—Es impresionante —murmuró la bibliotecaria.
—Sí que lo es. Le exige que aprenda sobre la medicina y el hombre; quiere ver en su hijo un abismo de ciencia.
—¿Y eso es lo que quiere ver él en los niños? Pero eso es ridículo, son demasiado pequeños.
—Yo lo considero magnífico, no voy a engañarla. Es una aventura académica que me entusiasma. Pero deje que le enseñe otro de los textos que han inspirado esta escuela doméstica y comprenderá un poco más de qué se trata. Éste quizá no lo conozca. Es la carta de Jerónimo de Estridón a Leta. Jerónimo, como sabrá, hizo esa grandiosa traducción…
—La
Vulgata
.
—Eso es. Vivió muchos años como eremita en el desierto estudiando las Sagradas Escrituras, después volvió a Roma y finalmente se instaló en Belén. No hay duda de que era un gigante intelectual, un hombre de mente prodigiosa, con un temperamento y una voluntad de hierro. Tremendamente estricto consigo mismo, muy exigente. Pues bien, en un momento dado de su estancia en Belén recibe una carta de una mujer llamada Leta que le pide consejo sobre la educación de su pequeña hija.
—¿Y le recomendó castigarla de rodillas con los brazos en cruz? —preguntó con una sonrisa la señorita Prim.
—En absoluto —respondió animadamente su anfitrión—. En mi opinión, le dio una serie de consejos admirables. En su carta explica a Leta que considera fundamental aprender idiomas extranjeros, especialmente latín y griego, desde la más tierna infancia porque, escribe, «si los tiernos labios no se forman desde el principio en esto, la lengua se estropea por un acento extranjero». Ésa es ni más ni menos una de las tesis de su joven empleador, querida. San Jerónimo recomienda, cómo no, la lectura diaria de las Escrituras.
—Realmente, entonces… ¿todo tiene un propósito?
—Algún día hablaremos de propósitos. Mientras tanto, disfrute usted de lo que vea… y participe. Estoy seguro de que puede responder a las preguntas de la pequeña Eksi sobre los defectos de carácter de las heroínas de la literatura inglesa mucho mejor que él.
De vuelta a casa, la señorita Prim abrió la verja del jardín y recorrió el viejo y otoñal paseo de hortensias con aire distraído. Nunca se había planteado la posibilidad de enseñar nada a ningún niño. En realidad, tampoco se lo había planteado jamás con ningún adulto. No sabía siquiera si sería capaz y, además, él no se lo había pedido y probablemente ni siquiera lo aprobaría. Todavía no había olvidado la expresión de decepción que vio en su rostro la tarde de su llegada, cuando le confesó que era una mujer intensamente titulada.
—Allá él y su maldita prepotencia —murmuró indignada.
No iba a preocuparse por los niños. Bastante tenía ya con su propio trabajo.
Fue algo más de un mes después de aquel encuentro cuando la señorita Prim comenzó a percibir los primeros intentos de atentar contra su soltería. En un principio no dio demasiada importancia al hecho; al fin y al cabo resultaba halagador saberse el centro de las habladurías del pueblo. Aquélla era una sociedad extraordinariamente tradicional y, como tal, probablemente se preguntaba por qué una mujer joven y bien parecida como ella no estaba casada o, al menos, comprometida. Así que cuando una mañana la señora Oeillet, propietaria de la principal floristería del pueblo, le preguntó con un guiño dónde había dejado su alianza, la señorita Prim no se sorprendió.
—No estoy casada, si se refiere usted a eso —contestó con una sonrisa mientras examinaba una maceta de
Papaver rhoeas
, que era el modo en que la bibliotecaria denominaba esas flores que el resto del mundo llama amapolas.
La señora Oeillet confirmó que se refería a eso, exactamente a eso. Las mujeres solían tener un esposo en San Ireneo de Arnois. No era obligatorio, pero resultaba conveniente. Las mujeres como ella parecían, además, naturalmente dotadas para el matrimonio. Un rostro agraciado, una buena figura, maneras delicadas, amplia cultura; todos aquellos dones apuntaban a que el fin para el que había sido creada la señorita Prim, la razón última de su existencia, no era otra que el matrimonio.
—Es usted muy amable, pero no tengo intención de casarme —contestó ésta con firmeza—. No estoy a favor del matrimonio, para mí no tiene sentido alguno.
La florista sonrió con extraordinaria dulzura, lo cual sorprendió a la bibliotecaria. No esperaba una sonrisa por respuesta. Un gesto airado, una exclamación de asombro, un exabrupto escandalizado; ésa habría sido la reacción adecuada. Las mujeres como la señora Oeillet, que superaban la madurez con creces y avanzaban hacia la ancianidad con la sólida dignidad de un barco a vapor, solían escandalizarse cuando presenciaban declaraciones públicas en contra del matrimonio. Era la respuesta natural, la reacción decente en aquellas situaciones. Y a la señorita Prim, que había sido educada en un hogar duramente modelado por la disciplina, le gustaba que la gente reaccionase siempre como era debido.
