El despertar de la señorita Prim (16 page)

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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

BOOK: El despertar de la señorita Prim
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—Las pequeñas cosas… —repitió la señorita Prim—. Y bien, imaginemos que sigo sus consejos. ¿Pueden ayudarme ustedes en la investigación? ¿O es que debo hacerlo todo sola?

Ambas mujeres se miraron divertidas, pero fue la florista la que habló.

—La investigación es cosa suya, nosotras solo podemos orientarla un poco. Para empezar, podría usted confeccionar una lista de todos los hombres que conoce y que reúnen unas mínimas condiciones objetivas para convertirse en maridos. A esa lista nosotras añadiremos algún nombre más, siempre hay candidatos que pasan inadvertidos a los ojos de una, y en eso nosotras dos, por edad, tenemos más experiencia que usted. A partir de ahí, podrá empezar a trabajar, ¿le parece bien?

La bibliotecaria, que había comenzado a experimentar una efervescente excitación ante la idea de desentrañar aquel anticuado misterio detectivesco, aseguró que le parecía bien, maravillosamente bien.

El primer nombre que vino a la cabeza de la señorita Prim fue el de su antiguo jefe, Augusto Oliver. Pese a que su primera reacción fue un desagradable escalofrío, tuvo que reconocer que si de lo que se trataba era de aplicar un método de investigación científico, no podía hacer una lista de posibles maridos en la que él no figurase. ¿Había querido casarse con ella alguna vez? La señorita Prim sostenía que no. Augusto Oliver era la clase de hombre que disfruta prometiendo cosas que no piensa cumplir. Durante tres largos años fingió comprender la preocupación de su empleada por tener un horario más razonable —la señorita Prim trabajaba de diez a diez—, y se comprometió una y otra vez a hacer todo lo posible por cambiarlo. Pero muy pronto fue evidente que cumplir aquella promesa no estaba entre sus propósitos. Al señor Oliver le gustaba quedarse a solas con su empleada más eficiente a última hora del día. Entonces solía salir de su despacho y quedarse de pie detrás de ella mientras fingía leer por encima de su hombro. A veces, cuando había tenido una comida de trabajo y había bebido algún licor, daba un paso más y se inclinaba para hablarle casi al oído, lo que provocaba en ella un sobresalto inmediato. Era un hombre de apariencia atractiva, al menos podría haberlo sido de no desprender aquella desagradable impresión de prepotencia.

Muy pronto lo que comenzó como una pequeña incomodidad, la que experimenta una empleada cuando se da cuenta de que atrae a su jefe, terminó convirtiéndose en una situación insostenible. Los halagos se vieron sucedidos por invitaciones a salir y las invitaciones a salir, siempre cortésmente rechazadas, terminaron abriendo paso a las tensiones. ¿Habría sido distinto si ella hubiese aceptado alguna de aquellas cenas? Era difícil decirlo. ¿Se habrían casado jefe y empleada si la señorita Prim hubiese respondido afirmativamente a la absurda proposición matrimonial que él le hizo el día que anunció que dejaba el trabajo?

—Pero, entonces, ¿ese canalla estaba realmente enamorado de usted? —preguntó la madre del hombre del sillón, que escuchaba atentamente las reflexiones de la bibliotecaria mientras ambas desembalaban y sacaban de grandes cajas de cartón blanco los adornos de Navidad.

—Claro que no. Fue un impulso de caza, la clase de instinto que hace que un gato impida escapar a un ratón, aunque después ni siquiera se moleste en hincarle el diente. No, no creo que quisiera casarse conmigo, quería ganar la partida, eso es todo.

La madre del hombre del sillón desenrolló, pensativa, una brillante cinta de terciopelo carmesí.

—¿Era atractivo?

—Supongo que sí.

—¿Inteligente?

—No de forma excepcional. —La señorita Prim pensó fugazmente en el hombre del sillón.

—¿Honesto?

—Lo justo.

—¿Divertido?

—A su modo.

—¿Y al suyo?

—Me temo que no.

—¿Con fortuna?

—Mucha.

—Entonces ya puede tacharlo —señaló resueltamente la dama—. Un hombre no demasiado honesto puede mantenerse en los límites de la decencia si tiene la fortuna de ser poco agraciado y de escasos recursos. Pero si a ese mismo hombre le añadimos dinero y atractivo físico, tiene trazado el camino a la ruina.

La bibliotecaria asintió y tachó el primer nombre de la lista.

—Vamos, querida mía, no perdamos el tiempo. ¿Quién es el siguiente?

El siguiente, explicó con nostalgia, había sido su gran amor durante varios años, el primer hombre del que se había enamorado y el primero que la había amado. Por aquel entonces, él era solo un joven profesor, callado y discreto, que leía a Husserl con devoción, practicaba algo de esgrima y enseñaba alemán.

—No se lo recomiendo, conozco bien el tipo. ¿Cree realmente que podría volver a apreciarle? —preguntó despectivamente la madre del hombre del sillón.

La señorita Prim tenía el convencimiento de que no, aunque al mismo tiempo debía reconocer que no era la primera vez que se había hecho a sí misma aquella pregunta.

