El pequeño observó con detenimiento aquel rostro enrojecido y después paseó la vista con interés por los numerosos frascos de cosmética que había sobre la chimenea.
—¿Qué puedo hacer para que no llore?
—Me temo que nada —respondió conmovida la señorita Prim—. Esto no te va a servir ahora que eres pequeño, Septimus, pero cuando te hagas mayor y veas a una mujer llorar, recuerda que lo mejor que puedes hacer es no hacer absolutamente nada.
—Eso es muy fácil.
La bibliotecaria se echó a reír mientras hacía lo posible por enjugarse las lágrimas.
—¿Fácil? Espera a ser mayor. No hay nada más difícil.
—Seguramente ir a la guerra es más difícil y también cazar una ballena con arpones —respondió el pequeño con la atención puesta al otro lado del ventanal.
—Quizá cazar una ballena con arpones lo sea —concedió la bibliotecaria.
—¿Sabe qué? —dijo el niño con la mirada clavada en el suelo—. Creo que vamos a echarla de menos.
—Yo también a vosotros —murmuró ella—. Ven aquí. ¿Me darías un beso?
El pequeño dio un paso atrás de inmediato.
—No —respondió con resolución—, nada de besos. Nunca doy besos. No me gustan los besos.
—Creo que ese problema también se arreglará cuando seas mayor —sonrió la bibliotecaria.
—No apueste por eso —replicó el niño antes de dirigirse a la puerta y salir corriendo.
—Así que se va usted —suspiró la señora Rouan mientras ofrecía asiento a la señorita Prim en la vieja mesa de mármol de la cocina.
La bibliotecaria se sentó y aceptó una taza de consomé de pato que la cocinera le ofreció con amabilidad.
—Así es, señora Rouan, me voy.
En la chimenea lucía un alegre fuego y un enorme puchero cocía sin prisa sobre la vieja cocina de leña. Fuera, el sol parecía haberse escondido y unas oscuras nubes presagiaban otra noche de nieve.
—Vamos a extrañarla —murmuró la mujer—. Y usted sabe que las cosas no han sido fáciles entre nosotras.
—No, no lo han sido —dijo suavemente la bibliotecaria.
—No me gustan los cambios, nunca me han gustado. Y si le digo la verdad —la cocinera echó una furtiva mirada al puchero—, tampoco me gusta ver mujeres nuevas en la casa. Cada una hace las cosas a su manera y bien sabe Dios que con los años es difícil cambiar.
La señorita Prim sonrió con dulzura.
—Lo entiendo perfectamente, señora Rouan. Y quisiera pedirle disculpas por todas las veces que haya podido ser molesta o poco delicada con usted.
La cocinera sonrió a su vez y alargó una de sus viejas y gruesas manos para dar unas palmaditas en la mano de la señorita Prim.
—Oh, las dos hemos sido bien cabezotas, señorita. Yo no soy una mujer fácil, no lo he sido nunca. Y estoy acostumbrada a que las cosas funcionen a mi manera. La madre del señor, por ejemplo, también con ella tuve mis más y mis menos al principio.
—¿De verdad? —preguntó la bibliotecaria mientras intentaba sin éxito imaginar a la madre de su jefe discutiendo sus puntos de vista con la cocinera.
—Claro que ella es una vieja dama, conoce el servicio. Sabe que la cocinera es el corazón de la casa y que es mejor llevarse bien con ella. Pero no es una mujer fácil, desde luego —y bajando la voz hasta convertirla casi en un susurro, añadió—: ¿sabía usted que es medio alemana?
—Austríaca.
—Es la misma cosa. El primer día que la conocí me pidió que preparase un
strudel
. Le dije que me parecía muy bien y que no había ningún problema. Siempre he hecho
strudel
para los niños. Ah, no, pero no era un
strudel
lo que ella quería, no un
strudel normal
. Ella quería un
topfenstrudel
. ¿Sabe usted por casualidad lo que es un
topfenstrudel
?
La señorita Prim aseguró que nunca había oído mencionar un nombre semejante.
—Eso mismo dije yo. La señora se mostró muy considerada, por supuesto, y me escribió la receta. Pero a una no le gusta que una dama llegue a su cocina el primer día, le pida un
topfenstrudel
y además le dé una receta, ¿sabe usted lo que quiero decir?
La bibliotecaria asintió comprensiva.
—¿Qué es el
topfenstrudel
?
—No es más que un
strudel
relleno de queso —gruñó la cocinera—.
Ellos
allí llaman a ese queso,
topfen
. No es difícil de preparar, desde luego que no. Así que tomé la receta y lo hice, naturalmente que lo hice. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—¿Y le gustó?
La señora Rouan se levantó y se acercó a la cocina. Levantó la tapa del puchero, inclinó la vieja cabeza para aspirar el aroma, cogió una cuchara de palo y probó su contenido con gesto de satisfacción.
