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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (28 page)

BOOK: El día de las hormigas
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103 da vueltas dentro de la gruta beige y cálida. Golpea histérica con su abdomen para librarse de todo el estrés que ha acumulado en los últimos segundos.

Tarda bastante tiempo en recuperar el autocontrol; luego, una vez que el miedo parece haberse disipado algo, inspecciona con pasos prudentes aquella extraña caverna de arcos. Unas laminillas negras adornan el interior. Destilan grasa tibia fundida. El conjunto desprende un olor a humedad nauseabundo, en el límite de lo soportable.

—Corta el pollo asado. Está muy apetitoso.

—Si estas hormigas nos dejaran tranquilos…

—Ya he matado un montón.

—De cualquier modo, tú y tu Naturaleza, ya me las pagarás. ¡Mira, las hay por todas partes, otra, y otra más!

Superando su repulsión, 103 cruza aquella gruta cálida y se agazapa en un borde.

Lanza hacia delante sus antenas y asiste, en efecto, a lo Increíble. Las bolas rosas, formidables depredadoras, acorralan a todas sus compañeras. Las hacen salir de debajo de los vasos, de los platos, de las servilletas, luego les quitan la vida sin más proceso.

Es una hecatombe.

Algunas tratan de disparar chorros de ácido contra sus asaltantes. En vano. Las bolas rosas vuelven, saltan, brotan por todas partes, no dan ninguna oportunidad a sus minúsculas adversarias.

Luego todo se calma.

El aire está lleno de esos tufos de ácido oleico que significan la muerte mirmeceana.

Los Dedos patrullan en grupos de cinco por el mantel.

Las heridas son rematadas, transformadas en manchas, raspadas para que no ensucien.

—Eyi, pasme as tijerotas.

De pronto una enorme punta atraviesa el techo de la caverna y separa sus dos partes con un crujido ensordecedor.

103 da un salto. Brinca hacia delante. Deprisa. Huir. Deprisa. Deprisa. Los dioses monstruosos están allí.

Galopa con toda la celeridad de sus seis patas.

Las columnas rojas tardan algún tiempo en reaccionar.

Parecen completamente chasqueadas al verla salir de allí, pero rápidamente se lanzan en su persecución.

103 intenta todas las maniobras. Multiplica los virajes cerrados y las medias vueltas a contra pie. Su bolsa cardiaca late hasta romperse pero sigue viva. Dos columnas caen delante de ella. A través del tamiz de sus ojos, ve por primera vez las cinco siluetas gigantes que se recortan en el horizonte. Huele sus aromas almizclados. Los Dedos patrullan.

Enloquecedor.

Entonces se produce el disparo de un resorte en su cabeza. Tiene tanto miedo que hace lo impensable. Pura locura. ¡En lugar de huir, salta sobre sus perseguidores!

El efecto sorpresa es total.

Trepa a toda velocidad por los Dedos. Es un verdadero cohete sobre la pista de lanzamiento. Y cuando llega al final de la montaña, salta al vacío.

Su caída es amortiguada por las bolas rosas.

Se cierran para aplastarla.

Ella pasa por debajo y cae directamente, esta vez, en la hierba.

Corriendo se oculta bajo un trébol de tres hojas. Justo a tiempo. Ve cómo las columnas rosas rastrillan la vegetación que hay alrededor. Los diez Dedos quieren hacerla salir de su escondite. Pero al ras de las margaritas está su mundo. Ahí no volverán a encontrarla.

103 corre mientras en sus antenas chisporrotea toda suerte de ideas. Esta vez ya no queda ninguna duda, los ha visto, los ha tocado, los ha engañado incluso.

Sin embargo, haberlo hecho no responde a la cuestión esencial:

¿Son dioses los Dedos?

El prefecto Charles Dupeyron se limpió la mano con su pañuelo a cuadros.

—Bueno, ya veis que hemos podido echarlas, y sin tener que utilizar el insecticida.

—Ya te lo había dicho yo, querido, este bosque no está limpio.

—¡He matado a cien! —dijo jactándose Virginie.

—¡Pues yo muchas más, muchas más que tú! —exclamó Georges.

—A ver si os estáis tranquilos, niños… ¿Han tenido tiempo de tocar los alimentos?

—Yo he visto una salir del pollo asado.

—¡Pues yo no quiero comer un pollo ensuciado por la hormiga! —gritó entonces Virginie.

Dupeyron hizo una mueca.

—¡No vamos a tirar un hermoso pollo asado sólo porque lo haya tocado una hormiga!

—¡Las hormigas son sucias! Transportan enfermedades, nos lo ha dicho la maestra en la escuela.

—De todos modos nos comeremos el pollo —insistió el padre.

Georges se puso a cuatro patas.

—Hay una que ha escapado.

—¡Pues mejor! Así irá a decirles a las otras que no hay que pasar por aquí. Virginie, deja de arrancarle las patas a esa hormiga, que ya está muerta.

