El discípulo de la Fuerza Oscura (24 page)

BOOK: El discípulo de la Fuerza Oscura
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Cilghal sacó un par de los trajes de apariencia mojada y escurridiza que llevaban los quarrens en el océano y entregó uno a Leia. Leia deslizó sus dedos sobre la tela. Parecía estar viva, y se la notaba pegajosa y resbaladiza al mismo tiempo. El diminuto entramado casi invisible de fibras se expandía y se contraía como si estuviera buscando la forma más adecuada a la criatura que se disponía a utilizarlo.

Cilghal le señaló una puerta del tamaño de la de un armario.

—Me temo que los compartimentos que usamos para cambiarnos no son muy espaciosos —dijo.

Leia entró y activó el bloqueo de la puerta detrás de ella mientras la luz azul verdosa se intensificaba dentro del pequeño recinto. Se desnudó y se puso el traje negro, sintiendo un cosquilleo en la piel cuando la tela se alteró y se ajustó a ella intentando adaptarse lo mejor posible a los contornos de su cuerpo. Cuando la sensación de que algo se estaba arrastrando sobre su piel se esfumó, Leia descubrió que el traje negro era la prenda más cómoda que había llevado en toda su vida: abrigaba pero era fresco, conseguía aislar del exterior aunque apenas pesaba nada, y producía una agradable sensación de grosor sin estorbar los movimientos en lo más mínimo.

Leia salió del compartimiento y vio que Cilghal estaba esperándola al lado de la puerta con el traje submarino ya puesto. Cilghal colocó un propulsor acuático sobre los hombros de Leia sin decir una palabra, y después recogió su larga cabellera en una redecilla improvisada.

—Supongo que aquí no tienen mucha necesidad de redecillas para el pelo, ¿verdad? —dijo Leia mientras contemplaba la lisa cúpula salmón y verde aceituna que era la cabeza de Cilghal y los cráneos totalmente desnudos de los quarrens.

Cilghal emitió un sonido que Leia sospechó podía ser una carcajada y la llevó hasta uno de los campos de acceso. Cilghal sumergió sus grandes manos.aleta en una urna burbujeante que había al lado de un orificio redondo donde se veía la débil iridiscencia estática de la energía que mantenía a raya al océano de Calamari, sacó de ella una lámina traslúcida que se doblaba y curvaba entre sus dedos y la alzó ante su rostro. El agua goteó de la superficie del objeto, siseando con un hervor de burbujas diminutas.

—A veces los humanos la encuentran un poco desagradable —dijo Cilghal—. Le pido disculpas.

Después colocó la masa gelatinosa sobre la boca y la nariz de Leia sin más advertencia previa aparte de sus palabras. La membrana estaba fría y mojada, y se pegó a sus mejillas y su piel. Leia se envaró y trató de quitársela sintiéndose bastante alarmada, pero aquella extraña gelatina ya había quedado firmemente adherida a su cara.

—Relájese y podrá respirar —dijo Cilghal—. El simbionte actúa como filtro extractor del oxígeno que hay en el agua del mar, y puede seguir haciéndolo durante semanas.

Leia estaba empezando a necesitar desesperadamente un poco de aire. Hizo una profunda inspiración y descubrió que podía inhalar un aire muy limpio que olía a ozono. El oxígeno puro llenó sus pulmones, y cuando dejó escapar el aliento lentamente vio que las burbujas atravesaban la membrana del simbionte sin ninguna dificultad.

Cilghal aplicó un segundo simbionte a su rostro anguloso y después incrustó un diminuto micrófono en la blanda gelatina antes de colocarse un receptor dentro de la oreja.

A continuación entregó a Leia otro par de aquellos diminutos artefactos de comunicación. El micrófono entró en la membrana gelatinosa como si fuera a atravesarla, pero el simbionte enseguida se cerró a su alrededor dejándolo firmemente sujeto. Leia se puso la unidad receptora dentro de la oreja y enseguida oyó con toda nitidez la voz de Cilghal.

—Debe procurar articular con mucha claridad las palabras, pero el sistema proporciona una comunicación muy satisfactoria —dijo Cilghal.

Cilghal la cogió del brazo. Leia pudo sentir el contacto de los dedos de la embajadora, y la sorprendente rejilla del traje le transmitió hasta el último detalle táctil del roce de sus manos palmeadas. Atravesaron el campo de contención juntas y se zambulleron en las profundidades de los océanos de Calamari.

Mientras surcaban velozmente las aguas Leia sintió corrientes cálidas en su frente y alrededor de sus ojos. El simbionte le proporcionaba un suministro de aire continuo y regular, y la extraña tela de aquel traje submarino la mantenía caliente, seca y muy cómoda. Algunos mechones de su cabellera habían escapado de la redecilla improvisada, y bailaban lentamente alrededor de su cabeza mientras avanzaba por las profundidades.

