Read El día de las hormigas Online

Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (27 page)

BOOK: El día de las hormigas
10.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los cuatro polis se quedaron pasmados ante el acuario de hormigas y todo un arsenal informático.

—Pero ¿qué es esto?

—Probablemente se trata de los asesinos de los hermanos Salta, de Caroline Nogard, de MacHarious y del matrimonio Odergin —dijo en tono sombrío Méliés.

Ella exclamó.

—¡Se equivoca! Yo no soy el flautista de Hamelín. Pero ¿no lo ve? ¡Es un simple nido de hormigas que recogí la semana pasada en el bosque de Fontainebleau! Mis hormigas no son asesinas. Nunca han salido de aquí desde que las traje. Ninguna hormiga podrá nunca obedecer a nadie. No se las puede domesticar. No se trata de perros ni de gatos. Son libres. ¿Me entiende, Méliés? Son libres, no hacen más que lo que se les ocurre y nadie podrá manipularlas ni influir en ellas. Mi padre ya lo había comprendido. Son libres. Y por eso siempre se quiere acabar con ellas. ¡No hay más que hormigas salvajes y libres! ¡Yo no soy su asesino!

El comisario ignoró sus protestas y se volvió hacia Cahuzacq.

—Te llevas todo esto, el ordenador y las hormigas.

Tendremos que comprobar si el tamaño de sus mandíbulas corresponde con el de las lesiones internas de los cadáveres. Manda que precinten la casa y lleva directamente a la señorita al juzgado de instrucción.

Laetitia se volvió vehemente.

—Yo no soy su culpable, Méliés. ¡Vuelve a equivocarse! Desde luego, ésa es su especialidad!

El se negó a escucharla.

—Muchachos —les dijo a sus subordinados—, cuidado que no escape ni una sola de las hormigas. Todas ellas son pruebas periciales.

Jacques Méliés se sentía dominado por la felicidad más viva. Había resuelto el enigma más complicado de su generación. Había rozado el Grial del crimen perfecto. Había vencido en un caso en el que ningún otro habría podido triunfar. Y ya tenía el móvil del asesino: era la hija del más célebre chiflado pro-hormigas del planeta, Edmond Wells.

Y se marchó sin haber cruzado una sola vez sus ojos con la mirada violeta de Laetitia.

—Soy inocente. Comete usted el mayor disparate de su carrera. Soy inocente.

90. Enciclopedia

CHOQUE ENTRE CIVILIZACIONES:
En el año 53 antes de Cristo, el general Marco Licinio Craso, procónsul de Siria, envidioso del éxito de Julio César en las Galias, se lanza a grandes conquistas. César ha extendido su dominio sobre Occidente hasta Gran Bretaña, y por eso Craso quiere invadir Oriente hasta alcanzar el mar. Rumbo al Este. Pero el imperio de los partos se encuentra en su camino. Al frente de un gigantesco ejército, afronta el obstáculo. Se produce la batalla de Carres, pero es Sureña, rey de los partos, quien logra la victoria. De golpe, la conquista del Este concluye.

El intento tuvo dos consecuencias inesperadas. Los partos capturaron numerosos prisioneros romanos, que sirvieron en su ejército para luchar contra el reino cusano. Los partos son derrotados a su vez, y sus romanos se ven incorporados al ejército cusano, en guerra a su vez contra el imperio de China. Los chinos vencen, y los prisioneros viajeros terminan en las tropas del emperador de China.

Allí, aunque sorprendidos ante aquellos hombres blancos, se maravillan por sus conocimientos en materia de construcción de catapultas y otras armas de muerte. Los adoptan, hasta el punto de emanciparlos y darles una ciudad como patrimonio.

