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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (33 page)

BOOK: El día de las hormigas
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La arquitectura impresiona a las hormigas. Es la expresión de una civilización que ha llegado a su plenitud. No tiene nada que ver con los corredores anárquicos, construidos al tuntún y según la ley del menor esfuerzo, de las ciudades hormiga. ¿Son acaso menos inteligentes o menos refinadas las hormigas que las abejas? Examinando el tamaño del cerebro de las abejas, mucho más voluminoso que el de las hormigas, podría llegarse a esa conclusión. Sin embargo, los estudios biológicos realizados por la reina Chli-pu-ni han demostrado que la inteligencia no es solamente un problema de volumen cerebral. Los cuerpos pedúnculos, privativos de la complejidad del sistema nervioso entre los insectos, son mucho más importantes en las hormigas.

Las belokanianas siguen avanzando y descubren un tesoro. Una sala llena a reventar de víveres. Hay allí diez kilos de miel, es decir, veinte veces el peso de todas las habitantes de la colmena. Las rojas discuten agitando nerviosamente sus antenas.

La aventura resulta demasiado peligrosa. Dan media vuelta y se dirigen hacia la salida.

¡A por las cobardes! ¡A por esas intrusas mientras estén encerradas entre nuestras paredes!,
emite una abeja.

Los alvéolos hexagonales escupen por todas partes guerreras apiculares.

Las hormigas caen bajo los golpes de aguijones envenenados. Las que se enviscan en el suelo no tienen siquiera el honor de combatirlas.

9 y lo esencial del comando logran sin embargo librarse de la colmena. Las hormigas montan a horcajadas en sus corceles y despegan mientras una masa de askoleínas las persiguen lanzando olores de victoria.

Pero, mientras el interior de la Ciudad de oro se dispone a celebrar el éxito, se deja oír un crujido siniestro. El techo de Askolein se desmorona y hormigas, centenares de hormigas, irrumpen en la colmena.

103 ha elaborado una estrategia perfecta. Mientras las abejas perseguían a la armada mirmeceana, ella trepaba a un árbol y lanzaba millares de belokanianas al asalto de la Ciudad vaciada de sus soldados voladoras.

¡Cuidado con romper las cosas! ¡No hagáis más que el menor número de víctimas! ¡Es mejor coger las larvas sexuadas como rehenes!,
emite 103, mientras ametralla a la guardia personal de la reina Zaha-haer-scha.

En unos segundos, todas las larvas sexuadas tienen el cuello cogido por la tenaza de las guerreras cruzadas. La ciudad se rinde. La colmena de Askolein capitula, vencida.

La soberana lo ha comprendido todo. La intrusión del comando no era más que una maniobra de diversión. Mientras tanto, las hormigas carentes de monturas voladoras horadaban el techo de su nido, abriendo un segundo frente mucho más peligroso que el primero.

Así se ganó la batalla de la «Pequeña Nube Gris», que marcó en la región la conquista definitiva de la tercera dimensión por parte de las hormigas.

¿Y ahora qué queréis?,
pregunta la reina abeja.
¿Matarnos a todas?

9 responde que nunca ha sido ése el objetivo de las rojas. Su único enemigo son los Dedos. Sólo ellos son el blanco de la cruzada. Las hormigas de Bel-o-kan nada tienen contra las abejas. Necesitan simplemente su veneno para matar a los Dedos.

Deben ser muy importantes los Dedos para merecer tantos esfuerzos,
emite Zaha-haer-scha.

103 reclama también una legión abeja de ayuda. La soberana consiente. Propone una escuadrilla de élite, la guardia de las Flores. Trescientas abejas empiezan a zumbar al punto. 103 las reconoce. Son las soldados askoleínas que más destrozos han causado entre las filas belokanianas.

Las cruzadas piden además a la Colmena de oro que las albergue durante la noche, además de reservas de miel para el camino.

La reina de Askolein pregunta.

¿Por qué estáis tan obsesionadas contra los Dedos?

9 le explica que los dedos utilizan el fuego. Representan, por tanto, un peligro para todas las especies. En otros tiempos los insectos firmaron un pacto: unión contra todos los que empleen fuego. Ha llegado el momento de cumplir ese pacto.

En ese momento 9 observa que 23 sale de un alvéolo.

¿Qué haces tú aquí?,
pregunta 9 levantando sus antenas.

Acabo de dar una vuelta para visitar la celdilla real,
dice con indiferencia 23. Las dos hormigas se caen mal y la respuesta no hace sino empeorar sus relaciones.

103 las separa y pregunta qué ha sido de 24.

24 se ha perdido en la colmena en el momento del asalto final. Ha luchado, ha corrido persiguiendo a una abeja y…, y ahora no sabe muy bien dónde se encuentra. Todas aquellas sucesiones de panales no acaban de tranquilizarla. Sin embargo, no suelta su capullo de mariposa. Toma una hilera de alvéolos y espera unirse al resto de la cruzada a la mañana siguiente.

