Él sonrió amablemente, pero no respondió nada.
—¿Quiere que eleve la calefacción? —preguntó.
La bibliotecaria aseguró que la temperatura del coche era perfecta.
—Y dígame, si no es una indiscreción, ¿por qué se dirige al pueblo en una tarde tan fría?
—Voy a reunirme con Herminia Treaumont y con otros vecinos de San Ireneo para hablar sobre las fiestas navideñas.
—Ya veo, parece que se ha integrado usted plenamente en nuestra pequeña comunidad. Entonces… ¿las ha perdonado ya?
La señorita Prim, que había tenido especial cuidado en tratar de evitar que el incidente de la Liga Feminista llegase a oídos de su jefe, se sonrojó.
—No sabía que supiese usted tanto sobre mis peripecias en San Ireneo. Supongo que ha sido su amigo, el señor Delàs.
—Me temo que confía usted excesivamente en la discreción de treinta testigos. Me han contado esa historia unas cinco veces y debo decir que en todas ellas su reacción me ha parecido magnífica.
La bibliotecaria se rió agradecida, pero rechazó con un gesto la alabanza.
—No estoy muy orgullosa, créame. Me he dado cuenta de que lo que ocurrió, aunque bochornoso para mí, fue hecho con la mejor intención. No fue muy cortés por mi parte comportarme así, especialmente con la señorita Treaumont, una mujer maravillosa.
—Espléndida —respondió únicamente el hombre del sillón.
La bibliotecaria, acurrucada en el asiento delantero del coche, sintió de pronto un extraño malestar.
—Es una mujer muy hermosa, ¿no cree? —preguntó mientras miraba de reojo el perfil de su jefe, que seguía concentrado en la carretera.
—Ya lo creo, una de las mujeres más atractivas que he conocido. Y muy inteligente, además.
Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. La señorita Prim se limitó a mirar por la ventanilla en silencio. Los viejos árboles desnudos que bordeaban la carretera y la luz fría y gris daban al paisaje un aspecto dramático y sombrío.
—Ha debido de ser una gran belleza —dijo por fin con una extraña opresión en el estómago.
—¿Cómo dice?
—Decía —repitió con paciencia— que ha debido de ser una gran belleza.
—¿Se refiere usted a mi madre?
—¿A su madre? En absoluto, ¿por qué habría de referirme ahora a su madre? Me refiero a la señorita Treaumont.
—No es tan mayor —respondió él sorprendido—, no lo suficiente como para decir de ella que ha debido de ser una gran belleza.
—¿Usted cree?
—Claro que lo creo. Es más joven que yo y probablemente solo un poco mayor que usted.
—Oh —dijo la bibliotecaria.
Él la miró intrigado y después volvió a poner los ojos en la carretera.
—¿No me cree? Realmente es así.
—Le creo, naturalmente —dijo ella—, aunque es sorprendente.
—¿Qué es sorprendente?
La bibliotecaria, que había comenzado a sentirse mejor y ya no notaba aquella extraña opresión en la boca del estómago, bajó un poco la ventanilla, que dejó entrar una ráfaga de aire helado.
—Hay mujeres que tienen la desgracia de marchitarse antes de tiempo —murmuró.
—¿Marchitarse antes de tiempo? Qué tontería. En mi opinión, Herminia es una mujer joven y atractiva.
La señorita Prim, que súbitamente había comenzado a sentir de nuevo la misma y fastidiosa opresión estomacal, no dijo nada.
—¿Por qué no dice usted nada?
—¿Y qué podría decir?
—Supongo que podría hacer alguna observación sobre lo que acaba de comentar.
—Preferiría no hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque no sería delicado.
—¿Qué es lo que no sería delicado?
—No sería delicado continuar hablando de otra mujer ante un hombre, especialmente sobre aspectos que éste no domina.
—Así que es eso —dijo él intentando ocultar una sonrisa.
Ambos siguieron el viaje sin decir una palabra hasta que el automóvil se detuvo delante del salón de té, donde el comité de festejos navideños esperaba a la bibliotecaria.
—¿Quiere que la recoja cuando termine? —preguntó él cortésmente mientras se inclinaba sobre el asiento para abrirle la puerta.
—No es necesario, muchas gracias —contestó ella con frialdad—. Pienso volver caminando.
—Señorita Prim, mire al cielo; va a caer una gran nevada.
—Soy perfectamente consciente de ello, gracias.
—Pues si es usted perfectamente consciente de ello, no tengo nada que decir. Espero que pase una buena tarde —dijo él con el ceño fruncido antes de arrancar.
