Read El día de las hormigas Online

Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (19 page)

BOOK: El día de las hormigas
3.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ling-mi había volado.

En su rostro se había grabado una serena sonrisa. Había muerto como si se hubiera dormido. Los médicos del servicio de reanimación dieron la alarma inmediatamente. Pusieron sus garras sobre ella como comadrejas queriendo impedir a una garza que alzara el vuelo. Pero aquella vez, Ling-mi lo había conseguido.

Además, Laetitia tenía un enigma personal que resolver: el cáncer. Y una obsesión: su odio a los médicos y demás jueces del destino de la Humanidad. Estaba persuadida de que si nadie había logrado erradicar el cáncer era porque nadie se había interesado realmente en hallar la solución.

Para tener limpia la conciencia, se había convertido incluso en canceróloga. Quería probar que el cáncer no era invencible y que los médicos eran unos incapaces que habrían podido salvar a su madre en vez de hundirla aún más. Pero había fracasado. Así que sólo le quedaba su odio por los hombres y su pasión por los enigmas.

El periodismo le había permitido conciliar su resentimiento con sus aspiraciones más profundas. Con su pluma podía denunciar las injusticias, enardecer a la muchedumbre, partir de un tajo a los hipócritas. Ay, muy pronto se había dado cuenta de que, entre los hipócritas, en primera fila, estaban sus compañeros de trabajo. Valientes con las palabras, miserables en los hechos. Enderezadores de entuertos en sus editoriales, y dispuestos a las peores bajezas a cambio de una promesa de aumento de salario. Comparado con el mundo de los medios de información, el ambiente médico le pareció lleno de personas encantadoras.

Pero en la Prensa se había construido un nido ecológico, un territorio de caza. Había conseguido cierta fama resolviendo diversos enigmas policíacos. Por el momento, sus colegas se mantenían a distancia, esperando que cayese. No podía tropezar.

Como próximo trofeo, clavaría en su cuadro de caza el caso Salta-Nogard. ¡Peor para el vivaracho comisario Méliés!

Por fin había llegado a su estación. Se bajó.

—Buenas noches, señorita —le dijo la tejedora mientras guardaba la labor.

54. Enciclopedia

CÓMO:
Ante un obstáculo, el primer reflejo de un ser humano consiste en preguntarse: «¿Por qué existe este problema y de quién es la culpa?» Busca a los culpables y el castigo que deberá infligírseles para que los hechos no vuelvan a repetirse.

En la misma situación, lo primero que la hormiga se pregunta es: «¿Cómo y con qué ayuda voy a poder resolver este problema?»

En el mundo mirmeceano, no existe la menor noción de culpabilidad. Siempre habrá una gran diferencia entre los que se preguntan «por qué no funcionan las cosas» y los que se preguntan «qué hay que hacer para que funcionen».

Por el momento, el mundo humano pertenece a los que se preguntan «por qué», pero llegará un día en que quienes se preguntan «qué hay que hacer» tomen el poder…

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

55. Cuánta agua, cuánta agua

Garras y mandíbulas trabajan con obstinación. Cavar, seguir cavando, no hay ningún otro modo de salvación. Alrededor de las rebeldes afanadas en su túnel de socorro, el sol vibra y tiembla.

El agua barre toda la Ciudad. Todos los hermosos proyectos, las soberbias realizaciones vanguardistas de Chli-pu-ni no son ya más que restos arrastrados por las olas. Vanidades, no eran más que vanidades, los jardines, los campos de hongos, los establos, las salas de cisternas, los graneros de invierno, las guarderías infantiles termorreguladoras, el solario, las redes acuáticas. Han desaparecido bajo el tornado como si nunca hubieran existido.

De pronto, una pared lateral del túnel de socorro explota. El agua brota a chorros. 103.683 y sus compañeras se tragan la tierra para cavar más deprisa todavía. Pero la tarea resulta imposible y el torrente las atrapa.

