bibliotecaria, con los labios apretados y los nudillos casi blancos, no contestó.

—Naturalmente que se enfada. Y sin embargo, no hay más que escucharla hablar del hombre para el que trabaja para darse cuenta de que algo de lo que digo es cierto. ¿Por qué parece usted tan enfadada? ¿Por qué lo compara y lo registra todo como si la vida se midiera con escuadra y cartabón? ¿Por qué tiene tanto miedo a perder su lugar, tanto temor a quedarse atrás? ¿Por qué, querida, se defiende usted tanto?

La señorita Prim miró a la anciana sin saber qué decir. Trató de serenarse interiormente mientras reflexionaba sobre la mejor forma de responder a lo que acababa de escuchar. Y mientras lo hacía, la voz de Lulú Thiberville volvió a sonar, áspera y cansada.

—Dice usted que quiere encontrar la belleza, pero no será así como lo consiga, amiga mía. No lo conseguirá mientras cuide de sí misma como si todo girara en torno a usted. ¿Es que no lo comprende? Es exactamente al revés, justamente al revés. No debe usted ser cuidada, debe usted ser herida. Lo que trato de explicarle, niña, es que mientras no permita que esa belleza que busca la hiera, mientras no permita que la quiebre y la derribe, no conseguirá usted encontrarla.

La bibliotecaria se puso en pie al tiempo que se sacudía con brusquedad dos o tres migas de bizcocho de su falda de
tweed
. Miró fríamente a la anciana echada en el diván, que inclinó su vieja cabeza a modo de silenciosa despedida, y a continuación salió del salón y de la vida de Lulú Thiberville con la firme intención de no regresar jamás.

6

Durante los últimos días de su estancia en San Ireneo de Arnois la señorita Prim trató de evitar en lo posible al hombre del sillón. No sabía si era su imaginación, pero durante aquellas últimas jornadas de maletas, paquetes y despedidas tenía la sensación de que él la esquivaba con idéntico celo. El tiempo se había vuelto especialmente frío, como ocurría siempre a finales de febrero, y los campos helados daban a la casa y al jardín el aspecto de un paisaje pictórico inerte. La mañana de su marcha, la bibliotecaria se encontraba en su cuarto echando un último vistazo a sus maletas. Todo estaba allí. Los escasos libros que había traído consigo, sus ropas y zapatos, algún objeto personal y el sinfín de regalos recibidos en las últimas horas de amigos y vecinos de todos los rincones del pueblo. La señorita Prim contempló su abultado equipaje con una sonrisa triste. Tras abrir y cerrar los cajones de la cómoda y las mesas de noche para comprobar si se había dejado algo, se irguió y miró con nostalgia hacia la ventana. Justo en ese momento, oyó un ruido sordo que la sobresaltó; una bola de nieve acababa de ser lanzada contra el cristal. Sorprendida, abrió la puerta de la terraza y se asomó al jardín; el viento cortaba la piel y se colaba por entre la ropa. Fuera, abrigado hasta los ojos, se hallaba el hombre del sillón.

—¿Baja? —gritó él.

—¿Que si bajo? Estamos a varios grados bajo cero, no es un día muy agradable para pasear por el jardín.

El hombre del sillón sonrió o eso dedujo la bibliotecaria al ver entrecerrarse sus ojos, única parte visible de su rostro.

—Yo creo que es un día perfecto, entre otras cosas porque para este jardín y para usted no va a haber ningún otro día mejor. No tendré el placer de contemplar a ambos juntos después de hoy.

—Eso es cierto —murmuró la señorita Prim.

—¿Qué ha dicho? —volvió a gritar él.

—He dicho que eso es cierto —repitió ella en voz alta—. Pero el jardinero vendrá a recogerme en media hora, no tengo demasiado tiempo para hablar.

El hombre del sillón se acercó a la casa hasta situarse debajo de la ventana de su empleada.

—Vamos, Prudencia, ¿realmente va a decirme que no tiene tiempo para despedirse de mí?

Con los codos apoyados en la barandilla del balcón, ella pareció meditar un momento la pregunta.

—Tiene usted razón. Deje que me ponga un abrigo y ahora mismo bajo.

Mientras apuraba las escaleras, la bibliotecaria se dio cuenta del nerviosismo que la embargaba. Aunque le disgustase admitirlo, todavía no había conseguido acallarlo. Pese a aquellas noches de reflexión, pese a las charlas, los consejos y las confidencias, pese a las lágrimas derramadas, los reproches y la pedagogía sobre lo absurdo que había sido aquel enamoramiento repentino, no había logrado acallarlo. No había conseguido aplacar aquella agitación, aquel accidente violento que había arrastrado hasta el fondo del océano su exquisito, bello y bien cultivado equilibrio.

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