—¿Debatir? ¿Quiénes? ¿Y sobre qué?
—Todos nosotros y sobre cualquier cosa. Sobre política, economía, arte, educación, literatura, religión… ¿Le sorprende? Mire a su alrededor, fíjese en su propia vida, examine sus relaciones. ¿No le parece que la vida es un debate continuo?
La señorita Prim se contempló durante un instante en la biblioteca mientras discutía sobre el fragor con el hombre del sillón. A continuación se visualizó debatiendo sobre el matrimonio con Hortensia Oeillet, sobre el feminismo con las damas feministas, sobre educación con la madre de su jefe, sobre cuentos de hadas con los pequeños de la casa. Sí, en cierto modo la vida era un debate continuo, desde luego que lo era.
—De vez en cuando, en realidad una o dos veces al mes, organizamos debates públicos en nuestro club socrático, y después los publicamos.
La bibliotecaria cogió una galleta de nata y la mordisqueó suavemente.
—¿Un club socrático? ¿Se refiere a un club de debates?
—No se puede imaginar el éxito que tiene, viene gente de todos los alrededores. Otras veces no es un debate en vivo, sino por entregas. Un buen día alguien publica un artículo, una segunda persona responde, luego escribe un tercero, un cuarto, hasta un quinto, y todos los demás asistimos al duelo de espadas.
La señorita Prim preguntó si su jefe participaba en aquellas batallas.
—Por supuesto que sí. Y gana muy a menudo.
La bibliotecaria replicó que no le extrañaba en absoluto.
—Pues dudo mucho que haya utilizado alguna vez toda su artillería contra usted. Verle discutir con Horacio Delàs es todo un espectáculo.
—Horacio es un hombre encantador —dijo la señorita Prim.
—Celebro mucho que lo haya advertido.
La bibliotecaria observó a su anfitriona con interés. La directora de
La Gaceta de San Ireneo
tenía ese encanto indefinible de las personas que callan más de lo que dicen. La señorita Prim había tenido siempre la sensación de que ese tipo de personas contaba con una importante ventaja sobre los demás. Jamás decían inconveniencias, no se les ocurrían ridiculeces, nunca tenían que arrepentirse de sus palabras o matizar sus comentarios. Ella siempre había tratado de comportarse así, había intentado no decir nada que pudiese dañar a otra persona o a sí misma, pero no era fácil conseguirlo. Herminia Treaumont, sin embargo, dominaba aquel arte. Aunque le pesase, la bibliotecaria podía comprender ahora el atractivo del que había hablado el hombre del sillón.
—Me preocupan las niñas —dijo de pronto al recordar un asunto del que quería hablar desde hacía tiempo.
La directora del periódico la miró asombrada.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a su educación. No, no hablo de sus creencias, eso es un tema demasiado extraordinario como para preocuparme. Hablo de la delicadeza.
—¿Cree acaso que no están siendo criadas con delicadeza? Su tío es un caballero, un hombre maravillosamente sensible y cortés, puedo dar fe de ello.
La señorita Prim sintió un malestar en el estómago que le hizo preguntarse si los pasteles estarían en buenas condiciones.
—No dudo de que sea extremadamente sensible y sumamente cortés, pero usted lo ha dicho: es un hombre. Está rodeando a esas niñas únicamente de clásicos griegos y latinos, de literatura medieval y poesía renacentista, de pintura y escultura barroca.
—Tiene gracia que diga usted eso, porque él detesta el barroco. Dicho esto, a mí me parece fantástico —dijo Herminia Treaumont mientras se servía un poco de fruta.
La señorita Prim hizo un esfuerzo por buscar las palabras adecuadas. Si hubiera sido una de esas personas que callan más de lo que hablan las habría encontrado, pero no lo era. Y como no lo era, probablemente la mejor opción fuera ser directa.
—No he visto ni rastro de
Mujercitas
en la casa.
Su anfitriona la contempló con sorpresa.
—¿
Mujercitas
?
—
Mujercitas
.
—Pero eso es imposible, no puedo creerlo.
La bibliotecaria sonrió aliviada. Por un momento había temido que Herminia Treaumont perteneciese a ese grupo de almas toscas incapaces de comprender el valor radical de una vieja edición de
Mujercitas
en un plan de educación.
—Tiene que ser un error, Prudencia. Probablemente haya una biblioteca para las niñas, no puedo creer que no haya caído en eso. Por lo que sé, Eksi ya ha leído a Jane Austen.
—Cierto, pero Jane Austen es Jane Austen. Ni siquiera él puede ignorarla, es demasiado importante para olvidarla. Pero debo decir que la única vez que le he oído hablar sobre Jane Austen fue para criticar a Darcy.
La directora del periódico se sirvió una taza de chocolate y ofreció otra a la señorita Prim.
—Todos los hombres que conozco critican a Darcy. Lo consideran molesto e impertinente.
—¿Por qué? —preguntó la bibliotecaria intrigada.