103.683 no se hace muchas ilusiones sobre el destino que les espera. Están ya con agua hasta el vientre y el agua sigue subiendo a toda velocidad.

56. Inmersión

Inmersión. Ahora estaba completamente cubierta por la superficie de las olas.

Ya no podía respirar. Permaneció un largo momento en el líquido, sin pensar ya en nada.

Le gustaba el agua.

Bajo el agua de la bañera su pelo se inflaba, su piel se volvía como de cartón. Laetitia Wells lo llamaba su baño ritual cotidiano.

Era su forma de distensión: un poco de agua tibia y silencio. Se sintió como la princesa del lago.

Contuvo la respiración durante varias decenas de segundos hasta que tuvo la impresión de que se moría.

Todos los días aguantaba un poco más debajo del agua.

Replegaba las rodillas bajo el mentón como un feto en su líquido amniótico y se balanceaba lentamente en una danza acuática cuyo sentido sólo ella conocía.

Empezó a vaciarse la cabeza de todos los estorbos, fuera cáncer, fuera Salta (ding, dong), fuera la redacción de
El Eco del domingo,
fuera su belleza (ding, dong), fuera el metro, fuera las madres ponedoras. Era la gran limpieza de verano.

Ding, dong.

Emergió del agua. Fuera del agua todo parece seco. Seco, hostil (ding, dong!)…, ruidoso.

No estaba soñando: llamaban a la puerta.

Se arrastró fuera de la bañera como un batracio que descubre la respiración aérea.

Cogió un gran albornoz, se envolvió en él y a pasitos llegó al salón.

—¿Quién es? —preguntó a través de la puerta.

—¡Policía!

Miró por la mirilla y reconoció al comisario Méliés.

—¿Cómo se le ocurre presentarse a estas horas?

—Tengo una orden de registro.

Ella accedió a abrirle.

El comisario parecía relajado.

—He ido a la CQG y me han dicho que usted había birlado unos frascos conteniendo productos químicos en que trabajaban los hermanos Salta y Caroline Nogard.

Ella fue en busca de los frascos y se los ofreció. Él los miró, pensativo.

—Señorita Wells, ¿puedo preguntarle qué contienen?

—No tengo por qué facilitarle el trabajo. Los análisis químicos han sido pagados por mi revista. Sus conclusiones sólo le pertenecen a ella y a nadie más.

Él seguía en el umbral de la puerta, casi intimidado por su traje arrugado frente a aquella joven tan hermosa que le desafiaba.

—Señorita Wells, ¿puedo entrar, por favor? ¿Podríamos discutir un momento? No la molestaré demasiado.

Debía de haberle caído un fuerte chaparrón encima. Estaba calado. A sus pies, en el felpudo, se formaba ya un pequeño charco. Ella suspiró:

—Bueno, pero no puedo dedicarle mucho tiempo.

Él se limpió cuidadosamente los zapatos antes de entrar en el salón.

—¡Vaya tiempo de perros!

—Después del calor vienen las tormentas.

—Todas las estaciones van al revés, se pasa sin transición del calor y la sequedad al frío y a la humedad.

—Vamos, pase y siéntese. ¿Quiere beber algo?

—¿Qué puede ofrecerme?

—Hidromiel.

—¿Y eso qué es?

—Agua, miel y levadura, todo mezclado y fermentado. Era la bebida de los dioses del Olimpo y de los druidas celtas.

—Venga, pues, la bebida de los dioses del Olimpo.

Ella le sirvió y desapareció luego.

—Espéreme, antes tengo que secarme el pelo.

Cuando oyó el zumbido de un secador procedente del cuarto de baño, Méliés se levantó de un salto, completamente decidido a aprovechar aquel respiro para inspeccionar el lugar.

Era un apartamento de alto
standing.
Todo estaba decorado con mucho gusto. Había varias estatuas de jade que representaban a parejas abrazadas. Unas lámparas halógenas iluminaban unas láminas de biología colgadas en las paredes.

