—Voy a ayudaros un poco —continuó la voz desde el sillón—. Estos versos fueron dedicados a un político romano de comienzos del Imperio. Un político que llegó a ser amigo de grandes poetas que ya hemos estudiado, como Horacio. Uno de esos amigos le dedicó estas líneas por haber mediado en la Paz de Brundisium, que, como sabéis —o deberíais saber—, puso fin a un enfrentamiento entre Antonio y Octavio.
El hombre calló y miró a los niños, o eso imaginó la señorita Prim desde su escondite, en un gesto de muda interrogación que no obtuvo respuesta. Solamente uno de los perros, como si quisiera dar testimonio de su interés por aquel evento histórico, se incorporó lenta y perezosamente, se acercó a la chimenea y se tumbó de nuevo sobre la alfombra.
—Estudiamos todo esto, absolutamente todo, la primavera pasada —se lamentó el hombre entonces.
Los niños, sin levantar la cabeza, mordisqueaban pensativamente los bolígrafos, balanceaban despreocupadamente los pies, apoyaban las mejillas en las manos.
—Pandilla de bestias ignorantes —insistió la voz con irritación—, ¿qué demonios os pasa hoy?
La señorita Prim sintió que una ola de calor le subía al rostro. Ella no tenía experiencia alguna con criaturas, eso era cierto, pero era maestra en un arte llamado delicadeza. La señorita Prim creía firmemente que la delicadeza era la fuerza que movía el universo. Allí donde faltaba, lo sabía por experiencia, el mundo se volvía oscuro y tenebroso. Indignada por la escena y algo entumecida, trató de moverse con cuidado en su escondrijo, pero el inesperado gruñido de uno de los perros la hizo desistir del intento.
—Está bien. —El tono del hombre se suavizó—. Vamos a probar con otro mucho más fácil.
—¿Del mismo autor? —preguntó una niña.
—Exactamente del mismo. ¿Estáis preparados? Solo voy a recitar media línea:
… facilis descensus Averno
…
Una inesperada ola de brazos levantados y de ruidosas exclamaciones de triunfo hizo evidente que esta vez los pupilos conocían la respuesta.
—¡Virgilio! —gritaron a una en un coro estridente—. ¡Es la
Eneida
!
—Eso es, eso es —rió el hombre satisfecho—. Y lo que antes os recitaba eran las Églogas, la
IV Égloga
. Por lo tanto, el estadista romano que fue amigo de Virgilio y de Horacio es…
Antes de que ninguno de los niños pudiera contestar, la voz clara y musical de la señorita Prim emergió de las cortinas y llenó la habitación.
—Asinio Polión, naturalmente.
Quince cabezas infantiles se giraron al unísono hacia la ventana. Sorprendida por su propia audacia, la aspirante dio un paso atrás de forma instintiva. Solo la conciencia de su propia dignidad y la importancia del motivo de su presencia le impidieron salir corriendo.
—Lamento infinitamente haber entrado de esta manera —dijo mientras se adelantaba despacio hasta el centro de la habitación—. Sé que debería haber llamado, pero el pequeño que me abrió la puerta me dejó sola en el porche. Así que se me ocurrió acercarme a la ventana y fue entonces cuando les escuché hablar de Virgilio y Polión. Lo siento mucho, muchísimo, señor.
—¿Es usted la solicitante del puesto de bibliotecaria?
El hombre se puso en pie e hizo la pregunta con suavidad, como si no se hubiese dado cuenta de que una desconocida acababa de irrumpir en su salón a través de una ventana. «Es un caballero —pensó la señorita Prim con admiración—, un verdadero caballero». Tal vez le había juzgado con precipitación; probablemente había sido demasiado osada.
—Sí, señor. Llamé esta mañana. He venido en respuesta al anuncio.
El hombre del sillón la contempló unos segundos, los justos para darse cuenta de que la mujer que tenía ante sus ojos era demasiado joven para el puesto.
—¿Ha traído usted su currículo, señorita…?
—Prim, señorita Prudencia Prim —contestó ella.
E inmediatamente añadió a modo de disculpa:
—Sé que no es un nombre convencional.
—Yo diría que es un nombre con carácter. Pero si no le importa, vayamos antes de nada a su currículo. ¿Lo ha traído con usted?
—En el anuncio decía que la candidata no debía tener titulaciones, así que pensé que no me lo pedirían.
—Entiendo que no tiene titulaciones superiores, entonces. Me refiero a ninguna titulación fuera de ciertas nociones de biblioteconomía, ¿no es así?
La señorita Prim guardó silencio. Por alguna razón, una razón que desconocía, la conversación no discurría por los derroteros que ella había imaginado.
—En realidad, tengo algunas titulaciones —dijo tras una pausa—. Unas cuantas… bastantes, quizá.
—¿Bastantes? —El hombre del sillón endureció ligeramente el tono de su voz—. Señorita Prim, me parece que el anuncio era muy claro.
