—¿En Sochi?
—Exactamente. Sabrá cómo se elabora, ¿verdad?
La bibliotecaria asintió sonriendo mientras disfrutaba del intenso olor del té que se esparcía por la habitación. Después de tomar asiento en torno a una pequeña mesa detrás del mostrador, admiró con placer el viejo servicio de Meissen y las cucharillas de plata armoniosamente desparejadas y pensó que, para una mujer como ella, aquello era muy parecido a la gloria.
—Me temo que son ustedes demasiado exquisitas para mí —suspiró Horacio Delàs—. Ilustren a un pobre caballero que lleva bebiendo té a granel toda su vida.
—Por lo que sé, en Sochi se toman solo las tres hojas superiores de la planta y el resto se desecha. Es el secreto de su sabor —explicó la señorita Prim.
—Eso y que solo se cultiva de mayo a septiembre. El clima hace el resto —añadió la propietaria de la librería.
Horacio Delàs bebió un sorbo y alabó calurosamente la calidad de la infusión. A continuación, señaló el antiguo catecismo.
—¿Te ha costado mucho conseguirlo?
—Para él nada es mucho —respondió la librera con sencillez.
La bibliotecaria, que se había entretenido ojeando una colección de cuentos infantiles troquelados, se volvió para preguntar:
—¿Qué tiene ese monje de particular? ¿Por qué es tan popular?
La dueña de la librería miró a su amigo en muda interrogación.
—¿No le conoce?
Él negó con la cabeza. Entonces Virginia Pille bajó la vista y jugueteó con la tapa del samovar antes de decidirse a contestar:
—La respuesta más evidente es que él, junto al hombre que la emplea a usted, fundó esta colonia.
—¿Y la menos evidente?
—La menos evidente es que es el único hombre que conozco que tiene un pie en este mundo y otro en el otro.
La señorita Prim se sobresaltó.
—¿Quiere decir que está muriéndose?
—¿Morirse? —Virginia Pille volvió a soltar otra de sus cristalinas carcajadas—. ¡No, espero que no! ¿Por qué se le ha ocurrido esa idea?
—A ver cómo se lo explicamos sin escandalizarla, Prudencia —intervino Horacio Delàs—. Lo que quiere decir Virginia es que en ese monje benedictino se ha hecho realidad el viejo mito platónico de la caverna. Él es el audaz prisionero liberado de la cueva que regresa al desolado mundo de las sombras, junto a todos nosotros, después de haber visto el mundo real.
La librera de San Ireneo miró a la señorita Prim y le dijo en voz baja:
—Horacio lo dice todo de un modo muy poético, Prudencia, pero se trata de algo tan sencillo como esto: nuestro querido
pater
es un hombre capaz de ver lo que los demás no podemos ver.
Al escuchar estas palabras, la bibliotecaria sintió una oleada de cansina indignación. ¿Ver lo que los demás no pueden ver? En aquel pueblo, era imposible no percatarse de ello, habitaban más excéntricos de los que era posible imaginar. La señorita Prim desconfiaba por principio de la gente que afirmaba ver cosas invisibles. En el mundo que ella conocía, un mundo seguro, limpio y confortable, las cosas invisibles eran cosas invisibles. Si no se veían, no existían. Desde luego que no tenía nada que objetar a esa clase de muletas que hacen la vida más llevadera —las filosofías y creencias espirituales, los cuentos que se narran a los niños, las emociones, los sentimientos, las sensaciones —pero siempre que estuviese bien claro que aquellas realidades no existían o, si lo hacían, era únicamente en la mente o en el corazón de quien las experimentaba. En el mundo real, tal y como ella lo concebía, todo era susceptible de plasmarse o registrarse de algún modo. Ya fuese a través de la poesía o del arte, de la literatura o de la música, todo debía tener una traducción en el mundo visible. Las cosas invisibles, repitió para sí, solo existen en la imaginación. Y entonces, casi como en un destello, pensó en oscuros y enigmáticos espejos.
—¿Quiere decir que es un místico? —preguntó con frialdad.
—Si lo es, es demasiado humilde para reconocerlo —dijo Horacio Delàs mientras rogaba con una mirada a la dueña de la librería que volviese a hacer uso del samovar y llenase su taza—. Pero hay que decir que de existir
algo
, y se lo dice un escéptico, él tiene una extraña familiaridad con
ello
, sea lo que sea.
La señorita Prim sonrió con suficiencia.
—¿Y por qué deduce usted eso? ¿Es algo en su mirada? ¿Hay un aura alrededor de su figura?
—No es tanto lo que uno ve en su mirada —intervino suavemente Virginia— como lo que él ve en la mirada de los demás.
—¿Quieren decir que adivina lo que uno piensa? —preguntó la bibliotecaria con un mohín de ironía.
—Queremos decir que sabe lo que uno
es
.