Los exiliados se casaron con mujeres chinas y tuvieron hijos de ellas. Años más tarde, cuando unos mercaderes romanos les propusieron regresar a su país, ellos declinaron la oferta, declarándose más felices en China.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

91. Comida en el campo

Para escapar a la canícula del mes de agosto, el prefecto Charles Dupeyron había decidido llevar a su familia a comer al campo, bajo las frondas agrestes del bosque de Fontainebleau. Georges y Virginie, los niños, se habían pertrechado para la ocasión de un calzado todo terreno. Cécile, su esposa, se había encargado de preparar la comida fría que Charles transportaba en una enorme nevera bajo la mirada burlona de los demás.

Aquel domingo, a las once de la mañana hacía ya un calor espantoso. Se adentraron bajo los árboles en dirección oeste. Los niños tarareaban una cancioncilla aprendida en la guardería: «Be-bop-a-lula, she is my baby». Cécile se esforzaba por no torcerse el tobillo en los baches.

Por su parte, aunque sudaba a chorros, Dupeyron no estaba disgustado por hacer novillos de aquel modo, lejos de los guardaespaldas, de las secretarias, de los encargados de Prensa y demás cortesanos. El retorno a la Naturaleza tenía sus encantos.

Llegado a un riachuelo más que a medias seco, aspiró con placer un aire lleno de aromas floridos y sugirió que se instalaran en la hierba, en las cercanías:

Cécile protestó inmediatamente:

—Pero ¿te parece divertido? Todo esto debe estar atestado de mosquitos. ¡Como si no supieras que en cuanto hay un mosquito me pica a mí!

—Les encanta la sangre de mamá porque es más dulce —dijo burlona Virginie blandiendo la red para mariposas que había llevado con la esperanza de enriquecer la colección de su clase.

El año anterior, con las alas de ochocientos lepidópteros, habían hecho un gran cuadro que representaba un avión volando en el cielo. En esta ocasión pretendían representar la batalla de Austerlitz.

Dupeyron se mostró conciliador. No iba a estropear aquel hermoso día por una cuestión de mosquitos.

—Muy bien, sigamos adelante. Me parece que allí hay un claro.

El claro era un cuadrado de tréboles del tamaño de una cocina y, debido a ello, generosamente sombreado. Dupeyron se libró de la nevera, la abrió y sacó un hermoso mantel blanco.

—Aquí estaremos perfectamente. Niños, ayudad a vuestra madre a preparar la mesa.

Y empezó a descorchar una botella de un excelente Burdeos, ganándose inmediatamente una indirecta de su esposa:

—¿No hay nada más urgente que hacer? ¡Los niños peleándose y tú sólo piensas en beber! ¿Por qué no ejerces tu oficio de padre?

Georges y Virginie se peleaban arrojándose puñados de tierra. Con un suspiro, Dupeyron les llamó al orden.

—¡Basta, niños! Georges, tú eres el chico, a ver si das ejemplo.

El prefecto agarró a su hijo por el pantalón y le amenazó con la mano.

—¿Ves esta mano? Si sigues molestando a tu hermana, te la encontrarás en la cara. Estás avisado.

—Pero, papá, no soy yo, es ella.

—No quiero saber quién es, a la menor tontería, te la ganas tú.

El pequeño comando de veinticinco exploradoras evoluciona muy por delante del grueso de las tropas, husmeando en todas direcciones. Como tentáculos del ejército, disponen de feromonas pistas que permitirán a la masa de las cruzadas tomar el mejor camino.

El grupo más avanzado está dirigido por 103.

Los Dupeyron mastican despacio bajo los tupidos árboles. El cansancio era tal que incluso los niños estaban ahora tranquilos. Alzando los ojos, la señora Dupeyron rompió el silencio:

—Creo que también por aquí hay mosquitos. En cualquier caso, hay insectos. Estoy oyendo zumbidos.

—¿Has visto alguna vez un bosque sin insectos?

—Me pregunto si tu comida en el campo ha sido una buena idea —dijo suspirando—. Habríamos estado mucho mejor en la costa normanda. ¡Sabes de sobra que Georges tiene alergias!

—Por favor, deja de mimar al pequeño. Acabarás consiguiendo que no sirva para nada.