—Supongo que son conscientes de que pierden brillo de forma abrumadora cuando se les compara con él.
La señorita Prim guardó silencio mientras rememoraba cierta discusión en la cocina.
—Tendremos que hablar de esto con él —dijo su anfitriona.
—Desde mi humilde punto de vista, lo de
Mujercitas
es lo más grave —insistió la bibliotecaria—. Siempre he pensado que la infancia de una niña sin ese libro debe de ser como un páramo.
—Yo también lo creo.
Ambas permanecieron calladas. Una de las redactoras del periódico llamó a la puerta. Herminia Treaumont le dio unas instrucciones breves y precisas antes de volver a cerrar y sentarse de nuevo con su invitada.
—Déjeme decirle algo, Prudencia. Esas niñas están extraordinariamente educadas, tienen una formación única. Quisiera dejarlo claro, en honor a la verdad.
La señorita Prim acercó su silla a la mesa y habló con decisión.
—Ninguna formación está completa si falta ese trocito de Concord. Ya sé que su valor literario no es comparable al de otras muchas obras, no se trata de eso, ambas lo sabemos. Se trata de belleza, de delicadeza, de seguridad. Cuando se hagan mayores y la vida las golpee (y tenga por seguro que la vida las golpeará), siempre podrán volver la vista atrás y refugiarse unas horas en esa vieja historia sentimental. Llegarán cansadas del trabajo, agobiadas por el tráfico, doloridas por la tensión y los problemas y allí, en el fondo de sus cerebros, encontrarán una puerta que les permitirá trasladarse al viejo salón de Orchard House, con su trascendentalismo puritano y dulzón, su piano, su alegre chimenea y su bendito árbol de Navidad.
—Yo siempre quise ser como Jo March —murmuró con nostalgia Herminia Treaumont.
—Pues es mejor que no le diga quién quise ser yo.
—¿Por qué?
—Porque demuestra la clase de infancia que tuve.
—Vamos, Prudencia. ¿Meg?
—No.
—¿Amy?
—No.
—¿La pobre Beth?
—No.
—¿No será la tía March?
—No, la tía March no. La señora March.
—¿La señora March? ¿De verdad? ¿Por qué?
La señorita Prim reflexionó un momento sobre el porqué. Tenía que ver con el carácter de su propia madre, una mujer sensitiva y artística, pero en modo alguno parecida a la progenitora de las March. No había en ella ni rastro de aquella mujer sólida y fuerte, pero también dulce y comprensiva, que encerraban las páginas del libro. La bibliotecaria había pensado muchas veces que si hubiese tenido que elegir un adjetivo para describir a su madre, éste habría sido
consolable
.
—¿Consolable?
—Mi madre siempre ha sido un personaje eminentemente dramático. Pertenece a esa clase de mujeres que exigen apoyo incluso cuando la desgracia no se abate sobre ellas, sino sobre los demás. Cuando mi padre perdió su trabajo hace unos años, la que se encerró durante días a llorar y lamentarse fue ella. Él se quedó solo en el salón, callado y cabizbajo. Cuando perdí la beca de la universidad, pasó dos semanas sin sentarse a la mesa. Ocurrió lo mismo cuando mi hermana mayor fue abandonada por su marido. Virginia no pudo llorar, porque a su lado había una mujer vestida de saco y ceniza que no cesaba de lamentarse por su suerte.
Herminia Treaumont puso sus manos sobre las de la señorita Prim.
—Lo siento mucho, Prudencia. Pero ¿por qué la señora March? ¿No habría sido más lógico identificarse con una de sus hijas?
La señorita Prim apretó las manos de su anfitriona.
—Siempre he sido una mujer realista, Herminia, y las mujeres realistas fueron antes niñas realistas. Era bastante pequeña cuando leí el libro. Entonces no me gustaba mi madre, pero sabía que tenía una madre. No podía fingir que no la tenía. Lo que sí podía hacer era imaginar la clase de madre que sería yo cuando me hiciese mayor. Y esa madre era la querida Marmee March.
La directora del periódico de San Ireneo se puso en pie, se acercó a una de las estanterías de su despacho y sacó un pequeño libro marrón con el título grabado en dorado.
—Tengo el convencimiento de que tiene que haber alguna explicación razonable para todo esto —suspiró.
—Sí que la hay —respondió la señorita Prim—. No existe ninguna mujer en la casa, ninguna en absoluto.
Tras meditar un momento, Herminia Treaumont se acercó a la bibliotecaria y le tendió con decisión el libro, una edición de
Mujercitas
de 1893.
—¿Dice usted que no existe ninguna mujer en la casa? Ya lo creo que existe, Prudencia. Ahora
sí
existe.
La señorita Prim acababa de dejar a Herminia Treaumont en el periódico cuando escuchó una voz agradable y familiar a sus espaldas:
—Prudencia, hace días que quería llamarla. ¿Cómo está? Por increíble que pueda parecer en un lugar tan pequeño como éste, le he perdido completamente la pista.