—¿Por qué se terminó? —preguntó la anciana.

—Supongo que porque lo que había entre nosotros no era amor —contestó la bibliotecaria con una estrella de Navidad en la mano.

—¿Y por qué sabe que no lo era?

—Porque yo pensaba más en mi propio bienestar que en el suyo. Y me parece que él, a su modo, hacía lo mismo.

—¡Cuánto altruismo! Empieza usted a parecerse a mi hijo —dijo la dama con ironía.

La señorita Prim se sonrojó, pero no replicó.

—Entonces ¿damos por perdido también al admirador de Husserl?

—Lo damos por perdido.

La doncella de la anciana entró en la biblioteca para dejar la bandeja de la merienda, encender las luces, correr los cortinones y avivar el fuego. Sus silenciosos y metódicos movimientos pasaron casi inadvertidos para ambas mujeres, ocupadas en el desembalaje de las frágiles figuras navideñas y en invocar fantasmas de hombres del pasado.

—Me parece que debería tachar a los tres siguientes —dijo la bibliotecaria pensativa cuando la puerta se cerró tras la doncella.

—Eso creo yo también, Prudencia. El mero hecho de que los denomine así,
los tres siguientes
, en bloque y sin rastro de individualización, debería darle una pista sobre lo que significan para usted. Hágame caso: ninguna mujer debería casarse con un hombre al que identifica como parte de un grupo, es un detalle que en sí mismo no augura nada bueno.

La señorita Prim se rió con ganas y reconoció que ninguno de aquellos hombres tenía la más mínima posibilidad de convertirse en marido. Tachó los tres nombres y cuando pasó al sexto candidato de la lista, advirtió que era uno de los incluidos por Hortensia y Emma.

—¿El veterinario? —La señorita Prim se echó a reír—. ¿El veterinario? ¿Pero cómo se les puede haber ocurrido incluir al veterinario?

—Por lo que sé, fue una sugerencia de Herminia. Al parecer la vio ligeramente interesada en él el día en que los presentaron.

La bibliotecaria recordó su flirteo en el salón de té y volvió a enrojecer. ¿Es que no se podía hacer nada en aquel pueblo que pasara inadvertido a los ojos de los vecinos? Tenía que reconocer que le había atraído el joven veterinario, pero de ahí a pasar a ser la comidilla del pueblo había un gran trecho. Era cierto que le había sonreído, le había prestado atención y había intentado (sin éxito) agradarle, pero ¿acaso no era ésa una prerrogativa que cualquier persona debería poder ejercer sin que se comentara públicamente? Además, lo que ninguna de las damas de San Ireneo sabía era que parte de la atracción que el veterinario había suscitado en ella aquella tarde se debió a su profundo enfado con el hombre del sillón. ¿Habría despertado aquel hombre su atención si no hubiese estado absolutamente indignada con el comportamiento descortés de su jefe? ¿Habría sonreído tanto? La señorita Prim sabía perfectamente cuál era la respuesta.

—¿No quiere darle una oportunidad? —preguntó curiosa la anciana—. Conozco lo suficiente a Hortensia como para saber que le arreglará una cita sin esfuerzo y hará que el pobre hombre crea, además, que la idea ha sido suya.

—Me temo que el pobre hombre, como usted lo llama, no querrá saber nada de una mujer que piensa que el amor a los animales no es amor. No fui muy oportuna en mi conversación el día en que Herminia nos presentó. Me temo que herí sus sentimientos.

La madre del hombre del sillón la miró con sorpresa por encima de sus gafas.

—¿Herir sus sentimientos? Por el amor de Dios, ¿qué les pasa a los hombres de hoy en día? En tiempos de mi esposo, de mi padre, de mis hermanos, la idea de que la charla de una mujer pudiese herir los sentimientos de un hombre se habría considerado ridícula. Un hombre que se siente herido por una conversación en un salón de té es un inconsistente. La verdad es que no imagino qué vio usted en él esa tarde.

La bibliotecaria guardó silencio mientras desenvolvía cuidadosamente las figuras que cada mes de diciembre adornaban el salón de la casa.

—Son maravillosas —dijo admirada.

—Tienen más de cuatro siglos, fueron hechas a mano por monjes irlandeses. Mi esposo, que no tuvo hermanas, las heredó de su madre y su madre de la suya y ésta, a su vez, de la suya, y así durante varias generaciones. Yo pensaba dejar las figuras a mi única hija, pero no ha podido ser. Serán para Téseris, naturalmente —dijo con cierta tristeza en la voz.

La señorita Prim guardó un respetuoso silencio.

—Y bien, ¿qué va a hacer con el veterinario herido? —preguntó la anciana haciendo un esfuerzo por salir de su ensimismamiento—. ¿Saldrá finalmente con él?

—Es posible, depende de cómo me lo pida —respondió risueña la bibliotecaria—. Veamos, aquí hay dos nombres más que no conozco y… ¿una interrogación? ¿Qué significa esto?

La madre del hombre del sillón carraspeó y redobló su interés por los adornos de Navidad.