—¡Estoy tan de acuerdo con usted! —exclamó finalmente la propietaria de la floristería tras un largo suspiro—. El matrimonio hoy en día se ha convertido en un simple acuerdo legal, con todos esos papeleos, esas frías oficinas y registros, esas separaciones de bienes y esas leyes que lo desnaturalizan todo. Si yo fuera usted y tuviera que contraer matrimonio en estos tiempos, no firmaría
eso
, naturalmente que no.
La señorita Prim, que concentraba ahora su atención en un centro de mesa de
Zinnias elegans
, se preguntó si su interlocutora estaría en su sano juicio. ¿No acababa de decirle que parecía hecha para el matrimonio? ¿No se había referido a su evidente vocación para la vida conyugal? ¿No había alabado su rostro agraciado, su vasta cultura y sus buenos modales?
—Espero que no se ofenda —continuó la florista con exquisita cortesía—, pero a menudo me pregunto cómo se puede llegar a pensar que un funcionario tiene algo que hacer en medio de un matrimonio. ¡Si parece casi una contradicción! Un matrimonio puede ser muchas cosas, unas buenas y otras malas, pero convendrá usted conmigo en que ninguna de ellas tiene mucho que ver con la burocracia.
La señorita Prim, que no acababa de decidirse tampoco por las zinnias, convino en que ciertamente burocracia y matrimonio eran realidades excluyentes. Mientras pagaba el tiesto de
Papaver rhoeas
, reflexionó sobre el hecho extraordinario de que tanto la señora Oeillet como ella estaban completamente de acuerdo en aquel asunto, pese a que ambas abordaban el problema desde ángulos divergentes. Ni una ni otra pensaban lo mismo sobre el matrimonio, eso era evidente. Pero también lo era el hecho de que las dos coincidían plenamente sobre lo que la unión matrimonial no era ni podría nunca llegar a ser.
La bibliotecaria acababa de salir de la floristería cuando se topó prácticamente de bruces con el hombre del sillón. Sorprendida y contrariada, barruntó algo sobre la necesidad de hacer unas gestiones en la oficina de correos, observación que éste aparentemente resolvió ignorar.
—La señorita Prim entre amapolas… pero si parece el título de un cuadro. Permítame que la ayude con la planta, ¿puedo acompañarla?
—Es usted muy amable —contestó ella con frialdad.
El hombre del sillón cogió la maceta y comenzó a caminar a su lado en silencio.
—Por lo que veo, ha estado hablando con Hortensia Oeillet. Y naturalmente, le habrá preguntado por qué no está usted casada, ¿me equivoco? —dijo con una sonrisa.
—Esa mujer tiene unas extrañas ideas sobre el matrimonio —replicó la bibliotecaria.
—Lo que quiere usted decir con esa frase críptica es que son diferentes a las suyas, supongo.
—Desde luego que lo son. Yo estoy totalmente en contra del matrimonio.
—¿En serio?
—Lo considero una institución inútil y en retroceso.
—Es interesante que diga usted eso —reflexionó él—, porque yo tengo la impresión opuesta. Me da la sensación de que hoy en día todo el mundo quiere casarse. No sé si se habrá dado cuenta de que hay grandes reivindicaciones en todas partes por ese asunto, por no hablar de todas esas personas que proclaman su confianza en el matrimonio al acumular a lo largo de sus vidas tantas bodas como les es posible. No deja de ser interesante que esté usted en contra. En mi opinión, demuestra una conmovedora inocencia de espíritu.
—Usted está a favor, por supuesto.
—Completamente a favor. Yo soy un gran defensor del matrimonio, por eso me opongo rotundamente a incluir a las autoridades civiles en su celebración. Soy de la escuela de Hortensia, me resulta sorprendente ver a un funcionario en una boda. A no ser, claro está, que se trate de uno de los contrayentes o que acuda como invitado.
La señorita Prim bajó la cabeza para disimular una sonrisa.
—¿Y todos piensan igual que la señora Oeillet y usted por aquí?
—Yo diría que todos están aquí porque piensan igual que la señora Oeillet y yo, que es algo diferente.
La bibliotecaria no entendió el significado de aquella respuesta, pero contuvo el deseo de replicar. No quería comenzar otra discusión. El instinto de conservación le decía que cuando comenzaba una disputa con su jefe, llevaba las de perder. Siempre se había considerado a sí misma una gran polemista, la gente solía temerla por ello, pero ahora tenía enfrente a alguien que la superaba ampliamente en aquel terreno. Alguien irritante, que sabía retorcer los argumentos hasta extremos inverosímiles y llevar las discusiones a terrenos pantanosos que la hacían sentirse insegura y ridícula.
—
LIGA FEMINISTA DE SAN IRENEO
—leyó en voz alta en un pequeño cartel situado junto a una casa casi oculta por una maraña de hiedra—. Me sorprende que haya feministas en San Ireneo. Es algo demasiado moderno para este lugar, ¿no cree? —dijo con aire burlón.