La bibliotecaria se enderezó el sombrero delante del escaparate del salón de té. Se sentía irritada, no podía ocultarlo. Le habían molestado profundamente aquellas alabanzas desmesuradas hacia Herminia Treaumont, era absurdo negarlo. Pero ¿a qué mujer no le habrían molestado? ¿A qué mujer no le habría resultado desagradable viajar en compañía de un hombre que no hace otra cosa que deshacerse en halagos hacia otra persona? ¿Qué clase de caballero insiste una y otra vez en la extrema belleza de una mujer delante de otra? Era una intolerable falta de cortesía. Y la señorita Prim había abandonado su empleo, había dejado su vida en la ciudad, su trabajo y su familia, precisamente por la falta de cortesía. Si la cortesía desaparecía de un grupo humano, todo podía darse por perdido. Lo sabía bien porque lo había visto en su propio hogar. Había contemplado año tras año cómo la cortesía desaparecía de la relación de sus padres. Había experimentado en su propia piel los efectos de la ausencia de cortesía en sus relaciones con su hermana. Y ahora, cuando parecía que había llegado a un lugar donde lo formal todavía tenía una razón de ser, precisamente ahora, acababa de sufrir la experiencia de ser transportada en automóvil por un hombre que no había cesado de hablar en todo el viaje de las excelsas cualidades y la belleza deslumbrante de otra mujer.
Era una mujer interesante, ¿y qué? ¿Acaso ella misma no lo era? Era atractiva, muy bien; ¿no se podía decir lo mismo de ella? Él era muy libre de sentirse hechizado por aquella mujer si quería, no tenía objeción alguna contra eso, ¿pero era necesario exhibirlo de un modo tan obvio? La señorita Prim había estado siempre en contra de las manifestaciones sentimentales en público. A su modo de ver, las sociedades civilizadas contaban con viviendas para permitir a los individuos dar rienda suelta a sus sentimientos sin que los demás se sintiesen obligados a contemplarlos. Los excesos sentimentales —razonó mientras se retocaba el cuello del abrigo— eran propios de sociedades primitivas y de individuos igualmente primitivos. Además, ¿no era ella una empleada? ¿Era necesario someter a una empleada a una exhibición de sentimientos como la que él acababa de realizar en el automóvil? La señorita Prim creía que no era necesario. Y no solamente lo creía, sino que estaba convencida de que probablemente existía algún tipo de normativa que proscribía aquella conducta.
Todavía molesta por el incidente, entró en el establecimiento, donde el cálido ambiente del salón, iluminado por pequeñas lámparas en las mesas, le dio la bienvenida.
—¡Señorita Prim, qué alegría volver a verla! —La voz suave y tranquila de Herminia Treaumont, que se había levantado de la mesa para recibirla, la hizo volver a la realidad.
—Yo también me alegro de verla, señorita Treaumont.
—Llámeme Herminia, por favor, y permítame llamarla Prudencia. Ninguna de las dos tenemos suficiente edad como para mantener un trato tan formal. ¿No es cierto?
—Desde luego —contestó la bibliotecaria sonrojándose hasta la raíz del cabello.
Pese a su alterado estado de ánimo, la señorita Prim se hizo muy pronto un hueco en la conversación. Además de la anfitriona, en la mesa se encontraban otras tres mujeres y dos caballeros. Uno de ellos le fue presentado como el juez Basett, un hombre bajo, fornido, con cejas y bigote bien poblados y una mirada que solo enfocaba cuando el tema de conversación resultaba de su interés. El otro era un hombre joven que respondía al nombre de François Flavel y ejercía como único veterinario de la zona. Las mujeres se identificaron como la señora Von Larstrom, propietaria del hotel San Ireneo; la anciana señorita Miles, una enciclopedia viviente en lo que a tradiciones se refiere, y la joven Amelia Lime, secretaria del juez. Tras debatir uno a uno los principales asuntos que concernían a los preparativos navideños y que incluían desde los himnos del coro hasta la decoración de las calles con guirnaldas hechas de ramas, frutos silvestres y una espléndida iluminación de cirios, el comité abordó la organización de los platos fuertes de los festejos. Durante más de una hora se anotaron todos los detalles pendientes de resolución. Después, la conversación giró en torno a temas más personales. Fue entonces cuando la señorita Prim acercó su silla a la del veterinario, y con el recuerdo todavía doloroso del comportamiento del hombre del sillón en la retina, se dispuso a desplegar todo su encanto.
—Adoro los animales —dijo con la mejor de sus sonrisas.
El destinatario del comentario sonrió a su vez e iba ya a responder amablemente cuando la gruesa voz del juez Basett interrumpió la incipiente conversación.
—Eso se debe a que no ha estado usted nunca en una granja, ¿verdad? Apuesto a que no ha visto nunca el parto de una vaca. Pregúntele, pregúntele a nuestro veterinario si resulta agradable meter el brazo hasta el hombro en las partes pudendas de una vaca. Dígame, querida, ¿ha tenido ocasión alguna vez de ver parir a una vaca?
La señorita Prim enderezó la espalda y cuadró la mandíbula.
—Por supuesto que no, pero entiendo que se puede amar a los animales sin haber presenciado un espectáculo como ése.
