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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (15 page)

BOOK: El día de las hormigas
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—¿Y si nos suicidáramos todos al mismo tiempo? Así escaparíamos a los sufrimientos y a las humillaciones que nos impone esta nueva reina, Chli-pu-ni.

La proposición no suscitó excesivo entusiasmo, Galin gritó.

—Pero, maldita sea, ¿por qué se portan tan mal las hormigas con nosotros? Somos los únicos humanos que se dignan hablarles, y además en su lenguaje, y ya veis cómo nos lo agradecen. ¡Dejándonos morir de hambre!

—No hay por qué asombrarse —dijo el profesor Rosenfeld—. En el Líbano, en la época de la toma de rehenes, los secuestradores mataban preferentemente a los que hablaban árabe. Tenían miedo de que les entendieran. Tal vez también tema esta Chli-pu-ni que la entiendan.

—¡Tenemos que encontrar como sea un medio para arreglarlo sin devorarnos entre nosotros y sin suicidarnos! —exclamó Jonathan.

Se callaron y reflexionaron con toda la amplitud de espíritu que les permitían sus ávidos estómagos. Luego intervino Jasón Bragel Creo que sé la forma… Augusta Wells recuerda y sonríe. Jasón sabía la forma.

Segundo arcano

Los dioses subterráneos

39. Preparativos

¿Sabes lo que hay que hacer?

La hormiga no responde.

¿Sabes lo que hay que hacer para matar a un Dedo?,
precisa la interesada.

Ni
la menor idea.

En la Ciudad, hay grupos de soldados por todas partes preparándose para la gran cruzada contra los Dedos. Las de infantería afilan sus mandíbulas. Las artilleras se atiborran de ácido.

Las de infantería rápida, que pueden considerarse la caballería, se cortan los pelos de las patas para ofrecer menor resistencia al aire cuando se abalancen para sembrar la muerte y la desolación.

Todas ellas no hablan de otra cosa que de los Dedos, del confín del mundo y de las nuevas técnicas de combate que deberán permitirles aniquilar a aquellos monstruos.

El acontecimiento se prevé como una caza peligrosa pero muy estimulante.

Una artillera se atiborra de ácido ardiente al 60
%.
El veneno está tan concentrado que el extremo de su abdomen hecha humo.

¡A los Dedos sí que les vamos a hacer echar humo!,
afirma.

Mientras se limpia las antenas, una vieja soldado que dice haber peleado con una serpiente da su opinión.

Después de todo, los Dedos no serán tan feroces como se dice.

De hecho, nadie sabe muy bien a qué atenerse con los Dedos. Además, si Chli-pu-ni no hubiera lanzado la cruzada, la mayoría de las belokanianas habría seguido pensando que los relatos sobre Dedos no eran otra cosa que leyendas y que los Dedos no existen.

Algunas soldados afirman que 103.683, la exploradora que había ido al confín del mundo, va a guiarlas. Las tropas se alegran por esa presencia experimentada.

Pequeños grupos se encaminan hacia la sala de cantimploras para llenarse de energía azucarada. Las guerreras ignoran cuándo se dará la señal de partida, pero todas están dispuestas y bien dispuestas.

Una decena de soldados rebeldes deístas se introducen discretamente en medio de ese tropel en armas. No dicen nada, pero captan con cuidado las feromonas que hay por las salas. Sus antenas se estremecen continuamente.

40. La ciudad secuestrada

Feromona:
Informe de expedición.

Origen:
Soldado de la casta de cazadoras asexuadas.

Tema:
Accidente grave.

Salivadora:
Exploradora 230.

La catástrofe se produjo aquella mañana muy temprano. El cielo se oscureció de repente. Los Dedos rodeaban por completo la ciudad federal de Giu-li-kan. Las legiones de élite salieron en seguida, igual que los grupos de artilleras pesadas.

Se intentó todo. Y todo fue en vano. Algunos escalones después de la aparición de los Dedos, una gigantesca estructura plana y dura desgarró la tierra y se hundió al lado de la Ciudad, destrozando salas, pisoteando huevos, cortando corredores. La estructura plana se inclinó luego y levantó toda la Ciudad. Digo bien: ¡levantó toda la Ciudad! ¡De un solo golpe!

Todo ocurrió muy deprisa. Fuimos arrojadas a una especie de gran concha transparente y rígida. Nuestra ciudad fue puesta patas arriba. Las salas nupciales quedaron trastornadas, y las reservas de cereales saltaron por los aires. Nuestros huevos se desparramaron por todas partes. Nuestra reina fue capturada y herida. Yo debo mi salvación únicamente a una serie de brincos rabiosos que me permitieron saltar a tiempo por encima del borde de la gran concha transparente.