Se levantó y observó una.

En ella estaban clasificadas y dibujadas con precisión unas cincuenta especies de hormigas de todo el mundo.

El secador continuaba sonando.

Había hormigas negras de pelos blancos que parecían motoristas de policía (Ropalothrix orbis), hormigas armadas de cuernos por todo el tórax (Acromyrmex versicolor), otras provistas de una trompa con una pinza en el extremo (Orectognathus antennatus), o largas mechas de pelos que les daban aspecto de hippie (Jingimyrmex mirabilis). El hecho de que las hormigas pudieran poseer formas tan diversas asombró al comisario.

Pero no estaba allí en misión entomológica. Advirtió una puerta lacada de negro y se dirigió a abrirla. Estaba cerrada con llave. Sacó una horquilla de su bolsillo, y ya se disponía a hurgar en la cerradura cuando el ruido del secador se interrumpió bruscamente. Volvió de forma precipitada a su asiento.

El peinado a lo Louise Brooks ya estaba terminado y Laetitia Wells se había puesto una larga bata de seda negra, ceñida a la cintura. Méliés trató de no dejarse impresionar.

—¿Le interesan las hormigas? —preguntó en tono mundano.

—No especialmente —contestó ella—. Le interesaban sobre todo a mi padre, gran especialista en hormigas. Me regaló esas láminas cuando cumplí los veinte años.

—¿Su padre era el profesor Edmond Wells?

Ella quedó sorprendida.

—¿Le conoce?

—He oído hablar de él. Entre nosotros, en la Policía se le conoce sobre todo por haber sido el propietario de la bodega maldita de la calle de los Sybarites. ¿Se acuerda usted de aquel caso, con aquellas veinte personas que desaparecieron en una bodega sin fin?

—¡Desde luego! Aquellas personas eran, entre otras, mi primo, mi prima, mi sobrino y mi abuela.

—Qué caso tan extraño, ¿verdad?

—¿Cómo es que usted, a quien tanto le gustan los misterios, no ha investigado esas desapariciones?

—En aquel momento yo estaba encargado de otro asunto. Fue el comisario Alain Bilsheim quien se ocupó de la bodega. No tuvo suerte, por otra parte. Igual que los otros, nunca volvió a subir. Pero, según creo, también a usted le gustan los misterios…

Ella sonrió burlona.

—Me gusta, sobre todo, resolverlos —dijo.

—¿Cree que llegará a encontrar al asesino de los hermanos Salta y de Caroline Nogard?

—En cualquier caso, lo intentaré. Gustará a mis lectores.

—¿No quiere contarme en qué punto se halla usted en sus investigaciones?

Ella movió la cabeza.

—Es mejor que cada uno de nosotros siga su camino. Así no nos molestaremos.

Méliés tomó uno de sus chicles. Cuando lo masticaba se sentía mejor. Luego preguntó:

—¿Qué hay detrás de esa puerta negra?

Laetitia Wells quedó sorprendida un momento ante aquella repentina pregunta. Pequeño malestar rápidamente camuflado.

Se encogió de hombros.

—Es mi despacho. No se lo enseño porque es una auténtica leonera.

En ese instante, sacó un cigarrillo, lo puso en una larga boquilla y lo encendió con un mechero en forma de cuervo.

Méliés volvió a sus preocupaciones.

—Desea guardar el secreto de su investigación. Yo, en cambio, voy a decirle en qué punto me encuentro.

Laetitia soltó una pequeña nube de humo nacarado.

—Como quiera.

—Recapitulemos. Nuestras cuatro víctimas trabajaban en la CQG. Podríamos inclinarnos por algún sombrío móvil de envidias profesionales. En las grandes empresas son frecuentes las rivalidades. La gente se araña por un ascenso o un aumento de sueldo, y en el mundo científico hay con frecuencia mucha gente ávida de ganancias. La hipótesis del químico rival se sostiene, reconózcalo. Habría envenenado a sus colegas con un producto de efecto retardado fulminante. Eso concuerda perfectamente con las úlceras en el sistema digestivo descubiertas por la autopsia.

