Cuando el automóvil se alejó, la bibliotecaria se reunió con el hombre del sillón, que en aquel momento se despedía de una sonriente y relajada señorita Mott. Mientras ambos se dirigían al coche, la señorita Prim preguntó suavemente:
—Entonces ¿ya está todo arreglado?
El hombre del sillón se quitó el abrigo y lo puso sobre los hombros de su empleada, que lo agradeció en silencio.
—Todo arreglado.
—¿Va a volver con él?
—Lo hará si cumple ciertas condiciones que asegura estar dispuesto a cumplir. Hemos hablado por teléfono y creo que es sincero, aunque quiero verlo en persona y explicarle mejor el plan.
—¿El plan? Pero ¿hay un plan?
—Desde luego que hay un plan.
—Aunque usted no va a contármelo, ¿no es cierto?
—Muy cierto.
Siguieron caminando en silencio. Los senderos de San Ireneo comenzaban a desdibujarse bajo la nieve cuando él volvió a hablar.
—¿Ella está bien?
La señorita Prim buscó las palabras antes de contestar.
—Supongo que sí, pero creo que se siente muy triste. Piensa que usted la culpa de algo que ocurrió hace muchos años.
El hombre del sillón guardó silencio unos instantes.
—No es cierto, la perdoné hace también muchos años, cuando todavía era un muchacho. Es ella la que se culpa a sí misma, pero no puede reconocerlo. Es más fácil proyectar la culpa en los ojos de los demás y defenderse de ello que encontrarla en el interior de uno mismo, donde no hay defensa posible.
—Pero usted le dijo algo muy duro esta tarde. Yo misma me sorprendí de que fuese capaz de decir algo así delante de todos.
Mientras su jefe sacaba las llaves del coche y le abría la puerta, la bibliotecaria se preguntó si no habría ido demasiado lejos con aquellas palabras. Una vez que él arrancó el coche y puso el climatizador a máxima temperatura, se volvió hacia ella y le dijo:
—El problema de mi madre es que no hay nadie a cuya autoridad pueda someterse. Perdió a sus padres hace muchos años, perdió también a su marido. No tiene en cuenta la opinión de sus parientes, nunca lo ha hecho, y mucho menos la de sus hijos. No hay disciplina humana o espiritual a la que someta su voluntad, se guía únicamente por sus juicios y son sus juicios también el único tribunal encargado de reprenderla cuando comete un error. ¿Se imagina cómo sería usted si no tuviese personas cerca con capacidad para influenciarla? ¿Nadie para señalarle sus defectos, nadie para hacerle frente cuando se excede en su carácter, nadie para corregirla cuando se equivoca?
La señorita Prim dijo que, ciertamente, no lo imaginaba.
—Mi madre no tiene a esa persona o personas que son una bendición para la propia vida y cuya función consiste en decir lo que uno de ninguna manera quiere oír. Esta noche ha estado a punto de cometer un error que habría pagado una persona débil e inocente y yo no he podido permitirlo, eso es todo. No hay rencor, ni culpa ni acusación alguna por mi parte. Todo lo contrario, soy un hijo que quiere profundamente a su madre, créame.
La bibliotecaria volvió a experimentar la insistente sensación de envidia que la había acompañado toda la tarde. Estaban ya llegando a casa cuando recordó que había algo que debía preguntar.
—¿Qué belleza salvará al mundo? —murmuró.
El hombre del sillón la contempló con curiosidad a través de la penumbra del coche.
—¿Dostoievski, Prudencia? ¿Dostoievski? Yo que usted empezaría a preocuparme.
La señorita Prim, cálidamente arrebujada en el abrigo de su jefe, sonrió feliz al amparo de la oscuridad.
