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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (23 page)

BOOK: El día de las hormigas
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—Entonces seguimos con un crimen a puerta cerrada, sin huellas, sin armas y sin violencia. Tal vez nos falta imaginación para comprender.

—¡Maldita sea, no hay diez mil maneras de ser un asesino!

Laetitia Wells sonrió de modo misterioso.

—¿Quién sabe? Las novelas policíacas evolucionan, trate de imaginar lo que una Agatha Christie escribiría en el año cinco mil o un Conan Doyle del planeta Marte y estoy segura de que avanzará en su investigación.

Jacques Méliés la miró y se llenó los ojos con la belleza de Laetitia Wells.

Ésta, turbada, se levantó y fue en busca de un pitillo. Lo encendió y se protegió tras una pantalla de humo opiáceo.

—Escribía usted en su artículo que yo estaba demasiado seguro de mí mismo y no escuchaba suficientemente a los demás. Tenía razón. Pero nunca es tarde para corregirse. No se burle, pero me parece que, en contacto con usted, ya he empezado a pensar de forma diferente, de un modo más abierto… ¡Mire, he llegado a sospechar de las hormigas!

—¡Otra vez con sus hormigas! —dijo ella, como un poco harta.

—Espere. Tal vez no lo sepamos todo sobre las hormigas. Pueden tener cómplices. ¿Conoce usted la historia del flautista de Hamelín?

—Se me ha olvidado.

—Cierto día, el pueblo de Hamelín fue invadido por las ratas. Pululaban por todas partes. Había tantas que no sabían cómo deshacerse de ellas. Cuantas más mataban, más surgían. Devoraban todo el alimento, se reproducían a toda velocidad. Los habitantes estaban pensando ya en marcharse, abandonarlo todo. Fue entonces cuando un joven se ofreció a salvar al pueblo a cambio de una buena recompensa. Los notables no tenían nada que perder y aceptaron sin discutir. El adolescente empezó a tocar la flauta. Fascinadas, las ratas se reunieron y le siguieron cuando se alejó. El flautista las llevó hacia el río donde todas se ahogaron. Pero cuando reclamó su recompensa, los notables del pueblo se le rieron en las narices.

—¿Qué quiere decir con esa historia? —preguntó Laetitia.

—¿Qué quiero decir? Imagine una situación análoga: un «flautista» capaz de dirigir hormigas. Un hombre que quiere vengarlas de sus peores enemigos, ¡los inventores de insecticidas!

Había logrado interesar a la joven. Ella le miró con sus ojos violeta muy abiertos:

—Siga —le dijo.

Parecía nerviosa y aspiró una gran vaharada de tabaco.

Él se detuvo como presa de una exaltación nueva. Por todos sus circuitos eléctricos cerebrales sonaba una campanilla de triunfo.

—Creo que he dado con ello.

Laetitia Wells le miró con aire extraño.

—¿Con qué ha dado?

—¡Es un hombre el que ha domado a las hormigas! Invaden a las víctimas desde el interior y propinan golpes de… mandíbula, de ahí las hemorragias internas; y luego salen, por ejemplo, por las orejas. Eso explicaría que muchos cadáveres sangren por las orejas. Luego se reagrupan, se llevan a sus heridos. En esta operación tardan cinco minutos, el tiempo necesario para impedir que las moscas de la primera cohorte se acerquen… ¿Qué le parece?

Laetitia Wells no compartía realmente el entusiasmo del policía desde el inicio de la explicación. Encendió otro cigarrillo en el extremo de su boquilla. Aceptó que tal vez tenía razón pero que no existía medio alguno, conocido por ella, para domesticar hormigas y ordenarles entrar en un hotel, elegir la habitación, matar luego a una persona y volver tranquilamente a su hormiguero.

—Pues debe existir, y yo encontraré ese medio. Estoy seguro.

Jacques Méliés se frotó las manos. Estaba muy contento consigo mismo.

—¡Ya ve que no es preciso imaginar cómo serán las novelas policíacas del año cinco mil! Basta un poco de cabeza y de sentido común —declaró.

Laetitia Wells frunció el ceño:

—Bravo, comisario. Seguro que ha dado en el blanco.

Méliés se marchó con la intención de verificar con el médico forense si las heridas internas de sus víctimas podían deberse a golpes de mandíbula de hormigas, como primer objetivo.

Cuando se quedó sola, con gesto preocupado, Laetitia Wells sacó la llave que abría la puerta lacada de negro y cortó una manzana en gajos finos que luego dio a comer a las veinticinco mil hormigas de su terrario.

72. Todos somos hormigas

En la Enciclopedia del saber relativo y absoluto Jonathan Wells había encontrado un pasaje que evocaba la existencia, hacía varios millares de años, de adoradores de hormigas en una isla del Pacífico. Según Edmond Wells, aquellas gentes habían desarrollado poderes psíquicos extraordinarios disminuyendo su alimentación y practicando la meditación.

Su comunidad se había extinguido por razones desconocidas, y, con ella, sus misterios y sus secretos.

Tras deliberar, los diecisiete habitantes del templo subterráneo habían decidido inspirarse en esa experiencia, fuera real o no.