—Pero, ¡escucha! Hay insectos, los hay por todas partes.

—No te preocupes, he traído un insecticida.

—Ah, ¿sí…? ¿Y de qué marca?

Señal procedente de una exploradora:

Fuertes olores no identificados que vienen del Nornordeste.

Los olores no identificados nunca faltan. Los hay a millares en el vasto mundo. Pero la entonación particularmente insistente de la mensajera desencadena de inmediato la alerta en el comando. Permanecen inmóviles y al acecho. En el aire flotan fragancias de matices poco habituales.

Una guerrera hace sonar sus mandíbulas, convencida de haber descubierto olores de becada. Las antenas entran en contacto para hacer consultas. 103 piensa que de todos modos sería preciso continuar avanzando, aunque sólo fuera para identificar al animal. Se ponen en fila siguiendo su opinión.

Las veinticinco hormigas remontan con precauciones el efluvio hasta su fuente. Terminan saliendo a un vasto espacio descubierto, un lugar completamente insólito con un suelo blanco, sembrado de minúsculos agujeros.

Se imponen precauciones antes de hacer nada. Cinco exploradoras vuelven sobre sus pasos a fin de dejar entre las hierbas la bandera química de la Federación. Bastan unas pocas gotas de tetradecilacetato (C
6
-H
22
-O
2
) para dar a entender a todo el planeta que ése es territorio de Bel-o-kan.

Eso las tranquiliza un poco. Nombrar un país es, en cierto modo, conocerlo.

Inspeccionan el terreno.

Se perfilan dos torres macizas. Cuatro exploradoras emprenden la escalada. También la cima, circular y abombada, está llena de agujeros por donde salen aromas salados o picantes. Les gustaría ver las sustancias más de cerca, pero los intersticios son demasiado pequeños para poder pasar. Decepcionadas, descienden.

Tanto peor: los equipos técnicos que vengan lograrán resolver sin duda el problema. Nada más llegar abajo se ven arrastradas hacia otra curiosidad, más extraña todavía, una sucesión de colinas con olor a bálsamo pero de formas bastante poco naturales. Suben a ellas y, tras desparramarse por valles y crestas, palpan y sondan.

¡Comestible!, exclama la primera que ha llegado a penetrar la capa superficial dura. Lo que hay debajo de lo que había tomado por una piedra, está excelente. ¡Nada menos que materia proteínica en cantidad inimaginable! Emite la noticia en una frecuencia entusiasta, con los filamentos nutritivos llenándole los palpos bucales.

—¿Qué más hay?

—Brochetas.

—¿De qué?

—De cordero, tocino y tomate.

—No está mal. ¿Y con qué?

Las hormigas no se quedan allí. Embriagadas por ese primer éxito, se llenan un poco el buche y se dispersan por el mantel blanco. Una escuadra de cuatro exploradoras se ha metido en un frasco blanco lleno de gelatina amarilla. Luchan mucho tiempo antes de zozobrar en la materia blanda.

—¿Con qué? Con salsa bearnesa de la mantequería.

103 se ha perdido en el corazón de un gigantesco amasijo de estructuras amarillas, cuya superficie rechina y cruje bajo sus pasos. Lienzos enteros se desmoronan. 103 salta por todas partes para evitar ser aplastada, y, apenas llega al suelo, tiene que saltar otra vez para evitar una caída que le sepultaría en la materia cristalina y desmenuzable.

—¡Estupendo! ¡Patatas fritas!

Un patinazo imprevisto sobre una especie de explanada untada de lípidos la saca por fin de la pesadilla. Prosigue su exploración, recorriendo un tenedor. Camina así de sorpresa en sorpresa, de un sabor suave a un sabor ácido, de un sabor acre a un sabor caliente. Chapotea en una hortaliza verde, se acerca prudentemente a una crema roja.

—Pepinillos a la rusa, con ketchup.

