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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (18 page)

BOOK: El día de las hormigas
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Laetitia Wells respiró despacio aquel aire viciado, apretó los dientes y soportó su malestar con paciencia. Después de todo, no tenía motivos para quejarse, sólo necesitaba media hora de trayecto para ir desde su domicilio a su lugar de trabajo. ¡Los había que pasaban tres horas diarias dentro del Metro en horas punta!

Ningún autor de ciencia ficción había previsto nunca aquello. ¡Una civilización en la que las gentes aceptaban ser aplastadas a millares en cajas de latón!

La máquina se puso en marcha y se deslizó sobre los raíles sacando chispas.

Laetitia Wells cerró los ojos para intentar recuperar la calma y olvidarse de dónde estaba. Su padre le había enseñado a conservar la serenidad controlando su respiración. Una vez que se conseguía dominar la respiración, había que intentar dominar los latidos del corazón para aminorar su marcha.

Ideas parásitas le impedían concentrarse. Volvía a pensar en su madre… no, sobre todo no pensar en… no.

Volvió a abrir los ojos, el ritmo de su corazón y de su respiración se aceleró de nuevo.

El espacio se había despejado. Incluso había un asiento libre. Se precipitó hacia él y se durmió. De cualquier forma, tenía que bajarse en la última parada. Y cuanta menos conciencia tuviera de encontrarse en el Metro, mejor.

51. Enciclopedia

ALQUIMIA:
Toda manipulación alquímica intenta imitar o poner en escena el nacimiento del mundo. Se precisan seis operaciones: calcinación, putrefacción, solución, destilación, fusión y sublimación.

Estas seis operaciones se desarrollan en cuatro fases: la obra en negro, que es una fase de cocción. La obra en blanco, que es una fase de evaporación. La obra en rojo, que es una fase de mezcla. Y por último la sublimación que proporciona el polvo de oro. Este polvo es similar al del encantador Merlín en la leyenda de los Caballeros de la Tabla Redonda. Basta con depositarlo sobre una persona o un objeto para que lo vuelva perfecto. Muchos relatos y mitos ocultan de hecho en su osamenta esa receta. Por ejemplo, Blanca Nieves. Blanca Nieves es el resultado final de una preparación alquímica. ¿Cómo se obtiene? Con los siete enanos (enano, derivado de «gnomos», o gnosis; conocimiento). Esos siete enanos representan los siete metales: el plomo, el estaño, el hierro, el cobre, el mercurio, la plata y el oro, relacionados a su vez con los siete planetas: Saturno, Júpiter, Marte, Venus, Mercurio, Luna, Sol, a su vez relacionados con los siete caracteres humanos principales: gruñón, simplón, soñador, etc.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

52. La guerra del agua

Los relámpagos siguen hendiendo el cielo atormentado, pero ninguna hormiga tiene ánimo suficiente para admirar las majestuosas nubes doradas, rasgadas por chorros de luz blanca. La tormenta es una calamidad.

Las gotas caen sobre la Ciudad como otras tantas bombas y las guerreras que se han demorado fuera en cazas tardías son golpeadas por los proyectiles líquidos.

Dentro mismo de Bel-o-kan, una de las experiencias intentadas durante la primavera por Chli-pu-ni está a punto de acentuar la catástrofe.

La reina hizo excavar canales a fin de acelerar la circulación de un barrio a otro. Las hormigas se desplazaban por ellos sobre hojas flotantes. Pero bajo el chaparrón, esos riachuelos subterráneos crecen hasta convertirse en ríos cuya furia intenta en vano contener una multitud de guardianas.

En la cima del domo la situación empeora. Los granizos han perforado la piel de ramitas de la Ciudad. El agua se filtra por diversas heridas.

103.683 intenta a duras penas taponar la mayor de las brechas.

Todas al solano —dice—, ¡hay que salvar las cresas!

Un grupo de soldados se precipita tras ella, arrostrando las olas que rompen.

La alta sala del solario ha perdido su luminosidad habitual. En el techo, unas obreras presas de la más viva angustia intentan tapar los agujeros con hojas secas. Pero el agua reaparece inmediatamente para fluir en largas cintas de plata por el suelo. Todo está mojado. Imposible salvar todos los preciosos capullos, hay demasiados. Las nodrizas apenas tienen tiempo para preservar algunas larvas precoces. Muchos huevos lanzados apresuradamente a las obreras estallan en el suelo.

103.683 piensa entonces en las rebeldes. Si el agua baja, y sigue bajando, hasta los establos de escarabajos, ¡todas perecerán!

Alerta fase 1:
Las feromonas excitadoras se difunden como pueden, la mayor parte de las veces perturbadas por el vapor de agua.

Alerta fase 2:
Soldados, obreras, nodrizas, sexuadas, todo el mundo redobla con la punta del abdomen contra las paredes, con rabia y encarnizamiento. Ese zafarrancho de combate hace vibrar a la Ciudad entera.

¡Pam, pam, pam!
¡Alerta! ¡Alerta mil veces!

¡Que se desencadene el pánico!

