—¿Cómo dice? —Esta vez la expresión del hombre del sillón cambió radicalmente—. Prudencia, ¿qué le está pasando? ¿Ha desayunado bien?
—Perfectamente bien, gracias. Dígame, ¿por qué lo ha hecho?
Él la contempló un momento en silencio.
—Si no fuera porque soy un caballero, le tomaría la temperatura ahora mismo. ¿De qué diablos está hablando?
—Hablo de
Mujercitas
, naturalmente.
—¿
Mujercitas
? ¿Pero qué demonios tiene que ver
Mujercitas
con esto?
La bibliotecaria carraspeó para ganar tiempo.
—No tiene nada que ver directamente, pero sí indirectamente.
Él la contempló con creciente incredulidad.
—Estoy esperando a que me lo explique.
—Verá —la señorita Prim hizo acopio de toda la capacidad de improvisación de que fue capaz y miró seriamente al hombre del sillón—, en cierto modo, todos somos lo que leemos.
—¿Cómo dice?
—Digo que en cierto modo, somos fruto de nuestras lecturas.
—¿De verdad? Es muy interesante eso que dice, me sugiere alguna que otra idea sobre su persona.
La bibliotecaria envaró la espalda, decidida a no dejarse vencer en la discusión.
—No estamos hablando de mí, hablamos de la señorita Mott.
—Yo tenía la impresión de que hablábamos de Louise May Alcott.
—Usted no ve una conexión entre lo sucedido a Eugenia Mott y sus lecturas, ¿no es cierto?
—Tiene usted razón, no la veo. —El hombre del sillón bajó los ojos y sonrió—. Prudencia, si lo que está usted intentando hacer es distraerme con una conversación deliberadamente absurda para que no siga lamentándome de mi responsabilidad en la desgracia de Eugenia Mott, créame que se lo agradezco. Pero no trate de hacerme creer esa estupidez de que somos lo que leemos, no es digno de usted.
La bibliotecaria se levantó y comenzó a caminar nerviosamente por el aula.
—No creo que sea una estupidez. No puedo hablar por usted, pero en mi caso puedo decir que gran parte de mi personalidad tiene que ver con mis lecturas. Por eso —se retorció las manos— me preocupa observar ciertas ausencias en la formación literaria de las niñas. No digo que sean ausencias premeditadas, quizá me he precipitado al acusarle de ello, pero son ausencias. Y probablemente tienen que ver con el hecho de que, por mucho que lo intente, usted no es una mujer.
—¿Por mucho que lo intente…?
La señorita Prim hizo una mueca.
—Lo que quiero decir…
—Sé perfectamente lo que ha querido decir. Mi querida Prudencia —el hombre del sillón se rió al advertir por primera vez la presencia del pavo—, si hay alguien preocupado por el lugar de las lecturas en la vida de estos niños, soy yo. He elegido cuidadosamente no solo cuáles, sino cuándo y cómo esas lecturas entrarían a formar parte de la existencia de mis sobrinos.
La bibliotecaria hizo ademán de volver a hablar, pero él la interrumpió firmemente con la mirada.
—Pese al caos que usted ve en mi biblioteca y en mi casa en general, ese desorden que le molesta tan profundamente, no hay una sola coma improvisada en la educación de los niños. Ni uno solo de los libros que pasan por sus manos ha dejado de pasar antes por las mías. No es casualidad que hayan leído antes a Carroll que a Dickens y a éste antes que a Homero. No hay nada fortuito en que hayan aprendido a rimar con Stevenson antes de llegar a Tennyson ni en que hayan llegado a Tennyson antes que a Virgilio. Han conocido a Blancanieves, Peter Rabbit y los niños perdidos antes que a Oliver Twist, Gulliver y Robinson Crusoe, y a éstos antes que a Ulises, don Quijote, Fausto o el rey Lear. Y lo han hecho así porque yo lo he querido así. Se están criando con buenas lecturas para que sean capaces de asimilar después grandes lecturas. Y por cierto que antes de que comience usted a exponerme sus sesudas e irritantes teorías pedagógicas, le diré que sé perfectamente que cada niño es diferente. Por esa razón el ritmo lo marcan ellos, no yo. Pero los peldaños de la escalera por la que ascienden han sido construidos por mí utilizando la experiencia acumulada durante muchos siglos por otros antes que yo. Otros a los que estoy profundamente agradecido.
La señorita Prim, que había escuchado atentamente las palabras de su interlocutor, carraspeó suavemente antes de hablar.
—¿Y
Mujercitas
? ¿Dónde encaja
Mujercitas
en ese plan? Ya imagino que no en el apartado de grandes lecturas, pero espero que haya un hueco para ella al menos dentro de las buenas lecturas.
—Pues tengo que reconocer que no lo hay.
—Pero ¿por qué? —protestó la bibliotecaria—. ¿No se da cuenta de que una cosa es la erudición y otra muy distinta la delicadeza? Usted sabe mucho de literatura, pero no sabe nada de femineidad.