El olor a Dedos apestaba por todas partes.

41. Edmondpolis

Laetitia Wells depositó el hormiguero, que acababa de desenterrar en el bosque de Fontainebleau, en un vasto acuario. Pegó su cara contra el cristal tibio.

Aparentemente aquellas a quienes observaba no la veían. Este nuevo arribo de hormigas rojas
(Fórmica rufa)
parecía particularmente animado. Laetitia había conseguido en varias ocasiones hormigas algo débiles. Hormigas rojas
(pheidoles)
u hormigas negras
(Lasius niger)
intimidadas por no se sabe qué. No probaban ningún alimento nuevo. Luego, al cabo de una semana, aquellos insectos se dejaban morir. No debemos creer que todas las hormigas sean inteligentes, al contrario. Existen numerosas especies algo simples de espíritu. El menor obstáculo en su pequeña rutina las hace desesperarse tontamente.

En cambio aquellas hormigas rojas le daban verdaderas satisfacciones. Estaban permanentemente ocupadas, acarreaban ramitas, se friccionaban mutuamente las antenas o se pegaban. Estaban llenas de vida, mucho más que todas las hormigas que hasta entonces había conocido. Cuando Laetitia les presentaba platos nuevos, los saboreaban. Si en el acuario se deslizaba un Dedo, intentaban morderlo o subirse encima.

Laetitia había guarnecido de yeso el fondo del habitáculo para conservar su humedad. Las hormigas habían hecho sus corredores sobre el yeso. A la izquierda, una pequeña cúpula de ramitas. En medio, una playa de arena. A la derecha, los musgos ondulados que servían de jardín. Laetitia había colocado una botella de plástico llena de agua azucarada, tapada con un tapón de algodón, para que las hormigas bebiesen en esa cisterna. En el centro de la playa, un cenicero en forma de anfiteatro estaba lleno de trozos de manzanas cortados muy finos, así como un poco de tarama
[*]
.

Parecía que aquellos insectos adoraban el tarama…

Mientras todo el mundo se queja de que le invaden las hormigas, Laetitia Wells se preocupaba de que sobreviviesen en su casa. El principal problema planteado por su hormiguero de salón era que la tierra se pudría. Por eso, además de cambiar regularmente el agua a los peces rojos, cada quince días debía renovar la tierra de las hormigas. Pero si basta manejar la manguilla para cambiar el agua de los peces, por lo que se refiere a la tierra de las hormigas el asunto es muy distinto. Se necesitaban dos acuarios: el antiguo, de tierra reseca, y el nuevo, de tierra humidificada. Ponía un tubo entre los dos. Las hormigas se mudaban entonces hacia el más húmedo. Su migración podía tardar una jornada entera.

Laetitia ya había tenido oportunidad de experimentar algunas emociones con sus hormigueros. Una mañana, por ejemplo, había descubierto que todos los habitantes de su acuario —mejor dicho, de su terrario— se habían cortado el abdomen. Se amontonaban detrás del cristal en una colina siniestra. Como si las hormigas hubieran querido demostrar que preferían la muerte al cautiverio.

Algunas de sus inquilinas forzosas habían hecho lo imposible para evadirse. Más de una vez la joven se había despertado con una hormiga en la cara. Eso significaba que, si una se dedicaba a pasear, probablemente había un centenar que corría arriba y abajo por el piso. Entonces debía dedicarse a su caza, recuperarlas con una cucharilla y una probeta antes de devolverlas a su prisión de cristal.

Con la esperanza de mejorar las condiciones de detención de sus huéspedes, y por tanto de su moral, Laetitia había instalado en el acuario un jardincillo de bonsáis y de flores. Para que las hormigas se pasearan por un paisaje más variado, había ideado un rincón con arena, un rincón con trocitos de madera, un rincón con piedrecillas. Para que reanudasen con gusto la caza llegaba a soltar, en lo que ella había bautizado como su «Edmondpolis», pequeños grillos vivos. Para las soldados era un placer cazarlos a muerte entre los bonsáis.

Las hormigas rojas también le ofrecieron la más maravillosa de las sorpresas. Cuando por primera vez levantó la tapa del terrario, todas apuntaron hacia ella su abdomen y dispararon sus tiros de ácido formando un espléndido conjunto. Por casualidad inhaló una bocanada de aquella nube amarilla. Al punto su visión se alteró. Laetitia sufrió alucinaciones rojas y verdes. ¡Qué descubrimiento! ¡Podía «chutarse» con vapor de hormiguero!

