Read El día de las hormigas Online

Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (17 page)

BOOK: El día de las hormigas
13.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Deja de hacerte el misterioso! ¿Qué clave? ¿Qué solución propones? —masculló un bombero.

Jasón insistió:

—Recordad el enigma de los cuatro triángulos. Exigía que modificásemos nuestro modo de reflexionar. «Hay que pensar de otra manera —repetía Edmond—. Hay que pensar de otra manera…»

Un policía exclamó:

—¡Estamos atrapados aquí como ratas! ¡Es un hecho evidente! En esta situación no hay más que una manera de pensar.

—No. Hay varias. Están atrapados nuestros cuerpos, pero no nuestros espíritus.

—¡Palabras, palabras y nada más que palabras! Si tienes algo que proponer, dilo. Y, si no, cállate.

—El bebé que sale del cuerpo de su madre no comprende por qué ha dejado de estar en un baño de agua tibia. Querría volver al refugio materno, pero la puerta se ha cerrado. Cree ser un pez que nunca podrá vivir al aire libre. Tiene frío, la luz lo ciega, hay demasiado ruido. Fuera del vientre materno, es el infierno. Como ahora nosotros, se considera incapaz de superar la prueba porque se cree fisiológicamente inadaptado a ese mundo nuevo. Todos hemos vivido ese instante. Sin embargo, no hemos muerto. Nos hemos adaptado al aire, a la luz, al ruido, al frío. Hemos mudado de feto de vida acuática a bebé de respiración aérea. Hemos mudado de pez a mamífero.

—Sí, ¿y qué más?

—Ahora estamos viviendo la misma situación crítica. Adaptémonos, fundámonos en ese molde nuevo.

—¡Delira, está delirando! —exclamó el inspector Gérard Galin, alzando los ojos al cielo.

—No —murmuró Jonathan Wells—, creo comprender lo que quiere decir. Encontraremos la solución porque no nos queda más salida que encontrarla.

—Sí, claro, siempre se puede buscar una solución. Incluso se puede buscar mientras esperamos a morir de hambre.

—Dejad hablar a Jasón —ordenó Augusta—. No ha terminado.

Jasón Bragel se dirigió hacia el atril y cogió la Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

—La he releído esta noche —dijo—. Estoy convencido de que la solución está inscrita en este libro con todas sus letras. He buscado durante mucho tiempo y por fin he encontrado el siguiente pasaje, que me gustaría leeros en voz alta. Escuchad con atención.

48. Enciclopedia

HOMEOSTASIA:
Toda forma de vida es búsqueda de homeostasia.

«Homeostasia» significa equilibrio entre el medio interior y el medio exterior.

Toda estructura viviente funciona como homeostasia. El pájaro tiene huesos huecos para volar. El camello tiene reservas de agua para vivir en el desierto. El camaleón cambia la pigmentación de su piel para pasar inadvertido ante sus depredadores. Estas especies, como tantas otras, se han mantenido hasta nuestros días adaptándose a todas las perturbaciones de su medio ambiente. Las que no supieron armonizarse con el mundo exterior desaparecieron.

La homeostasia es la capacidad de autorregulación de nuestros órganos respecto a las coacciones externas.

Siempre queda uno sorprendido al constatar hasta qué punto puede alguien soportar las pruebas más duras y adaptar a ellas su organismo. Durante las guerras, circunstancias en que el hombre está obligado a superar para sobrevivir, se ha visto a personas que hasta entonces no habían conocido otra cosa que la comodidad y la tranquilidad, ponerse sin queja a régimen de agua y pan seco. En unos días, los habitantes de las ciudades perdidos en el monte aprenden a reconocer las plantas comestibles, a cazar y a comer animales que antes siempre les habían repugnado: topos, arañas, ratones, serpientes…

Robinsón Crusoe
, de Daniel Defoe, o
La isla misteriosa
, de Julio Verne, son libros dedicados a la gloria de la capacidad de homeostasia del ser humano.