—De ahí vino el problema —explicó mientras volvía a sentarse a la mesa—. Me pasé toda la mañana en la cocina pendiente del dichoso
topfenstrudel
, compré el mejor queso que encontré y seguí paso a paso la receta. Y cuando estuvo listo y lo llevamos a la mesa en una preciosa fuente de Meissen adornada con hojas del jardín, ¿sabe lo que me dijo?
La señorita Prim aseguró que no podía ni imaginarlo.
—«Señora Rouan —me dijo—, señora Rouan, no ha traído usted el
vanillesoße
. ¿Dónde está el
vanillesoße
, señora Rouan?»
La bibliotecaria escondió una sonrisa en su taza de caldo.
—«No sé qué es eso del
vanillesoße
; señora —le dije con mucha seriedad—. En toda mi vida de cocinera, y le puedo asegurar que he servido en muchas casas, no había oído hablar jamás de ese
vanillesoße
».
—¿Qué es el
vanillesoße
? —preguntó la señorita Prim.
—Natillas de vainilla, ni más ni menos que eso. ¿Pero acaso podía yo saberlo? ¿Y acaso podía saber también que el
topfenstrudel
se servía con natillas de vainilla?
La bibliotecaria se apresuró a asegurar que nadie habría podido adivinar aquel extremo.
—Pero hay que decir que ella es una dama —continuó la cocinera—. Naturalmente, no dio su brazo a torcer inmediatamente. Pero al día siguiente apareció por la cocina y me dijo: «Señora Rouan, el
topfenstrudel
de ayer estaba delicioso. Pero por lo que he visto los niños están muy acostumbrados a su
strudel
. Así que, si hace el favor, de ahora en adelante dejaremos el
topfenstrudel
y el
vanillesoße
y volveremos a su
strudel
».
—Y ahí terminó todo —suspiró con una sonrisa la señorita Prim.
La señora Rouan se levantó a apagar el fuego de la cocina.
—Ahora hay que dejarlo reposar dos horas —murmuró—. ¿Qué decía?
—Decía que ahí terminó todo.
La cocinera la miró con extrañeza.
—¿Terminar? Todo lo contrario. Allí no terminó todo, señorita. Allí
realmente
comenzó todo.
La bibliotecaria asintió pensativa y después dirigió la vista a la ventana. Gruesos copos de nieve habían comenzado a caer sobre el jardín.
—Señora Rouan, ¿recuerda usted el pastel que hice el día de mi cumpleaños?
La mujer sonrió con amabilidad.
—Lo recuerdo. Al señor y a los niños les encantó. Fue usted muy amable enviándonos un pedazo aquí, a la cocina, nos gustó mucho a todos. Es una receta de su familia, ¿no es cierto? Ésas son las mejores.
La señorita Prim volvió a mirar hacia la ventana. Más allá del jardín, del camino y de los campos de labor, llegó el sonido lejano y solemne de las campanas de la abadía.
—Tocan a vísperas —dijo la cocinera.
—Lo sé —murmuró la bibliotecaria sin apartar la mirada del paisaje—. Señora Rouan, ¿le gustaría tener la receta de mi pastel de cumpleaños?
La mujer la miró con asombro.
—Pero señorita, yo creía que esa receta…
—Eso también creía yo —sonrió la señorita Prim—. ¿Le gustaría tenerla?
La cocinera, con los ojos brillantes de emoción, extendió su callosa mano y la puso sobre la de la bibliotecaria.
—Será un honor para mí, señorita, un verdadero honor.
La señorita Prim se ocupó cuidadosamente de cerrar la lista de personas a las que debía visitar antes de irse. Sabía que la noticia de su marcha se extendería rápidamente por el pueblo y no quería que sus amigos se enterasen por medio de alguien que no fuese ella. Mientras caminaba por las calles de San Ireneo rumbo a la casa de Horacio Delàs, recordó el día de su llegada. Había cruzado aquellas calles apresuradamente, lamentándose por no encontrar un solo taxi, sin apenas reparar en las solemnes líneas de las recias casas de piedra ni en el encanto de sus alegres y cuidados negocios. Qué poco consciente había sido entonces —precisamente ella, que adoraba la belleza— del batiente corazón que se ocultaba tras sus muros.
Había pasado una semana desde que descubriera su error sobre los sentimientos de su jefe y el dolor que ese hecho suscitó en ella había sido sustituido por una serena y callada tristeza. No se trataba únicamente de desamor —la señorita Prim se rebelaba internamente contra la idea de estar padeciendo los efectos de esa enfermedad del alma—, sino de la perspectiva de tener que abandonar aquel entrañable lugar, a aquellas pintorescas personas, aquel modo de vivir. No deseaba marcharse, se confesó a sí misma mientras caminaba por el pueblo, no deseaba de ningún modo hacerlo. ¿Pero acaso podía hacer otra cosa?
—Todavía recuerdo cuando llegó usted aquí, tan joven e inexperta y sin saber nada de este lugar.
Tras ofrecer asiento a su invitada, Horacio Delàs se instaló en el viejo sillón desde el que solía observar el mundo, una observación intelectual, amable y reposada, y miró con curiosidad a la bibliotecaria.