—Por mucho que lo intento.
—No se lo tome a broma, esto es importante. Y para su información, le diré que Herminia piensa como yo. Nadie dice que Louise May Alcott sea Jane Austen, pero tampoco Stevenson es Dante.
El hombre del sillón la miró con atención.
—¿Sabe lo que me sorprende de todo esto, Prudencia? La miro a usted, una mujer hipertitulada, moderna y decidida, y no puedo imaginármela leyendo
Mujercitas
.
La señorita Prim levantó su respingona nariz con más fervor que de costumbre.
—¿Y puede saberse por qué?
—Porque es una obra cursi y almibarada, y si hay algo a lo que soy ciertamente hostil es al sentimentalismo azucarado. Celebro que Herminia y usted reconozcan que Louise May Alcott no es Jane Austen, porque, desde luego, no lo es.
—¿Lo ha leído? —preguntó la bibliotecaria—. Me refiero a
Mujercitas
.
—No, no lo he leído —respondió él con calma.
—Entonces, por una vez en su vida deje de pontificar y léalo antes de opinar.
El hombre del sillón se echó a reír y la miró con renovado interés.
—¿Me está pidiendo que lea
Mujercitas
? ¿Yo?
—Sí, usted. Lo menos que puede hacer antes de condenar una obra es leerla, ¿no cree?
—Pero ¿y qué me dice de la señorita Mott? ¿Nos hemos olvidado ya de la señorita Mott?
La bibliotecaria se levantó, se puso el abrigo y los guantes, cogió el pavo y mientras se dirigía a la puerta murmuró:
—Por supuesto que no nos hemos olvidado de la señorita Mott. Le apuesto lo que quiera a que ella tampoco lo leyó.
La cena de Nochebuena fue un éxito, pese a haber sido precedida de una dura discusión plagada de reproches, acusaciones y amagos de sollozos por parte de la cocinera. La señorita Prim logró imponerse a ella con habilidad y valentía. Al fin y al cabo, explicó cuidadosamente al celoso dragón que guardaba aquella cocina, la Navidad era una celebración familiar y fraternal, un momento para compartir y festejar. ¿Y qué mejor forma de compartir y festejar que cocinar juntas? La cocinera, desconcertada ante aquella elocuencia, había cedido por fin, no sin antes hacer notar a la bibliotecaria que la Navidad era bastante más que eso, mucho más que eso. Así lo había aprendido ella; así se lo había enseñado su madre y a ésta la suya; así lo explicaba también el viejo
pater
que habitaba en la abadía, y lo mismo decía el propio señor. No, aquello era solo un trocito de la Navidad, el menos importante, si se le permitía decirlo.
—Claro que se le permite decirlo, señora Rouan, porque es la verdad. Y la verdad no cambia, lo sabe usted de sobra.
La mirada desesperada de la señorita Prim detuvo el discurso del hombre del sillón, que acababa de entrar en la cocina atraído por el delicioso olor del pavo.
—Creo, sin embargo, que no es noche para discusiones y enfados —dijo al darse cuenta de la tensión entre ambas mujeres, y tras acercarse a la cocinera le susurró al oído—: déjela cocinar, señora Rouan, ese pavo nunca podrá competir con su exquisito
roastbeef
, de eso no hay duda.
La cocinera, henchida de orgullo, no dijo una palabra más y se aplicó a la tarea de terminar un suflé, mientras vigilaba los tres tipos de tartas que se cocían en el viejo horno de la cocina. Hora y media después la cena estaba lista; los niños, alborotados ante la idea de acostarse bastante más tarde que de costumbre; la mesa, vestida con un impecable mantel de hilo y una antiquísima vajilla familiar, y los invitados —Horacio Delàs y el juez Basett, que desde hacía años cenaban durante esas fechas en la casa—, acomodados confortablemente en el salón. Mientras la señorita Prim se cambiaba para la cena, podía oír el trajín de visitas, de felicitaciones, risas, abrazos y canciones.
Media hora después, sentada a la enorme y larga mesa del comedor, mientras escuchaba la animada conversación de la cena y sonreía de vez en cuando al hombre del sillón, la señorita Prim sintió nostalgia, aunque sin poder decir exactamente de qué. Asistió a la lectura que la pequeña de la casa hizo del Evangelio de San Lucas y que todos allí, desde el primero hasta el último, escucharon en silencio. Caminó animadamente con ellos después de la cena, cuando armados de cirios, bufandas y abrigos se dirigieron bajo el frío helado de la noche a la misa del gallo en la vieja abadía. Pero allí los dejó, a las puertas del antiguo monasterio, cuyas vidrieras brillaban iluminadas como un faro en medio de la noche.
—¿Realmente no quiere venir? —la animó Horacio Delàs—. Usted sabe que yo no soy creyente, pero asisto por respeto y aprecio. Hágame caso, al menos en una noche como ésta, vale la pena. La antigua liturgia romana es de una belleza incomparable.