—Sí que lo era —dijo ella con rapidez—, por supuesto que lo era. Pero permítame explicarle que yo no soy una persona convencional desde el punto de vista académico. Nunca he pretendido sacar partido profesional a mis titulaciones, no las utilizo, no hablo nunca de ellas y, desde luego —hizo una pausa para respirar—, puede usted estar seguro de que no interferirán en mi trabajo.
Cuando terminó de hablar, la bibliotecaria advirtió que los niños y los perros llevaban un buen rato contemplándola en silencio. Recordó entonces lo que el pequeño del porche había dicho sobre el hombre con el que estaba hablando. ¿Era posible que entre todo aquel ejército de criaturas no hubiese ni un solo hijo suyo?
—Dígame —insistió él—, ¿de qué titulaciones estamos hablando? Es más: ¿de cuántas?
La aspirante tragó saliva mientras pensaba cuál podía ser la mejor forma de afrontar aquella espinosa cuestión.
—Si me deja un papel, señor, puedo hacerle un breve esquema.
—¿Hacerme un breve esquema? —exclamó él con estupor—. ¿Pero ha perdido usted el juicio? ¿Por qué una persona cuyas titulaciones requieren exponerse en un breve esquema se presenta a un puesto que excluye titulaciones?
La señorita Prim dudó un instante antes de contestar. Naturalmente, quería decir la verdad, debía decir la verdad, deseaba urgentemente hacerlo; pero sabía que si lo hacía no conseguiría el empleo. No podía decir que había sentido un pálpito al leer el anuncio. No podía explicar que se le había acelerado el pulso, que se le había nublado la vista, que en aquellas pocas líneas había vislumbrado un repentino amanecer. Mentir, por otra parte, estaba descartado. Aunque quisiese, y definitivamente ella no quería, estaba aquel penoso asunto del enrojecimiento de su nariz. La señorita Prim poseía una nariz dotada de gran sensibilidad moral. No enrojecía ante los cumplidos, tampoco lo hacía ante los gritos, no había retrocedido jamás frente a un desplante, ni siquiera lo había hecho ante un insulto. Pero ante la mentira, ante la mentira no había nada que hacer. Una involuntaria inexactitud, una sola exageración, algún inocente engaño y su nariz se encendía espléndida como una llama.
—¿Y bien? —la interrogó el hombre del sillón.
—Buscaba un refugio —dijo ella bruscamente.
—¿Un refugio? ¿Quiere decir un lugar donde vivir? —El hombre se miró los zapatos con gesto inquieto—. Señorita Prim, le ruego de antemano que me perdone por lo que voy a decir. La pregunta que voy a hacerle es delicada y me resulta muy difícil formularla, pero tengo el deber de hacerlo. ¿Tal vez está usted en dificultades? ¿Algún malentendido? ¿Un incidente desgraciado? ¿Quizá una pequeña irregularidad legal?
La bibliotecaria, que provenía de una familia reciamente entrenada en la grandeza de la virtud civil, reaccionó viva y calurosamente ante aquella acusación.
—¡Por supuesto que no, señor, absolutamente no! Soy una persona honorable, pago mis impuestos, abono las multas de tráfico, realizo pequeñas donaciones a la beneficencia. Nunca he cometido un acto delictivo, tampoco una falta. No hay un solo borrón en mi historial ni en el de mi familia. Si usted quiere comprobar…
—No hace falta, señorita Prim —respondió él desconcertado—. Permítame que le pida disculpas, es evidente que he malinterpretado sus palabras.
La aspirante, perfectamente compuesta unos minutos antes, parecía ahora profundamente alterada. Los niños la observaban sin decir palabra.
—No comprendo cómo ha podido usted pensar algo así —se lamentó.
—Perdóneme, se lo ruego —insistió el hombre de nuevo—. ¿Cómo puedo compensarla por esta grosería?
—
Podemos
contratarla. —La voz del desgreñado niño del porche brotó inesperadamente desde las profundidades de la alfombra—. Tú
siempre
dices que hay que hacer lo que en justicia hay que hacer. Tú
siempre
lo dices.
El hombre del sillón pareció desconcertado durante un instante. Después sonrió al pequeño, asintió suavemente con un gesto y se acercó a la candidata con aire compungido.
—Señorita Prim, creo que una mujer que soporta una grosería como la que yo acabo de cometer sin dar media vuelta e irse tiene toda mi confianza, sea cual sea la tarea que le sea encomendada. ¿Haría usted el favor de aceptar el empleo?
La aspirante abrió la boca para decir no, pero inmediatamente tuvo una visión fugaz. Contempló las largas y oscuras jornadas de trabajo en su oficina, escuchó tediosas conversaciones sobre deportes, recordó sonrisas burlonas y miradas maledicentes, rememoró groserías dichas casi a media voz. Después volvió en sí y tomó una decisión. Al fin y al cabo, él
era
un caballero. ¿Y quién no querría trabajar para un caballero?
—¿Cuándo empezamos, señor? —Y sin esperar respuesta, dio media vuelta y salió por la ventana dispuesta a recoger sus maletas.
