—Buenas noches, señor —dijo dócilmente antes de subir.
La señorita Prim no supo con certeza si la había despertado el gallo o si su sobresalto fue el resultado natural de un sueño agitado. Llevaba casi tres semanas en la casa y todavía seguía sintiéndose desorientada cada vez que se despertaba. Somnolienta, se estiró perezosamente bajo las sábanas y a continuación miró el reloj. Disponía de dos horas antes de tener que levantarse y comenzar a trabajar para él. Allí arriba estaba a salvo, suspiró con alivio. A salvo de órdenes extrañas y sin sentido, de sonrisas inesperadas que preludiaban aún más órdenes, de miradas desconcertantes, de preguntas cuyo último significado no acertaba a desentrañar. ¿Se burlaba de ella? Más bien parecía que la estudiaba, lo cual resultaba casi más irritante.
Todavía adormilada, echó otro vistazo al reloj. No quería coincidir con él y con los niños de camino a la abadía. La señorita Prim se había considerado siempre una mujer abierta, pero no aprobaba aquella costumbre de obligar a cuatro criaturas a acudir todos los días andando a un monasterio antes de desayunar. Es verdad que al regresar parecían extraordinariamente alegres, pese a la larga caminata, el fresco de la mañana y el ayuno. Pero, naturalmente, ella sabía que había formas y formas de influenciar a los niños.
Cuando media hora después salió de la casa, el sol ya comenzaba a calentar. Cruzó rápidamente el jardín y abrió la verja de hierro, que chirrió larga y ruidosamente. ¿Por qué aquel hombre se negaba a restaurar las cosas? La señorita Prim amaba la pulcritud, amaba la belleza, y porque la amaba le molestaba ver aquella verja envejecida, le entristecían los cuadros sin restaurar, le indignaba encontrar incunables manchados de mantequilla en los estantes del invernadero.
—Este hombre es un desastre —murmuró malhumorada.
En lugar de seguir la carretera, decidió girar hacia la derecha y tomar un estrecho camino rural que atravesaba los campos de labor, cruzaba el bosque y llegaba hasta el pueblo. Aquella mañana necesitaba urgentemente comprar cuadernos y etiquetas. El día anterior había tenido un pequeño conflicto con su jefe, el quinto desde su llegada a la casa. Éste había entrado en la biblioteca y le había dicho con firme claridad que no quería que utilizase ficheros informáticos para clasificar sus libros.
—Muy bien, si ése es su deseo, no los utilizaré —respondió la señorita Prim con forzada docilidad.
A continuación, había añadido que tampoco estaba a favor de las máquinas de escribir, por muy antiguas y polvorientas que fuesen.
—No seré yo quien las reclame —murmuró la bibliotecaria con los labios apretados.
Y fue entonces cuando no pudo resistirse a decir:
—¿Desea tal vez que catalogue los libros con pluma de ave?
Él había celebrado aquella ironía con una agradable sonrisa, lo había hecho con una caballerosidad exquisita, con una delicadeza admirable. Pero después de tres semanas en la casa, la señorita Prim era ya perfectamente consciente de que aquella hipnotizante cortesía masculina no servía sino para obligarla a hacer cosas.
—Si insiste usted tanto en ese absurdo arcaísmo lo haré a mano, pero le advierto que necesitaré etiquetas. No voy a transigir en este punto. Es una cuestión de método, y una bibliotecaria sin método no es una bibliotecaria.
—Mi querida señorita Prim —le había dicho él entonces—, puede usted usar todas las etiquetas que desee, naturalmente que puede usarlas. Lo único que le pido es que no utilice de esa clase que brilla en la penumbra. No tengo nada en contra de las etiquetas de colores, nada en absoluto, excepto mi total convencimiento de que no pueden catalogarse los sermones de san Buenaventura en verde limón ni las obras de Virgilio en rosa fluorescente.
La bibliotecaria se había sentido profundamente ultrajada ante aquella respuesta. Con la mirada encendida y su noble nariz apuntando al cielo, se vio obligada a explicar que ella nunca había utilizado etiquetas fluorescentes, no era la clase de profesional que manejaba aquel material, no necesitaba que nadie le dijese que una biblioteca como aquélla no admitía marcadores de color chillón. Y entonces él se había reído de ella y le había dicho algo todavía más ofensivo:
—Vamos, Prudencia, solo estaba bromeando, no se ponga tan majestuosa. Parece usted la viva imagen de
La Libertad guiando al pueblo
.
Acalorada por el recuerdo de aquella escena, la señorita Prim interrumpió sus pensamientos para apartar vigorosamente unas zarzas que obstaculizaban el sendero. Se disponía ya a dejar atrás el último grupo de árboles cuando llegó hasta ella el sonido de varias voces familiares. En medio de una gran explanada, sentadas sobre la hierba, las pequeñas de la casa contemplaban animadamente cómo sus dos hermanos peleaban entre sí con algo similar a unos remos o unos palos de madera. La bibliotecaria se agazapó detrás de los matorrales para poder observar sin ser vista. Los niños llevaban viejas máscaras de esgrima, pero aquello no era garantía alguna de protección en caso de recibir un golpe. Una vez más se preguntó si el hombre que la había contratado estaba en su sano juicio. De pie, en medio de la explanada, se ocupaba en dar instrucciones precisas sobre estrategia militar a ambos contendientes.