Durante las siguientes semanas los habitantes de San Ireneo de Arnois fueron descubriendo los entresijos del plan que habría de transformar al esposo de la señorita Mott en un marido sedentario. A medida que comenzaron a conocerse los detalles, el entusiasmo se extendió por el vecindario. La solución arbitrada por el hombre del sillón y aprobada por ambos cónyuges tenía como eje conseguir ayudar a la maestra de San Ireneo a superar el mayor y más grave obstáculo para la restauración de su matrimonio: la desconfianza. Dos premisas se consideraron imprescindibles para lograr ese objetivo. La primera, buscar un empleo para el arrepentido señor Mott; la segunda, que ese empleo permitiese a su esposa sentirse segura y dejar de temer que él volviese a abandonar su hogar. ¿Cómo lograrlo? La respuesta sorprendió a la señorita Prim por su simplicidad. San Ireneo de Arnois no tenía un quiosco. No disponía de un lugar donde comprar periódicos, revistas, cuentos infantiles, coleccionables, enciclopedias por fascículos, cromos, lápices de colores y golosinas. Y el lugar adecuado para instalarlo era la plaza del pueblo, cerca de los principales establecimientos y a pocos metros de la escuela infantil.
Al principio la bibliotecaria no comprendió la clave del plan. Estaba de acuerdo en que un empleo digno era la principal necesidad de cualquier hombre, más aún de un hombre profundamente arrepentido que quiere rehacer su vida, pero no entendía por qué un sencillo quiosco era tan importante para el éxito de aquella empresa. Fue Hortensia Oeillet quien le abrió los ojos sobre la verdadera naturaleza de la idea.
—Es para que ella pueda
verlo
, Prudencia. ¿No se da cuenta? Está justo a unos metros de la ventana de la escuela. No tiene más que acercarse un poco y ahí lo tiene, frente a ella, despachando
La Gaceta de San Ireneo
, novelas policíacas, dulces y patrones de costura. ¿No cree que es perfecto?
La señorita Prim no creía que lo fuera. No pensaba que fuese digno para un hombre permanecer enjaulado en un habitáculo de cuatro paredes con el único objeto de que su mujer comprobase que seguía allí. No creía que resultase saludable para una esposa ser consciente de que quizá su marido no huía por la sencilla razón de que le resultaba imposible huir. No consideraba apropiado para un matrimonio ver expuestas sus intimidades en la plaza principal del pueblo y ante los ojos de todos sus vecinos. Muy pronto, sin embargo, cambió de opinión. El paso de los días reveló a los habitantes de San Ireneo que entre el quiosco y la escuela había comenzado a establecerse una corriente de amor. A nadie se le escapaban las sonrisas distraídas con que el señor Mott obsequiaba a sus clientes cuando su esposa se acercaba a la ventana de la escuela o salía al jardín. Ninguno pudo dejar de advertir tampoco el cambio de peinado de la maestra, el progresivo entallamiento de sus vestidos, la forma en que sustituyó sus cómodas botas de suela de goma por unos esbeltos zapatos de tacón. Y así floreció el amor conyugal en San Ireneo, ante los ojos de todos, arropado por esos días fríos y soleados que en la región preceden siempre a la Navidad.
Fue precisamente en ese ambiente cuando la señorita Prim se reafirmó en su idea de dejar en manos de las mujeres del pueblo su futuro matrimonial.
—¿Está segura, querida? —le preguntó Hortensia Oeillet la mañana en que la bibliotecaria le comunicó sus intenciones ante una taza de té en la trastienda de la floristería.
—Supongo que no, ¿quién puede estarlo? Pero creo que si hasta ahora no he encontrado al hombre adecuado, tal vez se deba a mi negligencia.
—Oh, pero eso no es culpa suya, no funciona así —protestó Emma Giovanacci, que también había sido invitada a compartir el refrigerio.
—Emma tiene razón, Prudencia, no es una cuestión de negligencia, no del todo al menos. Es más bien como… ¿ha leído usted
La carta robada
de Edgar Allan Poe?
—¿Otra vez? ¿No me irá a decir que ese relato puede aplicarse también al enamoramiento? No entiendo qué ocurre en este lugar con ese cuento, lo aplican ustedes a todo.