La bibliotecaria se volvió y se encontró con la sonrisa de Horacio Delàs. Arropado con una bufanda roja y un desgastado abrigo azul marino, llevaba los brazos repletos de paquetes.
—Esperaba que me besase la mano, Horacio, pero veo que es un imposible —bromeó ella.
Él se inclinó cortésmente y después señaló los paquetes con un gesto.
—Nada me gustaría más, querida. Lo haría si no estuviese apabullado por esta infernal tarea.
—¿Tarea?
—¿Cómo llamaría a la labor de comprar objetos inútiles para quince niños y una docena de adultos?
La bibliotecaria sonrió. Le gustaba aquel hombre, había algo en sus modales, algo cálido y confortable, que la hacía sentirse a sus anchas.
—¿Tal vez arte?
—¿Arte? Espere a ver el suyo antes de ser tan generosa.
—¿Pero es posible que me haya comprado un regalo a mí también? —dijo ella conmovida.
—Naturalmente que le he comprado un regalo. No esperaría usted que llegase la Navidad y la dejásemos abandonada como a una criatura que se ha portado mal. No debe sorprenderse si recibe varios obsequios estas fiestas. Me consta que se ha hecho usted muy popular en esta extraña colonia nuestra.
La señorita Prim se estremeció, más de satisfacción que de frío, bajo su suave abrigo de cachemira.
—Discúlpeme, Prudencia, soy un verdadero canalla al tenerla parada en la calle con esta temperatura. ¿Me acompaña a la librería? Tengo que comprar algo para ese anciano benedictino que se esconde de nosotros en su celda.
La señorita Prim se mostró encantada ante la perspectiva de disfrutar de un rato de compras. Las calles de San Ireneo mostraban ya la iluminación de Navidad. Escaparates adornados con guirnaldas de brezo y acebo, velas encendidas, escenas del Nacimiento y flores de Pascua animaban a los viandantes a curiosear en las tiendas en busca de regalos. Dentro, los comerciantes ofrecían a los compradores tazas de té y chocolate caliente, galletas, buñuelos y pequeños pasteles cubiertos de azúcar glas a modo de nieve.
—¿Qué piensa comprarle? —preguntó la bibliotecaria cuando entraron en el establecimiento.
—Soy un viejo sentimental, ¿sabe? —suspiró su amigo—. El otro día fui a verle a la abadía y estuvimos hablando de la infancia. Me habló de sus tiempos escolares, de la ternura de su madre, del catecismo…
—¿Va a comprarle un catecismo? Imagino que el de Trento, naturalmente —le interrumpió ella con una sonrisa.
En lugar de contestar, Horacio Delàs se acercó a una estantería y cogió un pequeño libro rojizo con las tapas muy desgastadas. La bibliotecaria se fijó en el lomo.
—¿El abate Fleury?
—El
Catecismo histórico
. Una primera edición de 1683, una joya.
—Ya lo creo —dijo una voz dulce y educada a espaldas de ambos—, no te imaginas lo que me ha costado conseguirla. Ha llegado esta misma mañana de Edimburgo.
La señorita Prim se dio la vuelta y descubrió a una mujer de aspecto severo, delgadez extrema y ojos maliciosos e inteligentes.
—Usted debe de ser nuestra famosa Prudencia Prim. Permítame que me presente, soy Virginia Pille, la librera de San Ireneo.
—Encantada de conocerla, señora Pille —respondió la bibliotecaria tendiéndole la mano.
—Llámeme Virginia, todo el mundo me llama así.
—Debería usted saber, Prudencia, que está hablando con la mujer más poderosa del pueblo —murmuró Horacio Delàs.
La dueña de la librería se echó a reír y la señorita Prim se percató de lo limpia y cristalina que era su voz.
—Tonterías, Horacio, todo el mundo sabe que la mujer más poderosa de este pueblo es Herminia. No se mueve una hoja en San Ireneo sin que ella lo sepa.
—Es posible, pero todas las hojas que se mueven en esta villa pertenecen a alguno de tus libros —puntualizó él con afecto.
Virginia Pille volvió a reírse alegremente.
—Tiene una hermosa librería —dijo la bibliotecaria tras echar un vistazo a las viejas estanterías de madera pintadas de azul, las desvencijadas mesas repletas de libros e inscripciones hechas a navaja, las lámparas de estudio distribuidas por los rincones del establecimiento y el antiguo samovar de plata junto al mostrador.
—Gracias, yo también lo creo. ¿Les apetece una taza de té? —preguntó la librera.
Mientras ésta preparaba la infusión, la señorita Prim aspiró hondo y preguntó:
—¿Krasnodar?
Virginia Pille levantó la vista y la miró con curiosidad.
—Veo que tiene usted buen olfato. Recolectado, secado y envasado directamente para mí. Tengo buenos amigos en la vieja Rusia.