—Típico de él —murmuró con desprecio desde su escondite—: enseñar primero a los niños a combatir y llevarlos a la iglesia después.
—No está loco, si es eso lo que está pensando. Y no debe preocuparse, nunca pondría en peligro a los niños.
La señorita Prim se giró sobresaltada y se encontró con un hombre mayor, de elevada estatura, que la miraba sonriendo.
—¿Quién es usted? —preguntó mientras decidía si debía salir de la espesura o era más seguro permanecer donde estaba.
—Discúlpeme si la he asustado. Está usted en la casa para organizar la biblioteca, ¿verdad? La señorita Prim, si no me equivoco.
La bibliotecaria asintió con la cabeza y observó disimuladamente al visitante.
—Soy un viejo amigo de la familia. Los conozco a todos prácticamente desde que vinieron al mundo. Si él es para ellos como un padre, yo soy como un abuelo.
—Encantada de conocerle, señor…
—Horacio Delàs, Horacio para usted.
La señorita Prim agradeció la cortesía y después señaló a los pequeños.
—Dígame una cosa, Horacio, ¿qué se supone que está haciendo con ellos? ¿Entrenándolos para una guerra?
—Mi querida amiga, había oído decir que era usted una persona repleta de títulos —respondió el recién llegado con afable ironía—. Fíjese bien, está explicándoles cómo luchaban los antiguos caballeros. La mayoría de los niños de hoy en día no saben cómo se empuña una espada, una lanza o un lucio, desconocen siquiera qué es un caballero. Observe, si no me equivoco, ahora les recordará las seis grandes reglas de Godofredo de Preuilly.
—¿Godofredo de Preuilly?
—Usted no es de por aquí y no tiene por qué saberlo, pero fue un caballero que murió a mediados del siglo
XI
. A él se le atribuye nada menos que la paternidad de los torneos. Hay quien asegura que redactó las primeras normas para regular las competiciones. No hay datos históricos muy claros al respecto, pero son unos hermosos y nobles consejos.
La voz baja y clara del hombre del sillón interrumpió la conversación:
—Primera regla, no herir nunca en punta al caballero contrario. Segunda, no luchar fuera de filas. Tercera, no atacar jamás varios hombres a uno solo. Cuarta, no herir al caballo del rival. Quinta, golpear únicamente en pecho y rostro…
»Sexta y última —el caminante se volvió hacia la señorita Prim y se llevó triunfante la mano al ala de su sombrero—, no embestir nunca cuando el contrario tiene alzada la visera de su armadura. No es ninguna tontería, amiga mía, así murió Enrique II de Francia. Recordará usted que la lanza de Gabriel de Montgomery le atravesó un ojo durante un torneo.
La bibliotecaria asintió sonriendo, alargó la mano para coger una mora tardía y después echó un vistazo a su reloj.
—Perdóneme, Horacio, pero debo irme ya. Tengo que hacer un recado en el pueblo y estar de vuelta antes de mediodía. Supongo que terminarán de jugar a las justas y se irán ya a la abadía.
—Entonces ¿no se une usted a ellos?
—Me temo que no soy demasiado espiritual.
—No se preocupe, tampoco yo lo soy. Vuelvo a casa después de mi paseo de la mañana; así que, si me lo permite, la acompañaré encantado.
El caminante le ofreció un brazo que ella aceptó agradecida. Por primera vez desde su llegada a la casa se sentía a gusto y relajada. Tenía la sensación de haber encontrado un aliado. Un hombre razonable, sensato, equilibrado; una persona con la cual se podía hablar. «Es un caballero», se dijo contenta mientras caminaban juntos bajo el agradable sol de la mañana. ¿Y quién no querría tener por aliado a un caballero?
Tres horas después de aquel agradable encuentro, la señorita Prim emprendió de nuevo el camino a casa. Llegaba un poco tarde, pero estaba segura de que la elegancia de las etiquetas blancas y de los cuadernos de piel azul marino constituiría un salvoconducto eficaz para justificar su retraso. ¿No creía que su patrón era un hombre encantador?, le había preguntado la dueña de la papelería al saber que trabajaba en la casa. La señorita Prim no lo creía. Era un hombre diferente, eso lo admitía. Había sido muy generoso al volcarse de aquella forma con los niños de su hermana y al ejercer de profesor de lenguas clásicas con los de medio San Ireneo, tampoco tenía objeción alguna en reconocerlo. Pero no era encantador, no al menos cuando se trataba de defender sus ideas. No era encantador en las discusiones, tampoco lo era en los debates; no cedía un ápice en lo que consideraba que era cierto y no tenía compasión alguna con sus oponentes cuando descubría que éstos no estaban a su altura. La señorita Prim llevaba poco tiempo en la casa, pero había tenido ocasión de verle ya en acción. Podía ser el hombre más amable del mundo, pero también era capaz de ser el más duro.