La privación progresiva de alimento les obligó a economizar su energía. El menor gesto les pesaba. Hablaban cada vez menos pero, paradójicamente, se entendían cada vez mejor. Una mirada, una sonrisa, un movimiento de mentón les bastaban para comunicarse. Su capacidad de atención se había incrementado considerablemente. Cuando caminaban, tomaban conciencia de cada músculo, de cada articulación movilizada. Seguían con el pensamiento el vaivén de su alimento.

Su olfato y su oído habían adquirido esa agudeza que se atribuye a los animales y a los primitivos. En cuanto a su sentido del gusto, el ayuno crónico lo había exacerbado. Hasta las alucinaciones colectivas o individuales provocadas por la desnutrición tenían un sentido.

La primera vez que Lucie Wells se dio cuenta de que leía directamente en el pensamiento de los otros, quedó aterrada. El fenómeno le pareció indecente. Pero como en aquel caso estaba comunicándose con el espíritu tan probo de Jasón Bragel, no le disgustó meterse en él.

El alimento se hacía cada día más escaso y las experiencias psíquicas más fuertes. Y no forzosamente para mejor. Habituados a las actividades físicas y al aire libre, antiguos bomberos y policías reprimían a veces crisis de rabia o de claustrofobia.

Demacrados, macilentos, con el rostro comido por unos ojos más brillantes y más sombríos, todos se iban volviendo irreconocibles hasta el punto de terminar por parecerse. Se hubiera dicho que unos se desteñían sobre los otros (únicamente Nicolás Wells, mejor alimentado debido a su corta edad, se distinguía aún con nitidez de los otros).

Evitaban estar de pie (demasiado fatigoso para personas sin energía física) y preferían permanecer sentados, recostados o incluso caminar a cuatro patas. Poco a poco, al hilo de los días, una especie de serenidad sucedió a la angustia del primer momento.

¿Era una forma de demencia?

De pronto, una mañana, la impresora del ordenador había empezado a crepitar. Una fracción rebelde de la ciudad roja de Bel-o-kan deseaba reanudar el contacto interrumpido por la muerte de la reina anterior. Utilizaban la sonda «Doctor Livingstone» para dialogar. Querían ayudar a los humanos. De hecho, empezaron a llegarles los primeros socorros alimenticios, a través de la falla que recorría la losa de granito que dominaba sus cabezas.

73. Mutación

Gracias a la ayuda de las hormigas rebeldes pro-Dedos, Augusta Wells y sus compañeros sabían que, a partir de ahora podrían sobrevivir mucho tiempo. Habían estabilizado su alimentación en un nivel bajo pero regular. Incluso habían recuperado algunas fuerzas.

En última instancia las cosas no funcionaban demasiado mal en aquel infierno. A sugerencia de Lucie Wells, habían decidido abandonar su denominación de humanos de superficie. Ahora que todos se parecían, bastaba con utilizar números. Tuvo un efecto bastante notable. Perder el apellido suponía renunciar al peso de la historia de sus antepasados. Era como si fueran nuevos: todos acababan de nacer juntos.

Perder el nombre era renunciar a querer distinguirse.

A sugerencia de Daniel Rosenfeld (alias 12), decidieron buscar otro lenguaje común. Fue Jasón Bragel (alias 14) quien lo descubrió. «El hombre se comunica al enviar ondas sonoras con su boca. Pero éstas son demasiado complicadas, demasiado confusas. ¿Por qué no emitir una sola onda sonora pura en la que todos nosotros entremos en vibración?»

Las cosas iban tomando un giro raro, con reminiscencias de secta religiosa hindú, pero no les preocupaba. De todos modos, ¿no les había situado el Destino en otra dimensión, en otro plano de existencia? Había que aprovecharlo y las experiencias a que se entregaban les apasionaban.

Formando un círculo, sentados sobre un codo, o en la posición de loto los más ágiles, con la espalda recta, se sostenían de los brazos. Se inclinaban hacia delante para que sus cabezas se uniesen en el centro del rosetón, luego cada cual, llegado su turno, lanzaba su nota. Su propia vibración sonora. Por último, todos juntos armonizaban su timbre para unirse en una misma nota. A fuerza de práctica, todos cantaron en lo más bajo de su registro, porque sus voces subían del fondo del abdomen.

Habían elegido la sílaba «OM». Sonido primordial, canto de la tierra y del espacio infinito, que lo penetra todo, OM es el sonido del silencio de la montaña lo mismo que la algarabía de un restaurante.

Sus ojos se cerraban. Sus respiraciones se hacían lentas, profundas, sincrónicas. Se volvían ligeros, lo olvidaban todo, se basaban en el sonido. Eran el sonido. OM, el sonido donde todo empieza y donde todo acaba.

La ceremonia duraba mucho tiempo. Luego se separaban tranquilos, unos volviendo a su rincón, otros dedicándose a tal o cual ocupación: hacer la limpieza, administrar las escasas reservas alimenticias, discutir con las «rebeldes».

Nicolás era el único que no participaba en esos rituales. Los demás le habían considerado demasiado joven para implicarse libremente en ellos. Asimismo, todos se habían mostrado de acuerdo en que fuera Nicolás el mejor alimentado. Después de todo, entre las hormigas, el primer tesoro es la cresa.