Todos nosotros nos hallamos en perpetua búsqueda de la homeostasia perfecta, porque nuestras células ya tienen esa preocupación. Codician permanentemente un máximo de líquido nutritivo a la mejor temperatura y sin agresión de sustancia tóxica. Pero cuando no disponen de él, se adaptan. De esta forma, las células del hígado de un borracho están mejor acostumbradas a asimilar el alcohol que las de un abstemio. Las células de los pulmones de un fumador fabricarán resistencias a la nicotina. El rey Mitrídates entrenó incluso su cuerpo para soportar el arsénico.

Cuanto más hostil es el medio exterior, más obliga a la célula o al individuo a desarrollar talentos desconocidos.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

A esta lectura le siguió un largo silencio. Jasón Bragel lo rompió para remachar mejor el clavo:

—Si morimos, es que no habremos logrado nuestra adaptación a este medio extremo.

Gérard Galin explotó:

—¡Medio extremo! ¡Vaya tonterías dices! ¿Acaso se adaptaron a sus barrotes los prisioneros de Luis XI, encerrados en su mazmorra de un metro cuadrado? ¿Pueden acaso los fusilados endurecer la piel de su pecho para rechazar las balas? ¿Se han vuelto acaso los japoneses más resistentes a las radiaciones atómicas? ¡Estás de broma! ¡Uno no puede adaptarse a determinadas agresiones, ni aunque lo desee con toda su voluntad!

Alain Bilsheim se acercó al atril.

—Tu pasaje de la Enciclopedia era muy interesante, pero por lo que nos atañe no veo en él nada concreto.

—Sin embargo, lo que Edmond nos dice está muy claro: si queremos sobrevivir, debemos mutar.

—¿Mutar?

—Sí. Mutar. Convertirnos en animales cavernícolas, viviendo bajo tierra y alimentándonos con poco. Utilizar el grupo como medio de resistencia y de supervivencia.

—¿Qué quieres decir?

—Hemos fracasado en nuestro intento de comunicación con las hormigas y sufrimos en nuestras carnes porque no hemos llegado suficientemente lejos. Hemos permanecido humanos, frioleros e imbuidos de nosotros mismos.

Jonathan Wells mostró su asentimiento:

—Jasón tiene razón. Hemos franqueado el camino que nos ha llevado físicamente al fondo de la bodega. Pero eso no era sino la mitad del recorrido. De cualquier modo, las circunstancias nos fuerzan a proseguir nuestro viaje.

—¿Quieres decir que hay una bodega tras la bodega? —Dijo Galin riéndose con ironía—. ¿Pretendes que excavemos bajo el templo para encontrar la bodega del templo, que nos llevaría vete a saber dónde?

—No. Entiéndeme bien. Una mitad de la ruta era física, y la hemos hecho con nuestro cuerpo. La otra mitad concierne a nuestro psiquismo, y en ese terreno todo está por hacer. Ahora tenemos que cambiar nuestra mente, mutar en nuestras cabezas. Aceptar vivir como los animales cavernícolas en que nos hemos convertido. Uno de nosotros dijo en cierta ocasión que nuestro grupo no podía esperar funcionar con una sola hembra para quince machos. Eso es verdad para una sociedad humana, pero ¿lo es para una sociedad de insectos?

Lucie Wells se sobresaltó. Había comprendido adonde llevaba el razonamiento de su marido. Para sobrevivir todos juntos, bajo tierra y con poquísimos alimentos, el único medio consistía en transformarse en… en transformarse en…

La misma palabra subía a los labios de todos en el mismo instante:

Hormigas.

49. Lluvia

El aire está saturado de electricidad. El rayo enciende un tornado de iones más o menos negativos. Un zumbido grave le sucede, luego un nuevo relámpago rompe el cielo en mil pedazos, proyectando sobre los follajes una inquietante luz blanca y violeta.