—¡Qué extraordinario resulta escucharla hablar así! —exclamó la dueña de la papelería—. Nunca he oído decir nada semejante sobre él a ninguna otra mujer. ¿Duro? Debe de estar usted equivocada.
Desde luego, no lo era con los niños, reflexionó mientras salía del establecimiento; aunque los educaba con disciplina —afectuosa disciplina, pero disciplina al fin y al cabo— y les exigía mucho como amo y señor de aquella peculiar escuela doméstica. La señorita Prim había trabajado algunas mañanas en la biblioteca mientras los pequeños seguían sus clases. Amparada por las enormes hileras de libros que tenía que clasificar, había contemplado la pasión que había en él cuando explicaba a los chicos las cuestiones más complejas, la claridad con la que se expresaba, el modo en que les enseñaba a pensar. Pero también le había observado cuando hacía preguntas. No se podía decir que los niños le temiesen, aunque resultaba evidente que ansiaban su reconocimiento y buscaban a toda costa su aprobación. Era enternecedor verles bromear y jugar con él entre risas y gritos, pero no lo era tanto contemplar cómo se acercaban compungidos cuando fallaban una conjugación griega y veían que su mentor, desalentado, fruncía el ceño y bajaba la cabeza.
—¿No cree que es demasiado riguroso? —preguntó aquella mañana la bibliotecaria a su nuevo amigo, tras haberla invitado éste a desayunar en su jardín como colofón del paseo hasta el pueblo.
—¿Que si es riguroso? Soy un enamorado del método escolástico, señorita Prim, no espere de mí que critique la exigencia académica. No tengo demasiada buena opinión de la educación de los últimos cincuenta años, no voy a mentirle.
—Pero se trata de algo más que de exigencia, Horacio. Sus métodos son arcaicos y extravagantes, él mismo lo es. Supongo que sabrá usted que cuando no da clase a los niños o no juega con ellos a torneos medievales permanece muchas horas enclaustrado. A veces se encierra casi todo el día, no es raro que se le pase la hora del almuerzo o de la cena. ¿Cree realmente que todo eso forma parte de alguna estrategia pedagógica?
Su anfitrión se rió complacido mientras se levantaba, entraba en la casa y regresaba con dos libros en la mano. Tras sentarse de nuevo a la mesa, se sirvió una segunda taza de café y abrió uno de ellos.
—Mi querida señorita Prim, voy a explicarle una cosa. Seguramente habrá leído usted la historia de Pantagruel, de Rabelais.
—Naturalmente.
—Pues bien, lo que quiero que entienda es que nuestro hombre del sillón, como usted le llama, tiene mucho de Gargantúa en su modo de educar a los niños.
—¿A qué se refiere?
—Deje que le explique. Hay un pasaje de
Pantagruel
en el que Gargantúa le señala a su hijo todo lo que quiere que aprenda, seguro que lo conoce. A ver, sí, aquí está. ¿Quiere leerlo a ver si le recuerda algo?
La señorita Prim tomó el libro y comenzó a leer en voz alta:
Dispongo y quiero que aprendas las lenguas a la perfección: la primera de todas, la griega, como lo manda Quintiliano. Y la segunda, la latina. Y, después, la hebrea, para las Sagradas Escrituras; y la caldea y la arábiga también
.
—¿No me dirá que está enseñando hebreo, árabe y caldeo a los niños? —se interrumpió con gesto de asombro.
—Oh, no, aunque es un gran políglota, especialmente en lenguas muertas. No, no les enseña árabe, pero sí griego, latín y algo de arameo, este último por razones más sentimentales que académicas. Pero siga leyendo, siga leyendo.
La señorita Prim retomó el libro, obediente:
Y en la griega has de formarte en el estilo de Platón; y con el de Cicerón en la latina. Que no haya historia que no tengas presente en la memoria, para lo cual te servirá de ayuda la cosmografía de los que de eso escribieron. De artes liberales, de geometría, de aritmética y de música algún gusto ya te hice coger cuando tenías cinco o seis años. Sigue con lo que te falta y aprende todos los cánones de astronomía
.
—No quiero cansarla, permítame que le resuma el resto. Del derecho civil, quiere Gargantúa que su hijo aprenda los textos hermosos y los compare con la filosofía. Y respecto a la naturaleza, le enseña que el mundo es una gran escuela. Quiere que no exista mar, río o manantial cuyos peces desconozca; que reconozca todas las aves del cielo, todos los árboles, arbustos y frutales, todas las hierbas de la tierra, todos los metales escondidos en los abismos, todas las piedras preciosas de Oriente y Medio Oriente.