—Gracias, Horacio, pero estoy muy cansada —respondió con amabilidad la bibliotecaria, mientras contemplaba cómo todo San Ireneo llegaba en grupos pequeños y grupos grandes, con numerosos niños abrigados hasta las cejas por el frío, aquel frío que se colaba entre la ropa y penetraba hasta los huesos.
Las estrellas brillaban en el cielo cuando la señorita Prim dio la vuelta y se dirigió de nuevo a casa. Cuando estaba a punto de tomar la bifurcación del camino, se paró súbitamente, miró el reloj y, tras vacilar unos instantes, tomó el sendero que llevaba al pueblo. Las alegres luces de los escaparates estaban apagadas, pero las ventanas de las casas, suavemente iluminadas, como a la espera de que sus habitantes regresasen del oficio religioso, daban a las calles un sabor cálido y acogedor. La bibliotecaria llegó a la plaza principal y con paso decidido se dirigió al viejo salón de té, que todavía permanecía abierto. Una ola de calor la recibió al abrir la puerta. Dentro, las mesas y la barra estaban vacías. Solo después de un momento divisó junto a una ventana a una mujer inclinada sobre una taza, con un libro en la mano.
—Creí que estaba usted con los demás en la abadía —dijo la señorita Prim.
La madre del hombre del sillón levantó la cabeza y con un gesto silencioso invitó a la bibliotecaria a sentarse.
—No voy nunca, es demasiado emotivo para mí. Salgo con ellos de casa, los acompaño todo el camino y al llegar les digo a los niños que la abuela prefiere sentarse en la parte de atrás. Lo he hecho así desde que tienen uso de razón. Pero ¿sabe qué?
—Que este año no ha funcionado —respondió la bibliotecaria con una sonrisa traviesa, mientras se quitaba la bufanda y los guantes y pedía al camarero una taza de chocolate caliente.
La anciana dama la miró con sorpresa.
—Es usted muy perspicaz.
La señorita Prim se rió y aseguró que su perspicacia no era otra cosa que un poco de experiencia.
—Se puede engañar a los niños un tiempo, pero la mayoría de los adultos no nos damos cuenta del momento en que expira ese período de gracia.
Su compañera asintió pensativa.
—Esta noche he ido con ellos, como siempre. He entrado con ellos, he esperado a que se sentasen con mi hijo en el banco de la familia, y cuando les he dicho que la abuela se iba a sentar detrás, como hace siempre, me han dicho algo inaudito.
—Deje que lo adivine.
—No creo que pueda. «Abrígate bien al salir, abuela», eso me han dicho. Nunca me había sentido tan asombrada, nunca en toda mi vida. No he sabido qué decir; he murmurado algo incoherente. Y luego, ¿qué otra cosa podía hacer?, he salido a toda prisa.
La señorita Prim sonrió con dulzura y amabilidad. Sabía que aquélla era la última noche de la anciana en la casa, como también sabía —o al menos, eso había supuesto— que aquél sería el lugar en el que podría encontrarla. Tras el desastre matrimonial de Eugenia Mott, la bibliotecaria apenas había podido cruzar alguna palabra con ella. Habían sido unos días complicados, repletos de compras, postales de Navidad, pequeños encargos y trabajo atrasado. Mientras la bibliotecaria mordisqueaba un pedazo de bizcocho de limón, observó en silencio a su compañera. Había aprendido a apreciar a aquella mujer, había aprendido a apreciarla y a respetarla. Pero desde el día de la conversación que ambas mantuvieran bajo el camelio de Eugenia Mott, la frágil confianza que se había establecido entre ellas parecía haberse evaporado. La señorita Prim solía pensar que quizá aquellas confidencias habían sido una suerte de ensoñación romántica que no había existido jamás, excepto en su imaginación. ¿Volvería a ver a la anciana después de aquella noche? La bibliotecaria se estremeció. Probablemente, seguramente más bien, no volverían a verse.
—¿Recuerda la tarde en que me dijo que habían sido los niños los responsables de que su hijo hubiese hecho ese viaje vital del que usted tan descontenta está?
—Lo recuerdo, naturalmente.
La señorita Prim hizo una pausa para untar una tostada de grueso pan campesino con mantequilla y mermelada.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó.
La madre del hombre del sillón no contestó, sino que se limitó a su vez a untar otra tostada.
—Lo que quiero decir es esto —continuó la bibliotecaria—: ¿Cómo es posible? ¿Cómo pueden unos niños tan pequeños provocar un cambio tan grande y tan profundo?
La anciana dama dejó de comer y levantó los ojos.
—Fue a través de Téseris.
—¿Téseris?
—Fueron esas sorprendentes y maravillosas intuiciones que tiene. ¿Le ha contado ya que la Redención es un cuento de hadas
real
? Es una idea inaudita para una niña de diez años, pero de ningún modo ha sido la primera en formularla. Hubo otros (Tolkien, por ejemplo) que lo hicieron antes que ella. ¿Ha hablado alguna vez un buen rato con mi nieta?
—Por supuesto —contestó la señorita Prim.