—Debe de ser un error, no lleva ningún nombre aparejado, es solo un signo —murmuró la señorita Prim.

—Yo diría que no es ningún error. Me parece que nuestras queridas Hortensia y Emma no dan una puntada sin hilo —dijo la anciana con una sonrisa.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué representa esa interrogación? ¿Es algún hombre en concreto?

—A veces tiene usted una forma de expresarse muy extravagante, Prudencia. ¿Existe, acaso, algún hombre en abstracto? ¿Alguno al menos con quien salir?

La bibliotecaria no contestó.

—Naturalmente que ese signo se corresponde con un hombre en concreto. Es evidente que nuestras amigas de San Ireneo conocen a un candidato a marido que usted todavía no ha detectado.

—¿Quiere decir que aún no lo conozco?

—¿Cree que si no lo conociera se molestarían en ocultar su nombre bajo un signo de interrogación? Por supuesto que lo conoce, querida mía, de eso se trata. De ocultar a sus ojos un candidato en el que usted todavía no ha pensado o incluso en el que se niega a pensar. ¿Se le ocurre algún caballero de esas características? —preguntó la dama mirándola inquisitivamente a los ojos.

La señorita Prim bajó los suyos y comenzó a rebuscar nerviosamente en la caja de las figuritas navideñas hasta hacerse con un pastorcillo cargado con una oveja.

—Me gustaría que no pusiese usted tanto empeño al manipular esas figuras —dijo fríamente la anciana—. Un esposo es para toda una vida, pero esas figuras han sobrevivido a varias. Y sería de agradecer que siguiesen haciéndolo, ¿no le parece?

5

La Gaceta de San Ireneo
ocupaba uno de los escasos edificios del pueblo, si se podía denominar así a una antigua construcción de piedra y madera de tres alturas. Era una casa estrecha cuya escalera interior ocupaba casi la mitad de cada planta. Como todos los establecimientos comerciales de la villa, contaba con un cuidado cartel de hierro y un pequeño jardín, pero todo el mundo en San Ireneo coincidía en que lo más valioso de
La Gaceta
era, sin duda alguna, su directora. La señorita Prim llegó a su cita a primera hora de la tarde acompañada por una bandeja de pasteles recién hechos. Tras casi tres meses de estancia, era perfectamente consciente de que el té, café o chocolate, una fina repostería y un buen licor eran elementos imprescindibles en las reuniones sociales de San Ireneo.

—Al principio a mí también me sorprendió un poco, pero he acabado dándome cuenta de que es un elemento de civilización —comentó Herminia Treaumont tras agradecer a la bibliotecaria su detalle gastronómico e invitarla a recorrer las diminutas instalaciones del diario.

—¿Civilización? A mí me parece una reliquia del pasado —dijo ésta—. ¿Quién tiene tiempo hoy en día para estas meriendas nuestras?

La directora le mostraba en ese momento la vieja rotativa de hierro con la que se imprimían los cuatrocientos ejemplares diarios del periódico.

—¡Qué preciosidad! ¿Todavía funciona?

—Naturalmente que funciona. Es una reliquia del pasado, como usted dice, pero la civilización lleva implícita en sí misma la idea de memoria. Los salvajes apenas perpetúan más de un puñado de tradiciones, no pueden plasmar por escrito su historia, no tienen vocación de permanencia.

—Y eso puede aplicarse al té, las galletas de nata y los bizcochos.

—Y a una conversación, sí, naturalmente. Los salvajes modernos tenemos también nuestras limitaciones. Ya no encontramos tiempo para sentarnos a una mesa a charlar sobre lo divino y lo humano. Y no solo no encontramos tiempo, sino que tampoco sabemos cómo hacerlo.

La señorita Prim examinó con interés un ejemplar del periódico de aquella tarde.

—Lo que quiere usted decir, Herminia, es que las tradiciones son un muro de contención frente a la degradación y la incultura, ¿no es cierto? —preguntó—. Estoy de acuerdo, pero nunca se me hubiera ocurrido aplicar ese principio a las toneladas de repostería que se consumen en las reuniones de San Ireneo.

Ambas se echaron a reír mientras cruzaban la puerta del despacho de la directora, separado por un panel de cristal de la minúscula redacción del diario. En la estancia, a dos pasos de un escritorio abarrotado de libros y papeles, había una mesa de té con un inmaculado mantel y, sobre él, una bandeja de dulces, una jarra de café, una lechera con nata y una fuente de fruta.

—Es usted una mujer extremadamente civilizada —dijo la bibliotecaria con una sonrisa—. Dígame, ¿de qué escriben aquí? ¿Hay noticias en San Ireneo? ¿O tal vez las inventan?

—Por supuesto que hay noticias en San Ireneo —respondió su anfitriona—, donde hay un grupo humano siempre hay noticias. Otra cosa es qué considera uno noticia y cuál es el filtro que aplica para determinarlo. Esto es un periódico a la antigua usanza, Prudencia, no solo contamos los pequeños acontecimientos de la comunidad, sino que también los debatimos.

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