Anotó inmediatamente el fenómeno en su cuaderno de estudio. Ya sabía que existía una enfermedad rara cuyas víctimas se sentían atraídas, como imantadas, por los hormigueros. Tumbándose durante horas, esas personas se atracaban de hormigas, para compensar, al parecer, un déficit de ácido fórmico en su sangre. Ahora sabía que, en realidad, esas gentes lo que hacían era buscar efectos psicodélicos provocados por el ácido fórmico.

Cuando volvió en sí, puso en orden las herramientas necesarias para el mantenimiento de su ciudad (pipeta, pinza de depilar, probeta y algunas más), y abandonó su
hobby
para interesarse únicamente por su trabajo de periodista. Como los anteriores, su próximo artículo estaría dedicado al misterioso caso de los hermanos Salta, que tenía prisa por aclarar.

42. Enciclopedia

PODER DE LAS PALABRAS
: ¡Qué poder el de las palabras!

Yo, que os hablo, estoy muerto hace tiempo y sin embargo soy fuerte gracias a esta reunión de letras que forman un libro. Vivo gracias a este libro. Yo estoy fijo aquí para siempre y él, a cambio, asume mi fuerza. ¿Queréis una prueba? Aquí la tenéis: yo, el cadáver, yo, el fiambre, yo, el esqueleto, puedo darle órdenes a usted, lector que está vivo. Sí, por más muerto que esté, yo puedo manejarle. Donde esté usted, sea cual sea el continente, sea la época que sea, puedo obligarle a obedecerme. Y precisamente por medio de esta
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
Y voy a darle ahora mismo la prueba. Mi orden es ésta:

¡PASE LA PÁGINA!

¿Lo ve? Me ha obedecido. Estoy muerto y sin embargo me ha obedecido. Estoy en este libro. ¡Estoy vivo en este libro! Y este libro no abusará nunca del poder de sus palabras porque este libro es comparsa del lector. Pregúntele una y otra vez. Siempre estará disponible. La respuesta a todas sus preguntas estará siempre inscrita en alguna parte, en sus líneas o entre líneas.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

43. Una feromona que hay que conocer

Chli-pu-ni ha mandado llamar a 103.683. Sus guardianas la han buscado por todas partes antes de terminar encontrándola en el sector de los establos para escarabajos.

La conducen a la Biblioteca química.

La reina está allí, casi sentada. Ha debido consultar una feromona, porque aún tiene la punta de las antenas mojada.

He pensado mucho en lo que nos hemos dicho.

Chli-pu-ni reconoce en primer lugar que, en efecto, ochenta mil soldados pueden parecer insuficientes para matar a todos los Dedos de la Tierra. Acaba de producirse un accidente, una terrible catástrofe, que hace presagiar lo peor en cuanto al poder de esos monstruos. Los Dedos acaban de raptar la ciudad de Giu-li-kan. ¡Se han llevado la ciudad entera a una enorme concha transparente!

A 103.683 le cuesta creer en semejante prodigio. ¿Cómo ha pasado y por qué?

La reina no lo sabe. Los acontecimientos se han desarrollado muy deprisa y la única superviviente está todavía bajo la impresión del cataclismo. Pero el caso de Giu-li-kan no es un caso aislado. Todos los días se producen nuevos incidentes con los Dedos.

Es como si los Dedos se reprodujeran a gran velocidad. Como si hubieran decidido invadir el bosque. Cada día su presencia es más nítida.

¿Qué dicen los testimonios? Pocos coinciden. Algunos hablan de animales negros y planos, otros hablan de animales redondos y rosáceos.

Parece que tienen que habérselas con animales extraños, con una anomalía de la Naturaleza.

103.683 sueña despierta.

(¿Y si fueran nuestros dioses? ¿Estaríamos a punto de rebelarnos contra nuestros dioses?)

Chli-pu-ni pide a la soldado que la siga. La lleva hasta la cima de la bóveda. Allí, varias guerreras las saludan y rodean a la reina. Es peligroso para una ponedora sola salir al aire libre. Un pájaro podría atacar al indispensable sexo personificado de Bel-o-kan.

Las artilleras ya han ocupado sus posiciones, dispuestas a convertir en blanco a la primera sombra que entre en su campo visual.

Rodeando la punta de la cúpula, Chli-pu-ni llega a un lugar despejado que parece una pista de despegue. Varios escarabajos rinoceronte se hallan estacionados allí, paciendo brotes tranquilamente. La reina propone a 103.683 que monte sobre uno de ellos cuya coraza negra, ligeramente cobriza, resplandece.

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