En lugar de contestar, su acompañante se detuvo, bajó la cabeza para poder mirarla a los ojos y a continuación soltó una carcajada.
—¿De verdad cree eso? ¿Cree de verdad que el feminismo es algo moderno? —preguntó risueño—. Realmente, Prudencia, es usted encantadora.
La señorita Prim abrió la boca dispuesta a dejar claro que una respuesta como aquélla era una falta de respeto, pero finalmente lo pensó mejor.
—Depende de con qué se compare —contestó malhumorada—. Hay movimientos más modernos, pero no me negará que el feminismo en sus inicios fue algo liberador. Y que conste que le digo esto sin formar parte de sus filas, no me verá usted nunca bajo esa bandera.
—Es un alivio saberlo.
La bibliotecaria enrojeció, pero no dijo nada.
—Aun así he de decirle que no comparto en absoluto lo de ese supuesto origen liberador del movimiento —continuó él—. Es evidente que nunca ha oído hablar del hacha de Carrie Nation.
La señorita Prim se mordió el labio. Sabía perfectamente lo que venía a continuación. Conocía ya lo suficiente a aquel hombre como para saberlo. Sabía que la alusión a aquella hacha y a su dueña era tan solo un señuelo para que él pudiese impartir una de sus brillantes clases magistrales. No quería darle esa satisfacción, deseaba fervientemente no dársela, estaba absolutamente decidida a no hacerlo. Pero, al final, la curiosidad pudo más que ella.
—¿Carrie Nation y su hacha?
—¿No sabe quién es?
—En absoluto. ¿Se lo está usted inventando?
—¿Inventármelo? ¿Cómo puede pensar algo así? —protestó él con tono ofendido—. Para su información, Carrie Nation fue la fundadora del Movimiento de la Templanza, un grupúsculo que se opuso al consumo de alcohol antes de la Ley Seca. Seguramente era una anciana entrañable, pero tenía la mala costumbre de irrumpir en los bares con un hacha en la mano y una banda de amigas con el noble fin de destrozar todas las botellas que encontraba en su camino. Los cronistas de la época cuentan que medía un metro ochenta y pesaba casi ochenta kilos, así que puede usted imaginarse lo liberador de la escena. Se dice que cuando murió, sus seguidoras pusieron sobre su tumba este epitafio conmovedor:
FIEL A LA CAUSA DE LA ABSTINENCIA, HIZO LO QUE PUDO
.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con el feminismo? —preguntó la señorita Prim con brusquedad, tras advertir en su interior que estaba comenzando a disfrutar con la conversación.
—Déjeme seguir, tiene usted la endiablada costumbre de interrumpir a sus mayores. El movimiento de la señora Nation sostenía que el alcoholismo fomentaba la violencia en el hogar y por ello estuvo muy unido a las primeras ligas de defensa de los derechos de la mujer. Muchas de aquellas fanáticas destructoras de bares eran feministas convencidas, de esas que usted llama liberadoras. Y que conste que considero a la señora Nation como una antepasada noble del movimiento. La estupidez, definitivamente, llegó bastante después.
La señorita Prim, indignada, volvió a morderse el labio.
—¿Y aun así permiten ustedes que haya feministas en este pueblo encantador? —preguntó con fría ironía al llegar a la puerta de la oficina de correos.
El hombre del sillón frunció el ceño para protegerse del sol y sacudió pensativamente la cabeza.
—¿Le gustaría conocerlas? Le advierto que no son exactamente el tipo de feministas que usted probablemente espera que sean.
—¿Y cómo sabe usted lo que yo espero? Si no le importa, sí me gustaría. Estoy convencida de que será una experiencia interesante —contestó ella mientras se ponía de puntillas para arrebatarle con firmeza las amapolas.
—Por cierto —dijo él antes de decidirse a cruzar al otro lado de la calle—, creo que hoy ha tenido el honor de conocer a su presidenta. Es nuestra común amiga, la amable y sonriente Hortensia Oeillet.
Hortensia Oeillet no tardó en enviar una invitación formal dirigida a la señorita Prim. En la nota aseguraba que la Liga Feminista de San Ireneo se complacía muchísimo en incluirla en su próxima reunión, a celebrar el martes siguiente. La mañana en que llegó la invitación sorprendió, sin embargo, a la bibliotecaria ocupada en otro asunto. Hacía poco más de tres décadas, aunque nadie sabía realmente cuánto más, que su cumpleaños se celebraba exactamente en aquella fecha. Era una celebración solemne, porque Prudencia Prim era de la opinión de que solo los vivos celebran cumpleaños y de que esa ventaja sobre los muertos debía ser festejada adecuadamente. El día de su cumpleaños la señorita Prim se levantaba puntualmente a las siete de la mañana y comenzaba los preparativos de su pastel. Se anudaba un delantal en la cintura, se recogía el cabello con severidad y seguía fielmente la vieja receta que su abuela había dejado en herencia a su madre y que ésta, convencida de que tenía ante sí un futuro extraordinariamente longevo, había optado por legar en vida a su hija.