—¡No, mamá! Todavía se mueve algo.

—De acuerdo, pero entonces no pongas los trozos en el mantel, tíralos más lejos. ¿Es que no vamos a poder comer tranquilamente?

Lo había dicho alzando los ojos al cielo: se le quedaron fijos allí, estupefacta. Una nube de escarabajos cornudos, pequeña pero ruidosa, estaba reuniéndose en forma de corona a un metro por encima de su cabeza. Cuando vio que aquella suspensión continuaba, se puso pálida.

No era mejor el gesto de su marido. Acababa de comprobar que las hierbas habían oscurecido: las rodeaba una verdadera marea de hormigas. ¡Podían ser millones!

En realidad no eran más que las tres mil soldados de la primera cruzada contra los Dedos, que habían aumentado con los refuerzos zedibeinakanianos. Avanzaban decididas, todas con las mandíbulas fuera.

El esposo y padre articuló con una voz poco segura:

—Querida, pásame rápido el insecticida…

92. Enciclopedia

ÁCIDO FÓRMICO:
El ácido fórmico es un componente esencial de la vida. El hombre lo posee en sus células. En la segunda mitad del siglo XIX el ácido fórmico se utilizaba para conservar los alimentos o los cadáveres de animales. Pero lo empleaban sobre todo para quitar las manchas de la ropa.

Como no sabían fabricar esa sustancia química de manera sintética, la sacaban directamente de los insectos. Se amontonaban millares de hormigas en una prensa de aceite cuyo tornillo se apretaba hasta obtener un zumo amarillento.

Una vez filtrado, ese «jarabe de hormigas manchadas» se vendía en todas las buenas droguerías, en la sección de quitamanchas líquidos.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

93. Estadio final

El profesor Miguel Cygneriaz sabía que en adelante nada podía impedirle pasar al estadio final.

Tenía entre sus manos el arma absoluta contra las fuerzas ctónicas.

Cogió el líquido plateado y lo echó en una palangana. Luego derramó un líquido rojo y procedió a lo que en química se llamaba vulgarmente la segunda coagulación.

El sustrato tomó entonces unos colores cambiantes, los de la cola de un pavo real.

El profesor Cygneriaz colocó el recipiente en un fermentador. Sólo quedaba esperar. La última fase no requería más que de ese ingrediente todavía mal controlado por las máquinas: el tiempo.

94. Los Dedos retroceden

Cuando suben al asalto, las primeras líneas de infantería quedan envueltas de pronto en una nube verde que las hace toser con fuerza.

Mucho más arriba, los escarabajos rinoceronte picotean sobre las montañas móviles y blandas. Una vez llegadas a la altura de la jungla capilar de Cécile Dupeyron, las artilleras sueltan sus salvas de ácido. El único efecto de esta medida consiste en matar tres piojos jóvenes que pensaban elegir allí su domicilio.

Otro grupo de artilleras concentra sus tiros sobre una gruesa bola rosa. ¿Cómo podrían saber que se trata del dedo gordo de una mujer saliendo de una sandalia?

Será necesario encontrar alguna otra cosa, porque, si para los humanos el ácido fórmico es poco más o menos igual de corrosivo que la limonada, nuevas formaciones de nubes verdes de insecticidas están produciendo numerosas bajas en las filas belokanianas.

Buscad los agujeros, vocifera 9, mensaje repercutido inmediatamente por todas las que tienen experiencia en combates contra mamíferos y contra pájaros.

Varias legiones parten valientemente al asalto de los titanes. Hincan decididas sus mandíbulas en unas horas textiles, provocando anchas heridas en una camiseta de algodón así como en un short del mismo tejido. El chándal de Virginie Dupeyron (30% de acrílico, 20% polidamida) resulta en cambio una verdadera coraza en la que no consiguen ningún resultado las pinzas mirmeceanas.

—Tengo una en la nariz. ¡Ay!

—Deprisa, ¡el insecticida!

—¡Pero no nos podemos echar el insecticida encima!

—¡Socorro! —gime Virginie.

—¡Vaya plaga! —exclama Charles Dupeyron, esforzándose por dispersar con la mano los coleópteros que zumban alrededor de su familia.

—No acabaremos nunca con…

… nunca con estos monstruos. Son demasiado grandes, demasiado fuertes. Son incomprensibles.

103 y 9 discuten febrilmente sobre la situación, en alguna parte del cuello del joven Georges. 103 pregunta si han traído los venenos exóticos. 9 responde que sí, que hay veneno de avispa o de abeja, y que va inmediatamente a por ellos. La batalla está todavía causando estragos cuando 9 vuelve, trayendo en la punta de las patas un huevo lleno de líquido amarillo que sale generalmente del aguijón de las abejas.

¿Cómo piensas inoculárselo? Nosotras no tenemos dardo.

103 no responde, hinca su mandíbula en la carne rosada y la hunde lo más profundamente que puede. Repite la operación varias veces porque el terreno es tan resistente como blando. ¡Por fin! Le basta con derramar el líquido amarillo en el agujero rojo que hierve.

