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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (7 page)

BOOK: El día de las hormigas
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Había que empezar de nuevo. ¡Dolorosa pero necesaria crítica! Sin embargo, más valía admitir hoy que se había equivocado antes que persistir en el error.

El problema era que, si no se trataba de un suicidio, se veía enfrentado a un caso de lo más espinoso. ¿Cómo podían haber entrado y salido los asesinos de un lugar cerrado sin dejar rastro? ¿Cómo se puede matar sin provocar heridas ni utilizar ningún arma? El misterio superaba a las mejores novelas policíacas que había leído hasta entonces.

Se apoderó de él una excitación completamente nueva.

¿Y si finalmente, por casualidad, había caído «sobre» el crimen perfecto?

Pensó en el caso del doble asesinato de la calle Morgue, tan bien narrado en una novela corta de Edgar Allan Poe. En esa historia, basada en hechos verídicos, una mujer y su hija son halladas muertas en su piso cerrado. Herméticamente cerrado, y desde el interior. La mujer había recibido un tajo de cuchilla y la hija fue matada a palos. No había rastro de robo, sólo los golpes mortales violentamente asestados. Al final de la investigación se descubre al asesino: un orangután escapado de un circo había penetrado en el edificio por los tejados. Las víctimas se pusieron a gritar al verlo aparecer. Los gritos enloquecieron al mono, que las mató para que callasen antes de escapar por el mismo camino. Al chocar su espalda contra el marco de la ventana de guillotina, ésta cayó, como si siempre hubiera estado cerrada desde dentro.

En el caso de los hermanos Salta, la situación era similar, salvo que nadie había podido cerrar una ventana golpeándola con la espalda.

Pero ¿era seguro? Méliés se dirigió inmediatamente a inspeccionar el lugar del crimen.

Habían cortado la electricidad, pero él llevaba su lupa-lámpara de bolsillo. Examinó la habitación, iluminada intermitentemente por los abigarrados neones de la calle. Sébastien Salta y sus hermanos seguían allí, yacentes vitrificados, yertos, como si estuvieran enfrentándose a algún inmundo horror brotado del infierno urbano.

Como la puerta atrancada no planteaba problemas, el comisario comprobó el cierre de las ventanas. Sus sofisticadas fallebas no permitían, desde luego, que pudieran cerrarse desde fuera, ni siquiera por accidente.

Golpeó con la mano sobre los tabiques empapelados de marrón en busca de algún pasadizo secreto. Levantó los cuadros para ver si ocultaban alguna caja de caudales. La habitación contenía numerosos objetos de valor: un candelabro de oro, una estatuilla de plata, una cadena compacta de alta fidelidad… Cualquier merodeador se los habría llevado.

Sobre una silla había unas ropas. Las palpó de forma maquinal. Algo le intrigó al tacto. En el paño de la chaqueta había un agujero minúsculo. Como un agujero de polilla, pero de contorno perfectamente cuadrado. Dejó la chaqueta sin volver a pensar en ella. Sacó uno de sus eternos paquetes de chicle de su bolsillo y, al hacer el movimiento, tiró el artículo de
El Eco del domingo
que había recortado cuidadosamente del periódico.

Volvió a leer pensativo el artículo de Laetitia Wells.

Hablaba de una máscara de espanto. Era cierto. Aquellas personas parecían muertas de miedo. Pero ¿qué podía dar tanto miedo como para matar?

Se sumió en sus propios recuerdos. En cierta ocasión, siendo niño, tuvo un terrible ataque de hipo. Su madre se lo quitó disfrazándose con una máscara de lobo y surgiendo ante él por sorpresa. Él lanzó un grito y su corazón dejó de latir durante un segundo. Su madre se quitó la máscara inmediatamente y le cubrió de besos. ¡Y el hipo había desaparecido!

En resumen, Jacques Méliés había sido educado en el miedo permanente. Miedos pequeños: miedo a estar enfermo, miedo al accidente de coche, miedo al señor que te ofrece caramelos y que va a raptarte, miedo a la Policía. Miedos más importantes: miedo a repetir curso, miedo a sufrir un chantaje a la salida del instituto, miedo a los perros.

A la superficie fueron ascendiendo montones de otros recuerdos de terrores infantiles.

Jacques Méliés recordaba el peor de todos los miedos. Su gran miedo.

Una noche, cuando era muy pequeño, había sentido que algo bullía al fondo de su cama. ¡Había un monstruo agazapado allí donde mejor protegido se creía! Permaneció un momento sin atreverse a meter los pies bajo las sábanas, y luego, recuperándose, fue deslizándolos poco a poco.

Pero de pronto los dedos gordos percibieron… un aliento tibio. Repulsión. ¡Sí, estaba seguro! Había unas fauces de monstruo al fondo de su cama, que esperaban que sus pies se acercasen para devorarlos. Por suerte, no llegaban hasta el final. No era lo bastante alto, aunque todos los días crecía un poco y sus pies se acercaban al pliegue de la sábana donde se ocultaba el monstruo devorador de dedos gordos. El joven Méliés se quedó varias noches durmiendo en el suelo o sobre las mantas. Pero eso le producía calambres, no era la solución. Se había decidido por tanto a meterse debajo de las sábanas, pero pedía a todo su cuerpo, a todos sus músculos, a todos sus huesos que no crecieran demasiado para no tocar nunca el fondo. Tal vez por eso no había crecido tanto como sus padres.