—¿A todo? Oh, bueno, no sé a qué se refiere —respondió sorprendida la florista—, pero lo que sí sé es que esa pequeña historia describe perfectamente el descubrimiento del amor. ¿No es cierto, Emma?
Su amiga se apresuró a confirmar que era cierto. Ella misma había experimentado la fuerza de esa afirmación. Dos años después de morir su primer esposo, había iniciado una incipiente amistad con un viejo compañero de éste llamado Edmundo Giovanacci, un hombre afable y tranquilo con el que solía tomar una taza de café de vez en cuando.
—Fue hace muchos años. En aquel momento yo todavía era joven y no vivía en San Ireneo, estaba muy ocupada labrándome un futuro. Tuve que trabajar muy duro, porque mi primer marido, que Dios le haya perdonado, derrochó nuestro dinero a mis espaldas. Edmundo sabía lo agotador que era todo aquello para mí, las pocas ganas que tenía de vivir. Él simplemente me llevaba a algún lugar agradable y pedía dos tazas de café. Así lo hizo, semana tras semana, durante ocho años.
—¿Ocho años? Pero eso es mucho tiempo —comentó la señorita Prim.
—Claro que es mucho tiempo, Emma siempre ha sido una mujer perezosa. —Hortensia se rió y le dio un pellizco a su amiga.
—La verdad es que nunca me han gustado los cambios —respondió ésta algo molesta—. Por eso vine a vivir aquí.
La florista sirvió dos grandes trozos de pastel de manzana a sus invitadas y después llenó las tazas de humeante té chino.
—Pero finalmente cambió, ¿no es cierto? —preguntó la bibliotecaria.
—Oh, sí, no tuve más remedio.
—¿Por qué? ¿Le puso un ultimátum?
—No exactamente. Edmundo se vino aquí, a San Ireneo, y finalmente yo vine a buscarle. No crea que fue algo inmediato, las cosas en la vida real rara vez son inmediatas. Pasé muchas semanas sin verle, muchas, hasta que un día me levanté y me di cuenta de que en mi vida faltaba algo aparentemente minúsculo que tenía una importancia enorme. Faltaba aquel café, faltaban las charlas y los paseos, faltaban aquellos agradables encuentros por la tarde. Le parecerá una tontería, pero no sabe usted lo importantes que son las pequeñas cosas cuando una se va haciendo mayor.
La señorita Prim bebió un sorbo de su té y se acomodó en el sillón de la trastienda. Ella también creía en el valor de las pequeñas cosas. El primer café de la mañana bebido en su taza de Limoges. La luz del sol cuando se filtraba a través de las contraventanas de su cuarto y dibujaba sombras en el piso. Las lecturas de verano interrumpidas por la siesta. La expresión de los ojos de los niños cuando cuentan algo que acaban de aprender. Las cosas pequeñas construían las grandes, desde luego que lo hacían. Y de pronto, no supo muy bien por qué, pensó en el
staretz
Ambrosio y las pavas.
—Es como una novela de detectives, Prudencia, exactamente así —decía en aquel momento la florista.
—¿A qué se refiere? —respondió la bibliotecaria.
—Al amor, me refiero al amor. Ya existe, no lo dude usted. Solo debe descubrir dónde está, seguir el rastro, investigar. Exactamente como hace un detective.
La señorita Prim se rió antes de contestar.
—¡Pero eso es absurdo! Lo que trata usted de decir es que ya existe un candidato, el Candidato, y que yo solo tengo que descubrir cuál es, ¿no es cierto?
Las dos mujeres la miraron con indulgencia y le dijeron que era cierto.
—Muy bien, nunca había oído nada semejante, pero supongamos por un momento que es así, supongámoslo por un momento. ¿Cómo podría descubrirlo? ¿Cuáles son las pistas?