Las hormigas… Cierto día trataron de comunicarse con ellas por telepatía. Sin resultado. De todos modos, no había que soñar demasiado. Incluso entre ellos mismos, hubieron de desengañarse: la telepatía sólo funcionaba realmente bien una de cada dos veces, y a condición de que no hubiera ninguna resistencia por parte del uno o del otro de quienes se comunicaban mediante ella.

La vieja Augusta lo recordaba.

Fue así como, poco a poco, se habían convertido en hormigas. Por lo menos, en su cabeza.

74. Enciclopedia

RATA-TOPO:
La rata-topo (Heterocephalus glaber) vive en África del Este, entre Etiopía y el norte de Kenia. Este animal es ciego y su piel rosa carece de pelos. Con sus incisivos puede excavar túneles de varios kilómetros.

Pero lo más sorprendente no es eso. La rata-topo es el único caso conocido de mamífero que se comporta socialmente de la misma forma que los insectos. Una colonia de ratas-topo cuenta por término medio con quinientos individuos, que se reparten, igual que en el caso de las hormigas, en tres castas principales: sexuadas, obreras y soldados. Una sola hembra, la reina en cierto modo, puede dar a luz y echar al mundo hasta treinta crías por carnada, y de todas las castas. Para seguir siendo la única «ponedora», secreta en su orina una sustancia olorosa que bloquea las hormonas reproductoras de las demás hembras del nido. La constitución de la especie en colonias puede explicarse por el hecho de que la rata-topo vive en regiones casi desérticas. Se alimenta de tubérculos y de raíces, a veces voluminosos y con frecuencia muy dispersos. Un roedor solitario podría excavar kilómetros y kilómetros sin encontrar nada y morir, a buen seguro, de hambre y de agotamiento. La vida en sociedad multiplica las posibilidades de descubrir algo con que alimentarse, porque el menor tubérculo descubierto se repartirá equitativamente entre todos.

Hay, sin embargo, una diferencia notable con las hormigas: los machos sobreviven al acto del amor.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

75. Por la mañana

Una esfera rosa muy pesada avanza. Le está emitiendo. «No tengo ninguna intención hostil hacia su pueblo», pero la bola no se detiene y la aplasta.

103.683 se despierta bruscamente. Como tiene constantes pesadillas, ha programado su cuerpo para reducir su tiempo de sueño y despertarse a la menor modificación de temperatura.

Ha vuelto a soñar con los Dedos. Tiene que dejar de pensar en ellos. Si siente miedo de los Dedos, no podrá luchar de forma adecuada llegado el momento, porque su temor la apartará de la acción.

Se acuerda de una leyenda mirmeceana que Madre Belo-kiu-kiuni les contó a sus hermanas y a ella en el pasado. Las palabras olorosas están todavía presentes en su ante memoria y no tiene más que darles un toque de humedad para que revivan en toda su plenitud.

«Cierto día Gum-gum-ni, una reina de nuestra dinastía, languidecía en su celda nupcial. Había sucumbido a la enfermedad de los estados de ánimo. Había tres preguntas que la obnubilaban y que movilizaban toda su capacidad de pensamiento:

¿Cuál es el momento más importante de la vida?

¿Cuál es la cosa más importante que hay que realizar?

¿Cuál es el secreto del bienestar?

Lo discutió con sus hermanas, con sus hijas, con las mentes más fecundas de la Federación sin obtener respuestas que la satisficiesen. Le dijeron que estaba enferma, que en las tres preguntas que la obsesionaban no había nada que pudiera considerarse vital para la supervivencia de la Manada.

Así rechazada, la reina empezó a languidecer. La Manada se inquietó. Si la Ciudad no quería perder a su única ponedora, debía dedicarse, por primera vez además, a resolver seriamente problemas abstractos.

¿El momento más importante? ¿La cosa más esencial? ¿El secreto del bienestar?

Todo el mundo propuso respuestas.

El momento más importante es cuando se come, porque el alimento aporta la energía… La cosa más importante que hay que hacer es reproducirse a fin de perpetuar la especie y aumentar la masa de soldados que defenderán la Ciudad… El secreto del bienestar es el calor, porque el calor es fuente de plenitud química…

Ninguna de estas soluciones contentó a la reina Gum-gum-ni, que abandonó el nido y partió sola hacia el Gran Exterior. Allí tuvo que luchar duramente para sobrevivir. Cuando volvió tres días más tarde, su comunidad se hallaba en un estado lamentable. Pero la reina tenía sus respuestas. Había encontrado la revelación en medio de una pelea despiadada con hormigas salvajes. El momento más importante es ahora, porque sólo se puede obrar en el presente. Y si uno no se preocupa de su presente, echará a perder también su futuro. La cosa más importante que hacer es la que está ahí, frente a nosotros. Si la reina no hubiera vencido a la guerrera que quería matarla, estaría muerta. En cuanto al secreto del bienestar, lo había descubierto después del combate: consiste en estar vivo y en caminar sobre la Tierra. Así de simple.

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