—Va demasiado deprisa, comisario. Está obsesionado con su idea del veneno y olvida sin cesar el miedo. Un súper estrés también puede provocar úlceras, y todas nuestras cuatro víctimas sintieron miedo. El miedo, comisario, el miedo es el nudo del problema y ni usted ni yo hemos comprendido todavía qué fue lo que provocó ese terror inscrito en cada una de sus caras.

Méliés protestó.

—¡Claro que me he preguntado por ese miedo e incluso por todo lo que puede dar miedo a la gente!

Ella soltó otra nube de humo.

—¿Y qué es lo que le da miedo a usted, comisario?

Se quedó cortado, porque precisamente pensaba hacerle a ella esa pregunta.

—Pues,… hum…

—Hay algo que le aterroriza más que cualquier otra cosa, ¿no?

—No me importa confesárselo, pero, a cambio, usted me dirá, con la misma sinceridad, qué es lo que la asusta a usted.

Ella le hizo frente.

—De acuerdo.

Él vaciló y luego farfulló:

—A mí… me dan miedo… me dan miedo los lobos.

—¿Los lobos?

Ella se echó a reír y repitió «los lobos», «los lobos». Se levantó y volvió a servirle un vaso lleno de hidromiel.

—Le he dicho la verdad, ahora le toca a usted.

Ella se levantó y miró por la ventana. Parecía divisar a lo lejos cosas que le interesaban.

—Humm… a mí, a mí me da miedo… me da miedo usted.

—Deje de burlarse, me había prometido que sería sincera.

Ella se volvió y soltó una nueva voluta. Sus ojos malva brillaban como estrellas a través del humo color turquesa.

—Le soy sincera. Usted me da miedo, y, a través de usted, toda la Humanidad. Me dan miedo los hombres, las mujeres, los viejos, las viejas y los bebés. En todas partes nos comportamos como bárbaros. Yo encuentro que somos físicamente horribles. Ninguno de nosotros iguala la belleza de un calamar o de un mosquito…

—¡Francamente…!

Algo se había modificado en la actitud de la joven. Su mirada tan perfectamente controlada, parecía ahora presa de un defecto de fabricación. En aquellos ojos había algo de locura. Un fantasma se había adueñado de su persona y ella se dejaba ir, suavemente, bajo el influjo de la demencia. En todas partes se rompían barreras. Ya no había censura. Había olvidado que estaba discutiendo con un comisario de Policía al que apenas conocía.

—Me parece que somos pretenciosos, arrogantes, suficientes, orgullosos de ser humanos. Me dan miedo los campesinos, los curas y los soldados, me dan miedo los doctores y los enfermos, me dan miedo los que me quieren mal y los que me quieren bien. Nosotros destruimos todo cuanto tocamos. Nada escapa a nuestra inconcebible capacidad de expolio. Estoy segura de que si los marcianos no desembarcan, es porque les damos miedo; son tímidos, tienen miedo de que nos comportemos con ellos como nos comportamos con los animales que nos rodean y también con nosotros mismos. No estoy orgullosa de ser una humana. Tengo miedo, tengo mucho miedo de mis semejantes.

BOOK: El día de las hormigas
3.73Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Vanished in the Dunes by Allan Retzky
A Time Like No Other by Audrey Howard
The Enchanted Rose by Konstanz Silverbow
Finders Keepers by Shelley Tougas
The Lost Hours by Karen White
The Protector by Shelley Shepard Gray
Never Cross a Vampire by Stuart M. Kaminsky
The Namesake by Fitzgerald, Conor
Spells & Sleeping Bags #3 by Sarah Mlynowski