Con las antenas febriles por tantos descubrimientos exóticos, 103.683 atraviesa una vasta extensión de color amarillo pálido de donde asciende un fuerte aroma a fermentación. Sus hermanas merodean y se divierten entre las cavidades. Todo aquello forma una sucesión ininterrumpida de cavernas perfectamente esféricas y tiernas. Se pueden atravesar con la mandíbula, y entonces la pared amarilla se vuelve transparente.

—¡Queso gruyere!

103 está encantada pero no tiene tiempo para comunicarle sus impresiones sobre este país extraordinario donde todo se come. Un sonido bajo y sordo, enorme como el viento, le cae encima, zumbando como un trueno.

—Cuiao ayen dormigas.

Una bola rosa surge del cielo y aplasta metódicamente a ocho exploradoras.
¡Paf, paf, paf
! No dura siquiera tres segundos. El efecto sorpresa es total. Todas estas nobles guerreras son de constitución robusta. Sin embargo ninguna puede oponer la menor resistencia. Sus sólidas armaduras cobrizas estallan, su carne y su sangre se mezclan en una papilla que salpica. Irrisorios crespones oscuros sobre el suelo blanco inmaculado.

Las soldados de la cruzada no creen lo que están viendo.

La bola rosa se prolonga de hecho en una larga columna. Nada más terminar su obra destructora otras cuatro columnas se despliegan lentamente para unirse a la anterior. ¡Son cinco!

¡LOS DEDOS!

¡¡¡¡¡Son Dedos!!!!! ¡¡¡¡¡Los Dedos!!!!!

103 está convencida de que lo son. ¡Están allí! ¡Están allí! Tan pronto, tan cerca, con tanta fuerza. ¡¡¡¡¡Los Dedos están allí!!!!! Lanza sus feromonas de alerta más opiáceas.

¡Atención, son Dedos! ¡Los Dedos!

103 siente que la sumerge una ola de miedo puro. Aquello hierve en sus cerebros, tiembla en sus patas. Sus mandíbulas se abren y cierran alternativamente sin razón.

¡LOS DEDOS! ¡Son los DEDOS! ¡A cubierto todo el mundo!

Los Dedos se elevan todos juntos hacia el cielo, se apiñan de tal modo que sólo uno de ellos sobresale. Está tenso como una espuela. Su extremo rosa y plano persigue a las exploradoras y las aplasta sin dificultad.

Instintivamente 103, valiente pero no temeraria, se esconde en una especie de gran caverna color beige.

Todo ha ocurrido tan deprisa que no ha tenido tiempo de darse cuenta bien de lo que pasaba. Sin embargo, 103 los ha reconocido.

¡Eran… Dedos!

El miedo vuelve en una segunda oleada todavía más acida.

Esta vez no puede pensar en algo más terrorífico para anular así el miedo. Se encuentra frente a lo más terrible, frente a lo más incomprensible, tal vez frente a lo más poderoso que existe en el mundo. ¡Los Dedos!

El miedo se ha metido en todo su cuerpo, y tiembla y se ahoga.

Es extraño: al principio no ha comprendido bien, pero ahora que está protegida, en la calma de aquel refugio provisional, es cuando su miedo alcanza el grado más alto. Afuera todo está lleno de Dedos que quieren ajustarle las cuentas.

¿Y si los Dedos fueran dioses?

Se han burlado de ellos y ellos están furiosos. No es más que una miserable hormiga que va a morir. Chli-pu-ni tenía razón al preocuparse tanto, nunca hubiera pensado encontrarlos tan cerca de la Federación. ¡Así, pues, los Dedos han traspasado el confín del mundo e invaden el bosque!

BOOK: El día de las hormigas
10.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Broken Wings by Sandra Edwards
Tears of the Furies (A Novel of the Menagerie) by Christopher Golden, Thomas E. Sniegoski
A Lost Lady by Willa Cather
Gibraltar Road by Philip McCutchan
Sword of the Lamb by M. K. Wren
Conan The Indomitable by Perry, Steve