115. En la tibieza húmeda del Metro

Jacques Méliés se ahogaba entre la masa compacta del vagón. Una curva lo proyectó contra un vientre de mujer. Una voz ligeramente ronca protestó.

—¡Podría tener más cuidado!

Primero distinguió la melodía de las palabras. Luego, inmediatamente después, por encima de los tufos de grasa y sudor, descifró el suave mensaje del perfume. Bergamota, vetiver, mandarina, galóxido, madera de sándalo, mas un pellizco de almizcle de capra hispánica. El perfume decía.

Soy Laetitia Wells.

Y era ella, con su mirada violeta clavada sobre él con resplandores salvajes.

Le miraba realmente con animosidad. Se abrieron las puertas. Salieron veintinueve personas, entraron treinta y cinco. Más apretados aún que antes, cada uno percibió el aliento del otro.

Le miraba cada vez con más intensidad, como una cobra disponiéndose a comerse cruda una cría de mangosta, y él, fascinado, no conseguía apartar su mirada.

Ella era inocente. Él había actuado demasiado deprisa. En otro tiempo, habían intercambiado ideas. Habían simpatizado incluso. Ella le había ofrecido hidromiel. Él le había manifestado su miedo a los lobos, y ella su miedo a los hombres. ¡Cómo echaba de menos aquellos momentos de intimidad, echados a perder sólo por su culpa! Trataría de explicarse. Ella le perdonaría.

—Señorita Wells, me gustaría decirle cuánto…

Ella aprovechó una parada para escabullirse entre los cuerpos y desaparecer.

Se adentró con paso nervioso por los pasillos del Metro. Corría casi para salir cuanto antes de aquel lugar sórdido. Se sentía rodeada por miradas obscenas. ¡Y para rematar su disgusto, el comisario Méliés tomaba la misma línea que ella!

Pasillos oscuros. Corredores húmedos. Laberinto iluminado por neones macilentos.

—¡Eh, muñeca! ¿De paseo?

Tres siluetas patibularias avanzaron. Tres granujas con cazadora de vinilo, uno de los cuales ya la había abordado unos días antes. Ella aceleró el paso, pero los otros la persiguieron; el suelo resonaba con los clavos de hierro de sus botas.

—¿Estás sola? ¿No tienes ganas de charlar un rato?

Ella se detuvo en seco, con la palabra «largaos» escrita en sus pupilas. Había funcionado la vez pasada, pero ahora no tuvo ningún efecto sobre aquellos gamberros.

—¿Son suyos esos ojos tan bonitos? —preguntó uno alto de barbas.

—No, los tiene alquilados —dijo otro de sus compañeros.

Risas espesas. Golpes en la espalda. El barbudo sacó una navaja de muelle.

De pronto ella perdió toda su seguridad y, como se encontraba en el papel de la víctima los otros asumieron inmediatamente el de depredadores. Quiso correr pero los tres granujas le cortaron juntos el paso. Uno de ellos la agarró del brazo y se lo retorció detrás de la espalda.

Ella gimió.

El pasillo estaba iluminado, y en absoluto desierto. Había gentes que se cruzaban con el grupo y aceleraban el paso, bajando la cabeza y fingiendo no comprender nada de la escena. Un navajazo se da con tanta rapidez…

Laetitia Wells se sintió dominada por el pánico. Ninguna de sus armas habituales funcionaba con aquellos brutos. Aquel barbudo, aquel calvo, aquel forzudo…, también ellos debían haber tenido una madre que tejía para ellos ropitas de bebé azules mientras sonreía.

Los ojos de los depredadores brillaban y la gente seguía pasando alrededor, acelerando la marcha al llegar ante aquel pequeño grupo.

—¿Qué es lo que quieren, dinero? —balbuceó Laetitia.

—La pasta ya te la quitaremos después. Ahora eres tú la que nos interesas —dijo burlón el calvo.

El barbudo ya le estaba desabrochando uno por uno los botones de su chaqueta, con la punta afilada de su navaja.

Ella se resistió.

No era posible. Eran las cuatro de la tarde. ¡Alguien terminaría por reaccionar y dar la alerta!

El barbudo silbó al descubrir los senos.

—Algo pequeños, pero bonitos de todos modos, ¿no os parece?

—Es el problema de las asiáticas. Todas tienen un cuerpo de niñas pequeñas. No tienen lo suficiente para llenar la mano de un hombre honrado.

Laetitia Wells resistió contra el desvanecimiento. Estaba en plena crisis de humano fobia. Unas manos de hombre, sucias, la rozaban, la tocaban, trataban de hacerle daño. Su miedo era tan fuerte que no conseguía siquiera vomitar. Permanecía allí, prisionera, incapaz de escapar a sus atormentadores. Apenas oyó el «Alto, policía».

El cuchillo interrumpió su tarea.

Un hombre, con el revólver apuntándoles, exhibía un carné cruzado con la tricolor.