—Ah, las pistas. Solo hay una pista, una sola pista —contestó Hortensia.
La bibliotecaria se recogió el cabello en la nuca y acercó su silla a la mesa.
—¿Y es…? —preguntó.
—La armonía, desde luego. La
άρµονια
de los griegos, la
harmonia
de los romanos. Herminia se lo explicaría mejor, ella sabe tanto de estas cosas… En fin, ¿cómo expresarlo? Creo que la definición clásica alude al equilibrio de las proporciones entre las partes de un todo. Como en la escultura de un cuerpo o un rostro humano hermoso, como en el modo en que una coloca flores en un jarrón y las combina de diez formas diferentes hasta alcanzar ese punto en que el alma se siente satisfecha. Usted, que es una mujer tan titulada, sabrá seguramente que armonía viene de
άρµóζω
, que significa «ajustarse», «conectarse». Ésa es la pista definitiva, querida, lo que la ayudará a descubrir la clave de su novela policíaca.
La señorita Prim reflexionó mientras mordisqueaba un pedazo de tarta.
—Pero ¿no será aburrido? ¿No será monótono casarse con la armonía?
Ambas amigas la contemplaron con benevolencia.
—Me parece que no nos hemos explicado nada bien, Prudencia —dijo Hortensia—. No es el marido lo que debe ser armónico, no es en él donde debe buscar la armonía, no. Es en el matrimonio, es en la combinación de ambos donde debe hallarla.
—Y no solo eso —añadió su amiga—, sino también en la rutina, especialmente en la rutina. ¿No es cierto?
—Desde luego que lo es. Por supuesto que en ese sentido el pobre Balzac no tenía razón alguna, no sabía nada del asunto —dijo la florista mientras llenaba de nuevo la tetera.
—¿Balzac? —preguntó la señorita Prim algo confusa.
—Es curioso que quienes vomitan palabras más ácidas contra el matrimonio son precisamente quienes saben menos de él. Toda su vida persiguiéndolo, suspirando por él… ¿y para qué? Para conseguirlo al final, cuando ya estaba enfermo y sin esperanza. Una mujer espantosa, la condesa Hanska, siempre me ha parecido de lo peor de nuestro sexo. Así que, dígame, ¿cómo podía saber él nada sobre el matrimonio?
—Pero ¿qué decía Balzac sobre el matrimonio? —insistió la bibliotecaria.
—Decía que el matrimonio debe luchar siempre contra un oscuro monstruo —señaló Emma con un guiño.
—Se refería a la rutina —apuntó su amiga.
—¿Y no es cierto?
—En absoluto. No solo no es cierto, sino que es el mayor engaño del mundo, Prudencia. La causa de mucho sufrimiento, créame.
Emma Giovanacci carraspeó ligeramente y, acercando su silla a la mesita de té, se dispuso de nuevo a hablar:
—¿Ha visto usted alguna vez las flores que crecen en la estepa rusa?
La señorita Prim contestó que, lamentablemente, jamás había visitado la estepa rusa.
—Pues debería usted hacerlo. La estepa calmuca, cerca de Stalingrado, es un lugar triste, árido y monótono. Si viaja usted allí en invierno resulta desolador para el alma. Pero pruebe a llegar allí en primavera y verá lo que encuentra.
La bibliotecaria levantó las cejas en espera de una respuesta.
—Tulipanes —susurró Emma Giovanacci.
—¿Tulipanes?
—Tulipanes. Frescos y delicados tulipanes silvestres. Tulipanes que nacen cada año y cubren la estepa sin que nadie los plante. Pues de eso exactamente se trata, Prudencia. La rutina es como la estepa; no es ningún monstruo, es un alimento. Si logra usted hacer que algo crezca allí, puede estar segura de que ese algo será fuerte y verdadero. Son las pequeñas cosas de cada día de las que hablábamos antes. Pero el pobre Balzac, con todo su sentimentalismo romántico y sombrío, no podía saberlo, ¿verdad?