La señorita Prim se sintió repentinamente incómoda. La idea de un anciano que se conduce por el mundo adivinando lo que los demás son le parecía inquietante. Y no solo inquietante, sino también inadecuado. Era un modo sutil y misterioso de atentar contra la intimidad de una en el mejor de los casos, o una forma burda de engañar, en el peor. De un modo u otro, había algo incorrecto en aquello; incorrecto y desagradablemente morboso. La señorita Prim se negaba en redondo a ser adivinada en su esencia. Se negaba por principio y también por final.
—Y yo que creía que era usted un hombre científico —dijo con gesto de pesar.
—Ah, pero ¿no lo soy? —contestó su amigo fingidamente asombrado.
—No puede serlo y creer al mismo tiempo que ese hombre adivina cosas.
—Naturalmente que no puedo. Pero yo no he dicho eso; solo he dicho que ese hombre, como usted lo llama,
sabe
cosas.
Virginia Pille comenzó a retirar en silencio el servicio de té.
—¿Y no es lo mismo acaso? —insistió la señorita Prim.
—Desde luego que no es lo mismo. La reto a que se acerque un día a hablar con él.
—No pienso hacerlo, gracias.
—¿Por qué? ¿Es que tiene miedo?
La bibliotecaria hizo una mueca de displicencia.
—¿Miedo? ¿A un pobre monje nonagenario?
Horacio miró a la propietaria de la librería antes de contestar.
—Dígame una cosa, Prudencia: ¿hay algún agujero negro en esa joven vida suya? ¿Algo con lo que deba vivir y de lo que querría deshacerse? ¿Una mancha en su conciencia? ¿Un temor sin resolver? ¿Un rumor de desesperación?
—¿Y qué, si lo hubiese? —respondió la bibliotecaria con la barbilla levantada—. Todo el mundo tiene no uno, sino muchos.
—Tiene usted razón, todo el mundo los tiene. Pero lo que yo trato de decirle es que él los conoce. Conoce lo que hay en las conciencias, lee en ellas como en un libro abierto.
—Eso es imposible.
—No tiene más que ir a verlo. Tal vez no le diga nada revelador, no lo hace siempre. Pero lo que le diga, sea lo que sea, dará en el blanco, se lo aseguro.
Tras pagar el libro y agradecer a la dueña de la librería el té y la conversación, ambos salieron del establecimiento a la noche fría e iluminada de San Ireneo.
—Sigo insistiendo en que me sorprende oír eso de un hombre que no se caracteriza por ser crédulo precisamente —dijo la señorita Prim.
Horacio Delàs, cargado con un paquete más —el catecismo del abad Fleury—, sonrió a la bibliotecaria con afabilidad.
—Ése es precisamente el quid de la cuestión, Prudencia. El mío no es un escepticismo al modo pirrónico, sino científico. Acepto todo presupuesto que cuente con una evidencia empírica que lo respalde.
—¿Ah, sí? —respondió la bibliotecaria—. ¿Y hay una evidencia empírica que respalde esa facultad a la que usted alude y según la cual ese anciano monje sabe lo que uno es?
Su acompañante se detuvo para mirarla a los ojos.
—¿Que si la hay? Por supuesto que la hay.
—¿Y cuál es, si puede saberse?
La señorita Prim adivinó lo que Horacio Delàs iba a decir exactamente un segundo antes de que éste lo dijese.
—Los agujeros negros de mi propia vida, naturalmente.
La noticia de la desaparición del señor Mott sacudió la placidez de San Ireneo con la violencia repentina de un puñetazo en el estómago. La señorita Prim se enteró en la carnicería, mientras elegía un enorme pavo que pensaba asar para la cena de Navidad a espaldas de la cocinera, aunque aún no sabía cómo.
—Dije que no me gustaba —se lamentaba el carnicero—. Lo dije en cuanto vi la forma en que atendía a la gente en el quiosco. Parecía mirar siempre un poco más allá de uno, como un león enjaulado ansioso por dejar atrás los barrotes. Pobre señorita Mott, hombres como ésos no cambian nunca.
La bibliotecaria salió del establecimiento apresuradamente y corrió hacia la escuela. Una vez allí, se detuvo sin aliento ante la puerta. No se atrevía a llamar. No se atrevía a hacer ninguna otra cosa excepto permanecer allí de pie, en silencio, con un enorme pavo entre los brazos. Unos movimientos tras los visillos, lentos y disimulados, le hicieron albergar esperanzas de que alguien hubiese detectado su presencia y la invitase a entrar. Minutos después se abría la puerta del colegio y el hombre del sillón, con expresión seria, le pedía que hiciese el favor de pasar.
—Entonces ¿se ha ido? —preguntó, todavía sin aliento por la carrera y el peso del pavo.
El aula estaba vacía. No había niños, pero tampoco había mandilones, ni cajas de lápices, ni tizas en la base de la pizarra, ni mapas, ni figuras de madera para enseñar geometría. Un escalofrío recorrió la espalda de la bibliotecaria. ¿Quién se había ido? ¿El señor o la señora Mott?
—Se han ido los dos —dijo despacio el hombre del sillón—, pero me temo que no juntos. Tal vez mi madre tuviese razón, después de todo. Lo siento mucho por Eugenia, no merecía un trato así.