Incluso las hormigas ya aprisionadas en los charcos tratan de golpear el suelo a través del agua para que toda la Ciudad se ponga en estado de alerta. Golpes que son como la sangre de un jadeante en las arterias.

El corazón de la Ciudad jadea.

En eco, se oye al granizo perforar el domo
. Ploch, ploch, ploch
.

¿Qué pueden hacer unas mandíbulas, incluso de acero, contra unas gotas de agua?

Alerta fase 3:
La situación es sumamente crítica. Algunas obreras histéricas corren en todas direcciones. Sus antenas tensas derraman incomprensibles gritos feromónicos. En su agitación, algunas llegan a herir a sus congéneres.

Entre las hormigas rojas, la feromona de alerta más fuerte es una sustancia emitida por la glándula de Dufour. Llamada n-decana, es un hidrocarbono volátil cuya fórmula química es C
10
-H
22
. Un olor lo bastante potente como para volver loca a una nodriza en plena hibernación.

Sin el sacrificio de las hormigas porteras, la ciudad habría perecido bajo aquel maremoto. Bloqueando herméticamente las entradas con su cabeza plana, esas heroicas centinelas impidieron al invasor líquido inundar la cepa central. Todas las ocupantes de la Ciudad Prohibida, y en primera fila la reina Chli-pu-ni, han salido indemnes.

Por el contrario, el agua inunda ahora las salas de los pulgones.

Esos animales verdes lanzan ridículos chillidos olorosos.

Acorraladas en la huida, las pastoras sólo pueden salvar a un puñado, a punto de dar a luz.

Se intenta levantar barreras por todas partes. Se afanan en consolidar la barrera que, colocada estratégicamente en una galería principal, intenta contener el torrente furioso. Pero la fuerza hidráulica es irresistible. La barrera se desmorona, se resquebraja y se hunde. El edificio estalla, liberando de pronto una bola de agua que se lleva a las animosas albañiles.

Arrastrando a las ahogadas, el agua se adentra por los corredores, hace desmoronarse las bóvedas, arranca puertas, sacude toda la topografía subterránea antes de ir a parar a los campos de hongos. También aquí, las agricultoras sólo tienen el tiempo justo de salvar algunas esporas preciosas antes de huir velozmente.

Los coleópteros acuáticos, esos famosos ditiscos que Chli-pu-ni quería domesticar con tanta pasión, están por todas partes, felices por debatirse en su elemento vector, devorando pulgones, cadáveres de hormigas y larvas agonizantes.

Multiplicando los rodeos, contorneando los obstáculos, 103.683 llega al establo de escarabajos rinoceronte. Los pobres animales revolotean de aquí para allá tratando de escapar a la inundación. Pero el techo es tan bajo que pronto chocan con él, espantados.

Y aquí como en todas partes, con desprecio del peligro, diligentes obreras se afanan por salvar algunas crías y colocar en lugar seco unas bolsas esféricas llenas de huevos. Sin embargo, las pérdidas serán enormes e inevitables y ellas lo saben.

Tener las patas mojadas aterroriza a los escarabajos y les hace dar con el cuerno en el techo. 103.683 consigue pasar gracias a su vigilancia de guerrera entre los repentinos ataques.

Por fin llega a la entrada del escondite rebelde. Deístas y no deístas, todas están allí. Pero si las segundas se agitan nerviosas, las primeras permanecen extrañamente tranquilas. El cataclismo no las sorprende.

No hemos dado suficiente alimento a los dioses, por eso ahora nos mojan.

103.683 interrumpe sus salmodias. Pronto no habrá ya salida de socorro. Si quieren salvar el movimiento rebelde, tendrán que largarse sin demora.

Terminan por escucharla y seguirla. En el momento de abandonar aquellos lugares, la hormiga llamada 24 le tiende el capullo de mariposa que había dejado allí en su anterior visita.

Para la misión Mercurio. No debes olvidarlo.

En vez de seguir discutiendo, 103.683 carga con el capullo y se lleva a las rebeldes tras ella. Pero cruzar el establo se ha vuelto imposible. La sala entera está inundada. Entre dos aguas flotan escarabajos rinoceronte, y también hormigas.

Hay que excavar cuanto antes un nuevo túnel. 103.683 da las órdenes oportunas.

Hay que actuar deprisa, el nivel del agua empieza a subir en la sala.

Todos los alimentos que había por allí ahora flotan.

El agua sube cada vez más deprisa.

Pero las deístas no piensan en quejarse. La mayoría está resignada a sufrir la justa cólera celeste.

Están persuadidas de que esa lluvia asoladora las golpea únicamente para impedir la cruzada de Chli-pu-ni.

53. Recuerdos ácidos

—¡Perdón, señorita!

Alguien le hablaba.

Cuando Laetitia Wells abrió los ojos, aún no había llegado a la última estación. Una mujer se dirigía a ella.

—¡Perdón, señorita! Me parece que la he pinchado con mis agujas.

—No importa —suspiró Laetitia.

La mujer estaba haciendo punto con lana rosa. Exigía un aumento de espacio para extender su labor.