Nada más entrar en el que habría de ser su dormitorio durante los próximos meses, la bibliotecaria se sentó en la cama y contempló los ventanales abiertos sobre la terraza. No había muchos muebles, pero los que había eran exactamente aquello que debían ser. Una otomana tapizada en viejo damasco azul, un enorme espejo veneciano, una chimenea georgiana de hierro, un armario pintado de aguamarina y dos antiguas alfombras de Wilton. «Demasiado lujo para una bibliotecaria», pensó. Aunque, en realidad, la palabra exacta no era
lujo
. Todo lo que allí había parecía haber sido usado. Todo había sido vivido, remendado, gastado. Todo rezumaba experiencia. «Esto es lo que hace un siglo se consideraba confort», suspiró la señorita Prim al comenzar a deshacer las maletas.
Un crujido en la madera hizo que levantase la vista y la posase en una pequeña pintura apoyada sobre la chimenea. Era una tablilla que representaba tres figuras realizadas por la mano de un niño. El trazo no era malo, magnífico para una criatura, reflexionó mientras admiraba con placer las pinceladas del pequeño artista.
—Es la
Santísima Trinidad
de Rublev —dijo una voz infantil ya familiar a sus espaldas.
—Ya lo sé, muchas gracias, caballero. Por cierto, ¿no deberíais llamar antes de entrar? —contestó al ver que el niño no estaba solo.
—Es que la puerta estaba abierta, ¿verdad? —preguntó el pequeño a los tres niños que se agolpaban tras él, quienes sacudieron afirmativamente la cabeza—. Ésta es mi hermana Téseris, tiene diez años. Éste es Deka, tiene nueve, y Eksi es la pequeña y
solo
tiene siete y medio. Yo me llamo Septimus. Pero no son nuestros nombres
verdaderos
—explicó con aire confidencial.
La señorita Prim contempló a los cuatro hermanos y se asombró de lo diferentes que eran. Aunque el pequeño Deka compartía el mismo cabello rubio y desordenado de su hermano mayor, la expresión traviesa y, al tiempo, perfectamente inocente de su rostro no tenía nada que ver con el aire reflexivo del niño que la había recibido en el porche. Tampoco era fácil adivinar que las pequeñas eran hermanas. Una poseía una belleza serena y suave, la otra derrochaba encanto por su vivacidad.
Téseris cuchicheó de pronto algo al oído de su hermano mayor y a continuación preguntó con voz baja y suave:
—Señorita Prim, ¿usted cree que es posible atravesar un espejo?
La bibliotecaria la miró desconcertada, pero pronto cayó en la cuenta de lo que la niña quería decir.
—Recuerdo que mi padre solía leerme esa historia antes de dormir —contestó con una sonrisa.
La pequeña miró a su hermano de soslayo.
—Te dije que no lo
entendería
—dijo el niño con suficiencia.
En lugar de replicar, la señorita Prim abrió la segunda de sus maletas y sacó un kimono de seda natural color verde jade que colgó con descuido en el armario. Así que aquello era tratar con niños, pensó algo molesta. A eso y no a otra cosa se refería el anuncio. No se trataba de travesuras, de dulces y de cuentos de hadas; se trataba, quién lo iba a decir, de misterios y acertijos.
—¿Le gusta el icono de Rublev? —preguntó el niño, ocupado ahora en ojear un puñado de libros que asomaban de una maleta.
—Mucho —dijo la bibliotecaria con seriedad mientras colocaba cada prenda en su lugar—. Es una obra magnífica.
La pequeña Téseris levantó la cabeza al oír la respuesta.
—Los iconos no son obras, señorita Prim; los iconos son
ventanas
.
La bibliotecaria dejó de colgar vestidos y contempló a la niña con aprensión. Definitivamente, el hombre que gobernaba aquella casa se había excedido con los pequeños. A los diez años no había por qué tener aquellas nociones absurdas sobre iconos y ventanas. No es que fuese malo, por supuesto que no era malo; pero no era natural. Hadas y princesas, dragones y caballeros, rimas de Stevenson, pasteles de manzana; eso era lo que a su juicio debía conocer una criatura a esa edad.
—Entonces ¿has pintado tú esta
ventana
? —preguntó aparentando desinterés.
La niña asintió con un gesto de cabeza.
—La pintó de memoria —añadió su hermano—. La vio en la Galería Tretriakov hace dos años, se sentó delante y ya no quiso ver nada más. Cuando volvimos a casa, empezó a pintarla por todas partes. Hay de esas ventanas en todas las habitaciones.
—Eso es imposible —respondió secamente la señorita Prim—. Nadie puede pintar de memoria una obra como ésa. Y menos una niña de ocho años, como tendría tu hermana entonces; no puede ser.
—¡Pero si usted no estaba allí! —protestó el pequeño Deka con inesperada brusquedad—. ¿Cómo puede saberlo?
En lugar de contestar, la bibliotecaria se acercó despacio a la imagen, abrió su bolso y sacó una regla y un compás. Allí estaban, no había duda: la división octogonal, el círculo exterior e interior, la forma del cáliz entre las figuras.