La señorita Prim se aclaró la voz antes de responder.
—Solo han pasado seis meses, Horacio. Confío en seguir siendo prácticamente igual de joven.
Su amigo sonrió mientras le ofrecía una copa de vino y un pedazo de queso que cortó con un enorme cuchillo.
—Pero ahora sabe mucho más de nosotros.
La bibliotecaria asintió mientras se llevaba la copa a los labios.
—Y aun así nos deja —continuó él—. ¿Realmente fue tan dura esa conversación? ¿Tan imposible resulta para usted pasar página y seguir con nosotros?
La señorita Prim le miró con tristeza. Se había hecho esa misma pregunta todos los días desde la noche de su conversación con el hombre del sillón. ¿No podía seguir como estaba? ¿No podía ignorar aquello, fingir que nunca había sucedido, continuar con su trabajo tal y como había hecho hasta ese momento?
—No puedo —dijo.
—¿Tan enamorada está de él?
La bibliotecaria se levantó para enderezar uno de los cuadros que cubrían las paredes del salón de su amigo.
—No lo sé —dijo mientras volvía a sentarse—. Quiero decir que seguramente no es amor, quizá es solo un enamoramiento fugaz. Pero en el fondo no es eso, no es solo eso, al menos.
—¿Y bien?—preguntó él—. ¿Qué más es?
—Me temo que no sabría explicarlo. No es fácil saber a veces lo que uno siente, Horacio. Hay corrientes que se cruzan, corrientes subterráneas, fuerzas contradictorias que se mezclan y se confunden.
—Madejas —murmuró su amigo.
—¿Madejas?
—Sí, madejas. Como las que cuando éramos niños ayudábamos a desenredar a nuestras madres o a nuestras abuelas. Por supuesto que no es fácil saber lo que uno siente, Prudencia, más aún cuando esos sentimientos son intensos, cuando no contradictorios. La naturaleza humana no es sencilla.
La bibliotecaria aceptó otro trozo de queso.
—En cierto modo —confesó—, creo que estoy molesta con él.
—Me parece muy natural —respondió su amigo—. El orgullo es uno de los grandes nudos de la madeja.
—Yo no soy orgullosa —protestó ella, incómoda ante la idea de ser considerada una madeja.
—Naturalmente que no, amiga mía, por supuesto que no. ¿Y qué me dice del amor propio?
La bibliotecaria meditó cuidadosamente la pregunta.
—Es posible —reconoció.
Horacio Delàs sonrió para sus adentros y se aplicó a la tarea de quitar la corteza al queso.
—Llamémosle amor propio entonces. Se ha sentido usted rechazada y eso, como es natural, resulta doloroso. Aunque si no me equivoco, no ha llegado usted a ser rechazada, ¿no es cierto?
—Cierto —contestó ella, momentáneamente animada.
—Pero aun así está segura de que él no alberga sentimiento alguno por usted, ¿verdad?
La bibliotecaria reflexionó antes de responder. Fuera, al otro lado de las ventanas, un cielo bajo y gris envolvía el pueblo.
—No creo que pueda asegurar eso —suspiró—. Lo que puedo decir es que creo que aunque esos sentimientos existiesen, él nunca permitiría que pudiesen transformarse en algo más profundo. He descubierto que hay una razón mucho más poderosa de lo que yo podía imaginar para ello. Una razón tan determinante que no se puede decir que tenga que ver con él, sino que prácticamente forma parte de él. ¿Sabe lo que quiero decir? Quizá se sienta atraído por mí, Horacio, o quizá no. Pero incluso si así fuera, él no dejaría que eso fuese más allá, y probablemente tendría razón al hacerlo así, porque quizá no funcionaría.
—Razón y voluntad —murmuró su amigo—. Usted no puede comprenderlo, ¿verdad? Usted es toda sentimiento.
La señorita Prim cambió de postura en su sillón. No quería volver a hablar de razón y sentimientos, no deseaba ser acusada de nuevo de sentimentalismo, no pensaba de ningún modo iniciar otra larga y tediosa discusión sobre aquella cuestión. Como si hubiese advertido lo que su invitada meditaba, Horacio Delàs preguntó:
—¿Se ha planteado alguna vez qué habría ocurrido si las cosas hubiesen salido como esperaba? ¿Si finalmente él se hubiese enamorado de usted?
La bibliotecaria confesó que no se había detenido en aquella idea.
—Seguramente habría usted iniciado una relación que hubiese desembocado en el matrimonio mucho antes de lo que piensa.
La señorita Prim entrecerró los párpados decidida a imaginarse la escena.
—¿Y qué? —preguntó aparentemente satisfecha con lo que había vislumbrado.
—¿Y qué? Mi querida Prudencia, casarse con un hombre como él supone casarse
radicalmente
.
—¿Qué quiere decir con eso de casarse radicalmente?
—Quiero decir casarse
realmente
, casarse
hasta la muerte
. Nada de divorcio, amiga mía, eso quiero decir.