Laetitia Wells miró a aquella araña tejedora que agitaba sus Dedos. Las agujas multiplicaban los nudos corredizos con un ruido obsesivo.

Su labor rosa parecía ser ropa de niño. ¿A qué pobre bebé tenía la intención de aprisionar en aquella cárcel enguantada?, pensó Laetitia Wells. Como si hubiera oído la pregunta, la mujer desplegó una soberbia dentadura postiza de esmalte.

—Es para mi hijo —anunció con orgullo.

En ese momento, la mirada de Laetitia se fijó en un anuncio: «Nuestro país necesita niños. Luchad contra la baja de la natalidad.»

Laetitia Wells sintió cierto amargor. ¡Hacer hijos! Pensaba que ésa era la orden primordial dada a la especie, reproducirse, propagarse, dispersarse en masa. ¿No habéis tenido un presente interesante? ¡Sobrevivid en el futuro a través de la puesta! Pensad primero en la cantidad, la calidad tal vez llegue.

Las ponedoras no tenían conciencia de ello, pero obedecían a la eterna propaganda que trasciende todas las políticas de todas las naciones: aumentar el dominio de los humanos sobre el planeta.

A Laetitia Wells le entraron ganas de agarrar a aquella mamá por los hombros y decirle directamente a los ojos: «¡No, deje de hacer hijos, conténgase, un poco de pudor, qué diablos! Tome anticonceptivos, regale preservativos a las personas queridas, haga razonar a sus amigas fértiles como usted habría deseado que le hubieran hecho razonar. Por cada hijo que sale bien hay un centenar de chapuzas. Y eso no merece la pena. Los chapuzas toman luego el poder y ya ve el resultado. Si su pobre madre hubiera sido más seria, le habría evitado estos sufrimientos. No se vengue en sus hijos de la peor marranada que le hicieron sus padres: Traerla al mundo. Dejad de amaros los unos a los otros, creced, pero no os multipliquéis.»

Cada uno de estos ataques de misantropía (en ella eran de humano fobia) le dejaba un sabor amargo en la boca. Pero lo más desconcertante era que no le resultaba muy desagradable.

Se repuso y sonrió a la araña tejedora.

Aquella cara de enfrente, radiante por la dicha de ser madre, le recordó…, no…, no debía…, aquello le recordó a su propia madre. Ling-mi.

Ling-mi Wells fue atacada por una leucemia aguda. Y el cáncer de sangre sí que no perdona. Ling-mi, su dulce madre, que nunca le respondía cuando ella le preguntaba qué había dicho el médico. A Laetitia, Ling-mi le contestaba siempre: «No te preocupes. Me curaré. Los médicos son optimistas y las medicinas cada vez son mejores.» Pero en el cuarto de baño había con frecuencia hilillos rojos en el lavabo y el frasco de analgésicos estaba vacío generalmente. Ling-mi tomaba más dosis de las prescritas. Y nada aliviaba ya sus dolores.

Cierto día llegó una ambulancia y se la llevó al hospital. «No te preocupes. Allí tienen todas las máquinas necesarias y especialistas para cuidarme. Vigila el piso, sé prudente en mi ausencia y ven a verme todas las tardes.»

Ling-mi tenía razón: en el hospital había todas las máquinas posibles. Tantas que no conseguía morir. Intentó suicidarse tres veces y las tres veces la salvaron
in extremis
. Se resistía. La habían inmovilizado con cinchas y atiborrado de morfina. Cuando Laetitia visitaba a su madre, veía que sus brazos estaban cubiertos de hematomas provocados por las jeringuillas y las perfusiones. En un mes, Ling-mi Wells se había transformado en una anciana arrugada. «La salvaremos, no- se preocupe, la salvaremos», afirmaban los médicos. Pero Ling-mi Wells no quería que la salvasen.

Tocando el brazo de su hija le había murmurado: «Quiero… morir.» Pero ¿qué puede hacer una chiquilla de catorce años cuando su madre le confía esa petición? La ley prohibía dejar morir a quien fuese. Sobre todo si era capaz de pagar los mil francos diarios que costaba la habitación con cuidados y pensión completa.

También Edmond Wells había envejecido de forma acelerada desde la hospitalización de su mujer. Ling-mi le había pedido su ayuda para el gran salto. Cierto día que ella no podía soportarlo más, él acabó por acceder. Le enseñó a moderar la respiración y los latidos cardíacos.

Realizó una sesión de hipnosis. Desde luego, nadie asistió a la escena, pero Laetitia sabía cómo su padre se las arreglaba para ayudarla a dormirse. «Estás tranquila, muy tranquila. Tu respiración es como una ola que va de atrás hacia delante. Es muy suave. Adelante, atrás. Tu respiración es un mar que quiere transformarse en algo. Adelante, atrás. Cada respiración es más lenta y más profunda que la anterior. Cada inspiración te da más fuerza y dulzura. Ya no sientes el cuerpo, ya no sientes los pies, ya no sientes las manos, ni el pecho, ni la cabeza. Eres una pluma ligera e insensible que flota en el viento.»

BOOK: El día de las hormigas
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