Los pájaros vuelan bajo, por debajo de las moscas.

Nuevo trueno de rayo. Una nube en forma de yunque se rompe. El caparazón del escarabajo volante se ilumina. 103.683 tiene miedo a resbalar por aquella superficie reluciente. Siente la misma sensación de impotencia que cuando se había encontrado frente a los Dedos, guardianes del confín del mundo.

Hay que regresar, es lo que hace comprender a su escarabajo.

Pero la lluvia va arreciando. Cada gota puede resultar mortal. Pesadas líneas de puntos suceden a gigantescas barras de cristal. Cualquier contacto con las alas del gran insecto resultaría fatal para ella.

El coleóptero siente pánico. Zigzaguea en medio de aquel bombardeo denso, intentándolo todo para pasar entre las gotas. 103.683 ya no controla nada. Simplemente se aferra con todas sus garras y ventosas de sus
puvilis
plantares. Todo va muy deprisa. Le gustaría cerrar sus ojos esféricos que ven simultáneamente todos los peligros, por delante, por detrás, por arriba, por abajo. Pero las hormigas no tienen párpados. ¡Ay! ¡Cuántas ganas tiene de regresar al nivel de los pulgones!

Una fina gotita perdida golpea a 103.683 de frente, aplastando sus antenas contra su tórax. El agua ahoga sus tallos receptivos y le impide sentir la sucesión de los acontecimientos.

Es como si le hubieran cortado el sonido. Ya sólo le queda la imagen y eso es más terrorífico todavía.

El gran escarabajo está extenuado.

Los zigzags entre las gotas-jabalina resultan más y más difíciles de realizar. Cada vez que el extremo de las alas se humedece, el conjunto volante pesa un poco más.

Esquivan por los pelos una gorda esfera de agua. El rinoceronte se inclina a 45° y vira para evitar una segunda más gorda todavía. Por los pelos. Pero el agua toca una pata, salta y salpica sus antenas.

Nuevo relámpago de luz. Detonación.

Durante una fracción de segundo, el animal volante pierde su percepción del mundo exterior. Es como si hubiera estornudado. Cuando recupera el control de su trayectoria es demasiado tarde. Se abalanzan directamente contra un pilar de agua cristalina que relumbra bajo los relámpagos del rayo.

El escarabeido frena poniendo sus dos alas en posición vertical. Pero van demasiado deprisa. Frenar a esa velocidad resulta imposible. Salen disparados en una cabriola que continúa en una serie de vueltas de campana hacia delante.

103.683 se aferra con tanta fuerza al caparazón de su corcel volador que sus garras llegan a traspasar la quitina. Sus antenas mojadas le golpean en los ojos y se le quedan pegadas.

Chocan una primera vez contra una pilastra de agua que los despide contra una línea de agua punteada. Están cubiertos de olas. Ahora tienen diez veces su peso original. Caen como una pera madura sobre la cubierta de ramitas de la Ciudad.

El rinoceronte estalla, con el cuerno partido y la cabeza en migajas. Sus élitros suben hacia el cielo como para seguir volando ellos solos. 103.683, hormiga ligera, sale indemne de la catástrofe. Pero la lluvia no le deja respiro. Se seca como puede las antenas y se abalanza hacia una entrada de la ciudad.

Aparece un orificio de aireación. Unas obreras lo han obstruido para proteger a la Ciudad de la inundación, pero 103.683 logra quitar el obstáculo. Dentro, unas guardianas la insultan. ¿No se da cuenta de que pone a la Ciudad en peligro? De hecho, tras ella avanza un pequeño arroyo. La soldado no se preocupa, sigue galopando mientras las albañiles se apresuran a cerrar la esclusa de seguridad.

Cuando se detiene, extenuada pero seca, una obrera compasiva le propone una trofalaxia. La liberada la acepta agradecida.