Cada noche era una prueba. Sin embargo, había encontrado un truco. Apretaba con fuerza su osito de peluche entre sus brazos. Con él se sentía preparado para enfrentarse al monstruo agazapado en el fondo de su cama. Y luego se ocultaba bajo las mantas y no dejaba salir nada, ni un brazo, ni el menor pelo o la menor oreja. Porque le parecía evidente que el monstruo esperaría a la noche para tratar de rodear la cama y agarrarle la cabeza pasando por el exterior.

Por la mañana, su madre encontraba una bola de sábanas y mantas en cuyo fondo estaban enterrados su hijo y su osito. Nunca había intentado comprender aquel extraño comportamiento. Y además Jacques nunca se tomó la molestia de contar cómo, junto con su osito, había resistido a un monstruo durante toda la noche.

Nunca ganó él, y nunca ganó el monstruo. Sólo seguía quedándole el miedo. El miedo a crecer y el miedo a hacer frente a algo espantoso que nunca había identificado. Algo que tenía los ojos rojos, los morros alzados y los colmillos babeantes.

El comisario se repuso, aferró su lupa luminosa y examinó con más seriedad que la primera vez la habitación del crimen.

Arriba, abajo, a derecha, a izquierda, encima, debajo.

Ni la menor huella de pasos con barro en la moqueta, ni un pelo de cabello extraño a la familia, ni una huella en los cristales. Ni huellas extrañas tampoco en los objetos de vidrio. Fue a la cocina. La iluminó con el rayo de su linterna.

Olfateó y probó los platos que en ella había. Émile había tenido, incluso, la presencia de ánimo de vitrificar los alimentos. ¡Bien por Émile! Jacques Méliés olfateó la jarra de agua.

Ningún rastro de veneno. Los zumos de fruta y el agua de soda parecían igual de anodinos.

Los hermanos Salta tenían la máscara del miedo en la cara. Probablemente un miedo similar al de las dos mujeres del doble crimen de la calle Morgue al ver a un torpe mono entrar por la ventana de su salón. Volvió a pensar en ese caso. De hecho, también el orangután había tenido miedo, y si había matado a las mujeres había sido para acallar sus aullidos. Había tenido miedo de sus gritos.

Un nuevo drama de incomunicabilidad. Se tiene miedo a lo que no se entiende.

Mientras se hacía esa reflexión, divisó algo que se movía tras la cortina y su corazón se heló. ¡El asesino había vuelto! El comisario soltó su lupa luminosa, que se apagó. A partir de ese momento sólo le quedaban las luces de los neones de la calle que se iluminaban alternativamente para deletrear una a una las letras de las palabras «Bar a gogó».

Jacques Méliés quiso esconderse, no moverse, tirarse al suelo. Recuperó su ánimo a dos manos, recogió su lupa-antorcha y empujó la cortina sospechosa. No había nada. O se trataba del Hombre invisible.

—¿Hay alguien ahí?

Ni el menor ruido. Probablemente una corriente de aire.

No podía seguir estando allí, decidió ir a ver a casa de los vecinos.

—Buenos días, perdóneme. Policía.

Le abrió un señor elegante.

—Policía. Tengo que hacerle una o dos preguntas aquí mismo, en la puerta.

Jacques Méliès sacó un cuadernillo.

—¿Estaba usted aquí la noche del crimen?

—Sí.

—¿Oyó algo?

—Ninguna detonación, pero de pronto ellos gritaron.

—¿Que gritaron?

—Sí, gritaron muy fuerte. Unos gritos espantosos durante treinta segundos, y luego nada.

—¿Los gritos nacieron de forma simultánea o unos tras otros?

—Fueron más bien simultáneos. Realmente se trataba de berridos inhumanos. Debieron sufrir. Era como si les asesinasen a los tres al mismo tiempo. ¡Vaya historia! Puedo decirle que desde que oí a esas gentes gritar, me ha costado dormirme. Además, cuento con mudarme de casa.

—¿Qué piensa usted que pudo ser el origen de esos gritos?

—Sus compañeros ya han venido. Parece que un as de la Policía ha diagnosticado un… suicidio. No me parece muy acertado. Estaban frente a algo, frente a algo terrorífico, pero ¿qué? Lo ignoro. En cualquier caso, ese algo no hacía ningún ruido.

—Gracias.

En su mente iba imponiéndose una idea fija.

(El autor de los asesinatos ha sido un lobo rabioso y silencioso, que no ha dejado huellas.)

Pero sabía que no era nada de eso. Y si no era eso, ¿qué es lo que había causado más estragos que un orangután armado con una navaja de afeitar surgiendo por los tejados? Un hombre, un hombre genial y loco que había descubierto la receta del crimen perfecto.