—¡Mierda, la poli! Larguémonos, muchachos. Y a ti, cerda, ya te cogeremos otro día.

Echaron a correr.

—¡Alto ahí! —gritó el policía.

—Que te lo has creído —dijo el calvo—. Dispáranos y te llevaremos a juicio.

Jacques Méliés bajó su revólver y ellos desaparecieron.

Laetitita Wells recuperó despacio el control de su respiración. Había terminado. Estaba a salvo.

—¿Cómo se encuentra? ¿La han maltratado mucho?

Ella movió la cabeza en sentido negativo. Se recuperaba poco a poco. Él, de forma completamente natural, la abrazó para tranquilizarla.

—Ahora todo irá bien.

Y, de forma también completamente natural, ella se apretó contra él. Se sentía aliviada. Nunca había pensado sentirse feliz un día por ver aparecer al comisario Méliés.

Clavó en él sus ojos violeta en los que la tempestad se había calmado. Ya no había resplandores de tigresa, sino pequeñas olas suavemente agitadas por la brisa.

Jacques Méliés recogió los botones de su chaqueta.

—Supongo que tengo que darle las gracias —dijo ella.

—No merece la pena. Se lo repito, me gustaría simplemente hablar con usted.

—¿Y de qué?

—De esos casos de químicos que nos preocupan a los dos. He sido un estúpido. Necesito su ayuda… Siempre he… necesitado su ayuda.

Ella vaciló. Pero, dadas las circunstancias, ¿cómo no invitarle a otra jarra de hidromiel en su casa?

116. Enciclopedia

CHOQUE ENTRE CIVILIZACIONES:
El papa Urbano II lanzó en 1096 la primera cruzada por la liberación de Jerusalén. En ella participaron peregrinos decididos pero carentes de toda experiencia militar. Al frente de ellos: Gautier Sans Avoir y Pedro el Ermitaño. Los cruzados avanzaron hacia el Este sin saber siquiera qué países atravesaban. Como no les quedaba nada que comer, saquearon todo a su paso y provocaron de este modo muchos más destrozos en Occidente que en Oriente. Hambrientos, se entregaron incluso al canibalismo. Estos «representantes de la verdadera fe» se transformaron rápidamente en una cohorte de vagabundos harapientos, salvajes y peligrosos. El rey de Hungría, aunque también era cristiano, irritado por los daños causados por aquellos desarrapados, decidió acabar con ellos para proteger a sus campesinos de las agresiones. Los escasos supervivientes que consiguieron llegar a la costa turca iban precedidos de tal reputación de bárbaros, semihombres, semibestias, que en Nicea los autóctonos los remataron sin la menor vacilación.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

117. En Bel-O-Kan

Unos moscardones mensajeros aterrizan en Bel-o-kan. Todos son portadores de las mismas noticias. Las cruzados han vencido a un Dedo gracias al veneno de abeja. Luego han atacado la colmena de Askolein y la han derrotado. Nada resiste a su paso.

Por toda la Ciudad se extiende la alegría.

La reina Chli-pu-ni está encantada. Siempre ha sabido que los Dedos eran vulnerables. Ahora ya está probado. En el colmo de la excitación, emite en dirección al cadáver de su madre.

Podemos matarlos, podemos vencerlos. No son superiores a nosotras.

Algunos pisos por debajo de la Ciudad prohibida, las rebeldes pro-Dedos se reúnen en una sala secreta, más estrecha todavía que su antiguo refugio encima del establo de pulgones.


realmente nuestras legiones han logrado matar a un Dedo, es que no son dioses,
dice una no-deísta.

Son nuestros dioses,
afirma con fuerza una deísta. Según ella, los cruzados han creído luchar contra un Dedo, pero de hecho se han enfrentado a algún otro animal redondo y rosáceo. Y repite con fervor.

Los Dedos son nuestros dioses.

Sin embargo, y por primera vez, la duda se insinúa en algunas de las rebeldes más deístas. Y cometen el error de hablar directamente sobre ello al profeta mecánico: el famoso «Doctor Livingstone».

118. Cólera divina

Dios Nicolás estalla.

¿Cómo es que esas hormigas se permiten discutir? ¡Descreídas, impías, blasfemas! ¡Hay que matar a esas paganas!

Sabe que si no se afirma como un dios terrible y vengador su reino no durará mucho.

Se apodera del teclado del ordenador, que traduce sus palabras a feromonas.

Nosotros somos dioses.

Nosotros lo podemos todo.

Nuestro mundo es superior.

Somos invencibles.

Y nadie puede poner en duda nuestro reino.

Ante nosotros, no sois más que larvas inmaduras.

Del mundo nada comprendéis.

Respetadnos y alimentadnos.

Los Dedos lo pueden todo porque los Dedos son dioses.

Los Dedos lo pueden todo porque los Dedos son grandes.

Los Dedos lo pueden todo porque los Dedos son poderosos.

Ésa es la verd…

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