Huyamos.

El repliegue no resulta fácil. El animal gigante se ve atacado por convulsiones, se sofoca, vibra y hace mucho ruido.

Georges Dupeyron dobla las rodillas y luego se desmorona sobre un costado.

Georges es derribado por los minúsculos dragones.

Georges cae. Cuatro legiones de hormigas se pierden entre sus cabellos, pero otras consiguen encontrar sus seis agujeros.

103 se queda por fin tranquila.

Esta vez, no hay duda. ¡Ya tiene a uno!

De pronto el miedo a los Dedos deja de acosarla. ¡Qué hermoso es el final de un miedo! Se siente libre.

Georges Dupeyron está en tierra y no se mueve.

9 se lanza, se sube a su cara y escala la masa rosada.

Un Dedo es, de hecho, un territorio entero. Por lo poco que lo ha recorrido, hará cien pasos de ancho por doscientos de largo al menos.

Dentro hay de todo: cavernas, valles, montañas, cráteres.

Equipada con las mandíbulas más largas de la cruzada, 9 piensa que el Dedo no está del todo muerto. Trepa por las pestañas, se detiene en la raíz de la nariz justo entre los dos ojos, en el emplazamiento de lo que los hindúes denominan el tercer ojo. Levanta la punta de su mandíbula derecha.

La hoja centellea bajo los rayos del sol como una Excálibur magnífica. Luego, de un golpe seco
, ¡chuf!,
la hunde lo más profundamente que puede en la superficie rosa.

9 libera con un ruido de succión su sable de quitina.

Inmediatamente, por encima de sus antenas se eleva un delgado géiser rojo.

—¡Querido! ¡Mira, Georges no parece encontrarse bien!

Charles Dupeyron soltó el insecticida en la hierba y se inclinó sobre su hijo. La tez de sus mejillas se había puesto color amapola y respiraba con dificultad. Las hormigas le recorrían a puñados.

—¡Lo que nos faltaba: un ataque de alergia! —Exclamó el prefecto—. Tenemos que ponerle una inyección en seguida, un médico…

—¡Vayámonos de aquí! ¡Deprisa!

Sin perder tiempo recogiendo sus utensilios de comida campestre, la familia Dupeyron huye en dirección al coche. Charles lleva a su hijo en brazos.

9 salta a tiempo. Lame la sangre dedalera que se ha quedado pegada en su mandíbula derecha. Ahora todo el mundo lo sabe.

Los Dedos no son invulnerables. Se les puede hacer daño… Se les puede vencer con veneno de abeja.

95. Nicolás

El mundo de los Dedos es tan hermoso que ninguna hormiga puede comprenderlo todavía. El mundo de los Dedos es tan tranquilo que la inquietud y la guerra han sido arrojados de él.

El mundo de los Dedos es tan armonioso que todos viven en él en un éxtasis permanente.

Poseemos herramientas que nos permiten no trabajar nunca. Poseemos herramientas que nos permiten desplazarnos a grandísima velocidad en el espacio.

Poseemos herramientas que nos permiten alimentarnos sin el menor esfuerzo.

Podemos volar.

Podemos ir bajo el agua.

Podemos incluso abandonar este planeta para ir más allá del cielo.

Los Dedos lo pueden todo porque los Dedos son dioses. Los Dedos lo pueden todo porque los Dedos son grandes, Los Dedos lo pueden todo porque los Dedos son poderosos.

Ésa es la verdad.

—¡Nicolás!

El muchacho apagó rápidamente la máquina y fingió consultar la Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

—¿Sí, mamá?

Apareció Lucie Wells. Era delgada y frágil, pero una fuerza extraña animaba su mirada sombría.

—¿No te has dormido? Ya es la hora de nuestra noche artificial.

—Verás, es que me he levantado para consultar la Enciclopedia.

Ella sonrió.

—Haces bien. Hay tantas cosas que aprender en ese libro. —Le coge por los hombros—. Dime, Nicolás, ¿nunca tienes ganas de participar en nuestras reuniones telepáticas?

—No, por ahora no. Creo que aún no estoy preparado.

—Cuando lo estés, te darás cuenta de forma natural. No te fuerces.

Le estrechó en sus brazos y le dio un masaje en la espalda. Él fue soltándose despacio, cada vez menos sensible a estos testimonios de amor materno.

Ella le dijo al oído.

—Por ahora, no puedes comprender, pero un día…

96. 24 hace lo que puede (con lo que tiene)

24 camina hacia lo que ella espera que sea el Sudeste. Pregunta a todos los animales a los que puede acercarse sin demasiado peligro.

¿Han visto pasar la cruzada? Pero el lenguaje oloroso de las hormigas no goza todavía del estatuto de lengua universal. Un escarabajo cetonino, sin embargo, cree haber oído decir que las belokanianas habían combatido contra los Dedos y que habían ganado la batalla.

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