El joven veterinario se apresuró a confirmar el punto de vista de la bibliotecaria. Desde luego que se podía amar a los animales sin tener que pasar por la experiencia de explorar su aparato reproductor. Millones de personas lo habían hecho así a lo largo de la historia.
—Es posible que ambos tengan razón, pero creo que es importante diferenciar el afecto a los animales, que es una cosa noble y recia, de ese empalago sentimental que algunas personas toman por tal. Doy por hecho que ése no es su caso, jovencita, naturalmente.
—Naturalmente —corroboró el veterinario con simpatía.
La bibliotecaria no dijo nada.
—¿Tiene usted perro? —preguntó a continuación el juez.
La señorita Prim contestó que, desgraciadamente, no tenía perro.
—¿Gato tal vez? Tiene usted cara de ser propietaria de un gato, lo pensé en el mismo instante en que la vi.
—A mí también se me había ocurrido esa idea —comentó alegremente el joven—. Hay algo felino en usted, si me permite decírselo.
La señorita Prim aseguró calurosamente que aceptaba encantada el cumplido, pero su sentido del honor la obligó a dejar claro que, pese a las apariencias, no había tenido jamás un gato.
—¿Un canario? —continuó el magistrado.
La bibliotecaria negó con la cabeza.
—¿Una tortuga? —apuntó el veterinario.
La señorita Prim hubo de confesar que no había convivido jamás con un animal de caparazón.
—¿Quizá un pez? —insistió el juez, al que empezaba a notársele un ligero deje de impaciencia en la voz.
—Jamás he tenido un animal —contestó la bibliotecaria en un intento de parar aquella escalada interrogatoria—. Siempre he sido de la opinión de que la ausencia del objeto amado purifica el amor.
—Es una buena teoría —farfulló el magistrado con satisfacción—. Si la mayoría de los caballeros la siguiesen, probablemente no existiría el divorcio y, si me apura un poco, ni siquiera el matrimonio.
El veterinario de San Ireneo contempló en silencio a la señorita Prim.
—¿Quiere usted decir que ama a los perros en abstracto?
—Exactamente —dijo ella con una sonrisa.
—¿Y a los gatos?
—Exactamente igual.
—¿Y a los peces, los canarios y los hámsteres?
La bibliotecaria, que comenzaba a irritarse, agradeció la rápida y tajante intervención del juez, quien ordenó al joven François que hiciese cesar el interrogatorio.
—Pero eso es casi inhumano —dijo entonces éste—. No puedo creer que una mujer tan dulce como usted ame en abstracto.
La señorita Prim se recolocó un mechón de cabello rebelde y bajó los ojos.
—Yo no he dicho eso —murmuró.
—Sí que lo ha dicho —terció de nuevo el magistrado—. Ha dicho que la ausencia del objeto amado purifica el amor. Es una teoría espléndida, ya se lo he dicho, no la estropee ahora por falta de agallas.
La bibliotecaria cambió de postura en su silla. A su lado, el resto de las mujeres discutían sobre cómo proteger del viento los cirios que decorarían el árbol de Navidad. Las contempló con envidia antes de volver a la carga.
—Si hay algo de lo que presumo, juez Basett, es de tener agallas. Pero he de decir que cuando hablaba de la ausencia del objeto amado hacía referencia al amor cortés. Era una licencia poética, no me refería al amor real.
El joven veterinario la miró a los ojos antes de hablar.
—¿Quiere usted decir que el amor a los animales es como el amor cortés? ¿Un amor sublimado?
—Quiero decir que el amor a los animales no es amor.
El magistrado recibió esta declaración con una enorme carcajada.
—Sí, señor —dijo con su gruesa voz—. Sí, señor. Es usted toda una mujer. Es la mayor verdad sobre este asunto que he oído decir en mucho tiempo. Ahora bien, dígame una cosa: si cree que el amor a los animales no es amor ni ha tenido nunca un animal en casa, ¿por qué diablos ha dicho que le encantan los animales?
La bibliotecaria miró al veterinario y lo que vio en sus ojos la decidió a ser sincera. Era inútil seguir fingiendo. Aquel flujo de simpatía que se había establecido entre ambos nada más ser presentados había desaparecido completamente. ¿Y qué otra cosa se podía esperar? La tarde había comenzado mal con aquella desagradable conversación con su jefe; no debía sorprenderle que continuase en la misma tónica.
—Solo pretendía ser amable —dijo dirigiéndose al veterinario, que desvió inmediatamente la mirada hacia las tostadas con mantequilla y miel que había sobre la mesa.
—En este pueblo tenemos la costumbre de ser francos, ¿sabe? Es una de las razones por las que algunos hemos venido aquí, para huir de las conversaciones de salón —señaló con sequedad el anciano magistrado.
La espalda de la señorita Prim se envaró al oír sus palabras.