16. Enciclopedia

LOCURA:
Todos nos volvemos cada día un poco más locos, y cada uno de una locura diferente. Ésa es la razón por la que nos comprendemos tan mal los unos a los otros. Yo mismo me siento alcanzado por la paranoia y la esquizofrenia. Además, soy hipersensible, cosa que deforma mi visión de la realidad. Lo sé. Ahora intento, en vez de sufrirla, utilizar esa locura como motor para todo lo que emprendo. Pero cuanto más triunfo, más loco me vuelvo. Y cuanto más loco me vuelvo, mejor alcanzo los objetivos que me fijo. La locura es un león furioso escondido en cada cráneo. Sobre todo, no hay que matarlo. Basta con identificarlo y domarlo. Vuestro león domesticado os conducirá entonces mucho más allá que cualquier maestro, que cualquier escuela, droga o religión. Pero, como ocurre con toda fuente de poder, hay un riesgo si uno juega demasiado con su propia locura: a veces el león, sobreexcitado, se vuelve contra quien quería domarle.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

17. Huellas de pasos

103.683 ha encontrado los establos de escarabajos. De hecho es una amplia sala donde se encierran coleópteros rinoceronte de imponente estatura. Su cuerpo está formado por placas negras, espesas y granulosas que encajan unas en otras. Por la parte trasera tienen formas redondas y lisas. Por la delantera, un capuchón de quitina rematado por un largo cuerno acerado, diez veces más grueso que la espina de una rosa.

Por lo que 103.683 sabe, cada uno de estos animales voladores mide seis pasos de largo por tres de ancho. Les gusta vivir en la penumbra pero, paradójicamente, su única debilidad es la atracción que sienten por la luz. En el mundo de los insectos, la brillantez es una golosina a la que pocos individuos son capaces de resistir.

Esos gordos animales pacen aserrín y brotes en putrefacción. Liberan sus excrementos por todas partes y la sala apesta, porque disponen de poco espacio para moverse en ese lugar de techo demasiado bajo. Unas obreras se encargan de la limpieza, pero parece que no han pasado desde hace mucho tiempo.

La domesticación de semejantes coleópteros no ha sido tarea fácil. A la reina Chli-pu-ni se le ocurrió buscar su alianza después de que uno de ellos la hubiera salvado de una tela de araña. Nada más convertirse en reina, los reagrupó como legión volante. Pero aún no se había presentado la ocasión de llevarlos al combate, aún no habían recibido su bautismo de ácido y nadie sabía cómo reaccionarían aquellos pacíficos herbívoros en situación de guerra, frente a hordas de soldados rabiosas.

103.683 se escurre entre las patas de esos mastodontes alados. Está muy impresionada por el invento que les sirve de abrevadero: una hoja que, en el centro de la sala, retiene una enorme gota de agua cuya piel se estira lateralmente cuando una de esas bestias acude para aplacar en ella su sed.

Al parecer, Chli-pu-ni convenció a estos escarabajos para que se instalaran en Bel-o-kan simplemente discutiendo con ellos mediante feromonas olfativas. Está orgullosa de sus talentos de diplomática.
Para aliar dos sistemas de pensamiento diferentes, basta con encontrar un modo de comunicación,
explica la reina en el marco de su movimiento evolucionarlo. Para conseguirlo, vale todo: donaciones de alimento, de olores pasaporte, de feromonas tranquilizadores. En su opinión, dos animales que se comunican ya no son capaces de matarse entre sí.

Durante la última reunión de las reinas federales, algunas participantes objetaron que la reacción más difundida en todas las especies consiste en eliminar todo lo que es diferente: si uno quiere comunicar y el otro matar, el primero siempre lleva las de perder. A lo que Chli-pu-ni replicó con ironía que, en resumidas cuentas, matar ya es una forma de comunicación, aunque sea la más elemental de todas. Para matar es preciso avanzar, mirar, estudiar, prever las reacciones del adversario. Es decir, interesarse en él.

¡Su movimiento evolucionario era rico en paradojas!

103.683 se aleja del espectáculo de los escarabajos para proseguir su búsqueda del pasaje secreto que la llevará a las hormigas rebeldes.

Descubre huellas de pasos en el techo. Las hay en todas direcciones, como si alguien hubiera pretendido borrar una pista. Pero la soldado es también una exploradora incomparable y sabe descubrir las huellas más frescas y seguirlas.

Estas la guían hasta una pequeña protuberancia que, en efecto, camufla una salida. Debe ser allí. Entierra su capullo de mariposa, que es lo que más le molesta, desliza su cabeza primero y luego todo su cuerpo por el corredor y avanza con cierto miedo.

Olores de gentes.

Rebeldes… ¿Cómo puede haber rebeldes en un organismo ciudad tan homogéneo como Bel-o-kan? Es como si en alguna parte, en un repliegue de intestino, unas células hubieran decidido dejar de seguir jugando al juego global del cuerpo. Podría compararse con una apendicitis. 103.683 estaba yendo al encuentro de un ataque de apendicitis que afectase a la ciudad viva.

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