Los dos insectos se ponen cara a cara y empiezan a besarse en la boca, luego a regurgitar los alimentos que están enterrados en el fondo de su buche social. Calor, don de su cuerpo, todo cuanto ama.

Luego 103.683 se adentra por un túnel y toma diversas galerías.

50. Laberinto

Corredores sombríos y pasillos húmedos. En ellos flotaban tufos insólitos. En el suelo yacían trozos de alimentos putrefactos y desechos abigarrados. El suelo se pegaba a las patas, las paredes destilaban humedad.

Se formaban grupos de individuos. Vagabundos, mendigos, falsos músicos, verdaderos marginados se amontonaban en grupos nauseabundos.

Uno de ellos, con una blusa roja ajustada, se acercó con una sonrisa burlona clavada en su boca desdentada:

—O sea, que esta señorita se pasea completamente sola en el Metro. ¿No sabe que es peligroso? ¿No quiere un guardaespaldas?

Y reía burlón bailando en torno a ella.

Llegado el momento, Laetitia Wells sabía imponer respeto a los patanes. Endureció su mirada malva, el iris violeta pasó al rojo sangre lanzando un mensaje: «¡Largo!» El hombre se marchó rezongando:

—¡Anda por ahí, presumida! ¡Si te violan, te lo habrás ganado!

La técnica había funcionado en este caso pero no estaba escrito que resultara siempre. Si el Metro se había convertido en el único medio de circular correctamente, también era la madriguera de los depredadores de los tiempos modernos.

Llegó al andén y perdió por los pelos un convoy. Luego pasaron dos, tres en sentido contrario, mientras a su alrededor la multitud aumentaba, preguntándose si había una nueva huelga sorpresa o si algún imbécil había tenido la mala idea de suicidarse algunas estaciones más allá.

Por fin surgieron dos esferas de luz. Un rechinar de frenos en los límites del agudo le barrenó los tímpanos. El largo tubo de chapa pintada y herrumbrosa se desplegó sobre el andén, con toda suerte de pintadas: «Muerte a los imbéciles», «Mierda al que lo lea», «Babilonia, tu fin está cercano», «Fuck bastard crazy boys territory», por no hablar de los anuncios ni de los dibujos obscenos rápidamente esbozados con rotulador o a punta de navaja.

Cuando se abrieron las puertas, vio desolada que el vagón iba ya lleno a reventar. Caras y manos se aplastaban contra los cristales. Nadie parecía tener suficiente valor para pedir ayuda.

Ya no recordaba cuál era el motivo que impulsaba a todas aquellas gentes a ir todos los días, de forma voluntaria (e incluso pagando), a amontonarse en cantidades superiores a quinientas en una caja de latón caliente de unos pocos metros cúbicos. ¡Ningún animal sería lo bastante loco para ponerse por propia voluntad en semejante situación!

De entrada, Laetitia tuvo que soportar el aliento agrio de una vieja harapienta, los tufos de náusea de un chiquillo enfermo llevado en brazos por una señora que apestaba a perfume barato, y un albañil de sudor fétido. A su alrededor también había un señor muy elegante que trataba de acariciarle las nalgas, un revisor que exigía el billete, un parado que mendigaba unas monedas o vales de restaurante, y un guitarrista que se desgañitaba pese al alboroto.

Cuarenta y cinco niños de preparatoria aprovechaban el descuido general para intentar romper el
skai
de sus asientos con la punta de sus bolígrafos y una escuadra de soldados berreaban una canción. Los cristales estaban empañados por el vaho de aquellos centenares de respiraciones ininterrumpidas.

BOOK: El día de las hormigas
13.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ecstasy by Leigh, Lora
The Miller's Daughter by Margaret Dickinson
Asesinato en Bardsley Mews by Agatha Christie
The Possessions of a Lady by Jonathan Gash
Bittersweet Revenge by J. L. Beck