La señorita Prim sintió lástima por la profesora, pero no entendía del todo aún qué había ocurrido.
—¿Adónde ha ido la señorita Mott? ¿Qué ha pasado?
—El señor Mott ha vuelto a hacerlo. No regresó a casa anoche, le dejó una nota diciéndole que lo había intentado, pero que se sentía atrapado. Ella ha hecho las maletas y se ha ido a casa de su hermana. Creo que no volverá.
La bibliotecaria contempló a su jefe con compasión. Se levantó suavemente y se sentó a su lado.
—Le creo demasiado inteligente para sentirse culpable por lo que ha pasado.
Él levantó la cabeza y sonrió distraídamente.
—No me siento culpable, pero sí responsable. Eugenia es una mujer muy frágil y romántica, toda sensibilidad, debí haber sido más prudente y aconsejarla mejor.
Al oír la expresión «toda sensibilidad», la señorita Prim sintió una punzada en su interior.
—¿Tiene usted algo en contra de la sensibilidad?
—Nada en absoluto, es una cualidad maravillosa, pero no es el instrumento adecuado para pensar.
—¿Quiere usted decir que las personas sensibles no sabemos pensar?
El hombre del sillón volvió a mirarla, esta vez con curiosidad.
—Ah, ¿pero estamos hablando de usted?
La bibliotecaria se sonrojó e hizo ademán de levantarse de la silla, pero él la detuvo con un gesto.
—Por supuesto que no hablamos de mí —dijo con la nariz elevada—. Es solo que no entiendo qué tiene que ver la sensibilidad con la imprudencia, la ingenuidad o la falta de juicio, que es lo que me parece que quiere usted apuntar cuando habla de la pobre señorita Mott.
—La sensibilidad es un don, Prudencia, soy perfectamente consciente de ello. Pero la sensibilidad no es el instrumento adecuado para pensar, y cuando se utiliza para pensar, no solo no lleva a buen puerto, sino que conduce al desastre. Ocurre igual que con las orejas y la comida. Un órgano admirable, la oreja; una maravilla de diseño pensada hasta el último de sus tejidos para facilitar la audición. Ah, pero pruebe usted a usarla para comer y verá qué resultado obtiene.
La bibliotecaria se rió y al hacerlo arrancó por primera vez una sonrisa en su interlocutor.
—Así que cree usted que Eugenia Mott pretendió comer con las orejas y que usted no fue lo suficientemente fuerte, hábil o responsable como para advertírselo. ¿No es así?
—Suena bastante poco halagador, pero supongo que sí, supongo que así es.
Tras meditar unos instantes en silencio, la señorita Prim se puso bruscamente en pie y se encaró con su jefe.
—Pues permítame decirle que es usted increíblemente soberbio.
Él la miró desde abajo, sorprendido por aquel arranque de energía y la sonrisa triunfante que ella mostraba en su rostro.
—¿Pretende usted comenzar una discusión? —dijo con tono de incredulidad—. Porque si es eso lo que pretende, debo advertirle que no es el día adecuado.
—En absoluto —respondió ella—, solo pretendo ayudarle. Debería usted saber que el mundo no actúa en función de sus consejos. Es posible que le parezca extraño, pero así son las cosas. Sí, puede ser que impresione a algunos y encandile a otros con esa sabiduría suya y esa cortesía que irradia incluso cuando es impertinente, pero no debe equivocarse. Las personas que le rodean le escuchan, pero eso no quiere decir que le obedezcan siempre ni que sigan en todo momento sus indicaciones.
El hombre del sillón parecía ahora confuso, una circunstancia que aprovechó la bibliotecaria para seguir hablando.
—No lo niegue, no sirve de nada negarlo. Esta mañana se ha levantado convencido de que el sufrimiento de Eugenia Mott se debe a usted y a su supuesta falta de responsabilidad. Eso no solo supone una carga enorme y gratuita sobre sus hombros, sino que demuestra un aprecio excesivo por el valor de sus juicios, si me permite decirlo.
—¿Serviría de algo que no se lo permitiera?
La señorita Prim hizo una pausa, aparentemente satisfecha con el efecto de sus palabras. Era consciente de que había conseguido cambiar el estado de ánimo de su interlocutor. La desgracia de la señorita Mott era un acontecimiento lamentable y ella lo sentía profundamente, pero en su fuero interno estaba convencida de que el hombre del sillón había actuado leal y correctamente al haberla aconsejado como lo hizo y no estaba dispuesta a permitir que se fustigase por ello. Ahora estaba ligeramente molesto con ella, pero ya no parecía cabizbajo y su voz había recobrado aquel matiz de tambores de guerra que tanto la había alarmado la primera vez que se encontró con él. Sin embargo, no estaba satisfecha. Debía seguir hostigándole, era necesario hacerlo. Y ella, qué duda cabe, sabía muy bien cómo hacerlo.
—¿Por qué ha desterrado a Louise May Alcott de las vidas de Téseris y Eksi? —preguntó de pronto.