La resplandeciente metrópolis invertida de la Ciudad de la Espuma Vagabunda flotaba detrás de ellas como una gigantesca criatura subacuática con miles de siluetas diminutas agitándose a su alrededor. Leia bajó la mirada hacia el lecho marino y pudo ver resplandores anaranjados y pequeñas ciudades cubiertas con cúpulas que indicaban los lugares en los que los quarrens estaban llevando a cabo sus trabajos de extracción minera de la corteza oceánica. La luz se volvía un poco lechosa por encima de su cabeza al filtrarse a través de las olas que eran agitadas incesantemente por las tormentas.

Leia se mantenía lo más cerca posible de Cilghal mientras sus propulsores las hacían avanzar dejando un chorro de burbujas a su espalda. Cilghal acabó moviendo una mano para señalar una hendidura que se abría en la corteza oceánica y que estaba rodeada por macizos de coral y los tallos rojos y marrones de algas marinas que ondulaban lentamente de un lado a otro.

—Vamos al banco de conocimientos calamariano —le explicó la voz de Cilghal por el diminuto receptor.

Siguieron avanzando en zigzag en el laberinto de protuberancias rocosas recubiertas por las lentas esculturas de los corales y los zarcillos finos como cabellos de las plantas de las profundidades. La velocidad con que se movía el agua se incrementó a medida que los muros de roca iban canalizando las pequeñas corrientes. Bancos de peces multicolores iban y venían por encima de sus cabezas y a su alrededor, y servían de alimento a peces de mayor tamaño que se lanzaban sobre ellos, engullían su presa y volvían rápidamente para seguir alimentándose.

Leia miró hacia delante y vio un gran lecho de conchas, enormes moluscos de caparazones muy lisos y de apariencia casi lustrosa que tendrían un metro de diámetro cada uno. Los caparazones parecían emanar un débil resplandor iridiscente.

Cilghal desconectó su propulsor de repente y Leia la dejó atrás, pasando junto a ella a la velocidad de un cohete antes de que lograra apagar sus toberas. Cilghal empezó a mover sus grandes pies para impulsarse hacia el fondo con suaves movimientos deslizantes.

Leia intentó no quedarse muy atrás mientras se iban aproximando a los enormes moluscos. Cilghal siguió moviendo lentamente los pies para mantener su posición contra la corriente y extendió los brazos a los lados mientras se inclinaba sobre el más grande de los caparazones que formaban la primera hilera del lecho de moluscos. Después empezó a canturrear, produciendo un sonido muy extraño que pareció crear una vibración en las aguas al mismo tiempo que surgía del circuito receptor introducido en la oreja de Leia.

—Tenemos preguntas —dijo Cilghal dirigiéndose a las conchas gigantes—. Solicitamos acceso al conocimiento que ha sido almacenado aquí en la gran acumulación de memorias. Debemos saber si tenéis las respuestas que andamos buscando.

La valva superior del enorme molusco se abrió con un leve crujido. La grieta casi imperceptible que había entre las dos mitades del caparazón se fue haciendo más y más grande y de repente un chorro de luz dorada brotó de ella, como si el tesoro de la claridad solar hubiera sido capturado y mantenido prisionero dentro de aquellas gruesas valvas impenetrables.

Leia estaba tan asombrada que no pudo decir nada. Las dos valvas siguieron separándose cada vez más, y por fin pudo distinguir la blanda masa carnosa que contenían. Leia vio que las protuberancias y circunvoluciones formaban algo más que el cuerpo de un molusco, y comprendió que estaba contemplando los contornos de un cerebro enorme que latía sin cesar y del que emanaba una potente claridad amarilla.

Los oídos de Leia captaron un lento tamborileo transmitido por el agua, y Cilghal se volvió hacia ella.

—Responderán —dijo.

Leia vio cómo hilera tras hilera de moluscos iban abriendo sus caparazones, derramando rayos de una cálida claridad en la angosta cañada subacuática y revelando las enormes masas llenas de surcos y profundas arrugas de otros cerebros colosales.

—Nunca se mueven —dijo Cilghal—. Esperan y escuchan. Están al corriente de todo lo que ocurre en este planeta... y nunca olvidan nada.

Cilghal inició una larga comunión ritual con el banco de conocimientos de los moluscos en un lenguaje lento e hipnótico. Leia siguió flotando junto a ella y la observó, perpleja y un poco inquieta.

Cilghal acabó retrocediendo, moviendo sus manos-aleta hacia adelante y hacia atrás mientras se alejaba lentamente del banco. Los moluscos cerraron sus conchas y ocultaron la luz dorada que había disipado las sombras del desfiladero subacuático.

La repentina oscuridad que había vuelto a adueñarse de las profundidades hizo que Leia apenas pudiera ver nada, pero las palabras de la embajadora le llegaron con toda nitidez a través del receptor de su oreja.

—Me han dicho dónde podemos encontrarle.

Leia no pudo detectar ninguna emoción en la voz firme y serena de Cilghal, pero sintió que una punzada de excitación recorría todo su cuerpo.

Se dieron la vuelta para empezar a subir, y Leia volvió la mirada hacia el borde de la cañada..., y se quedó paralizada al ver una silueta tan esbelta y letal como una nave de ataque imperial suspendida encima de ella. Era una gigantesca criatura viva con un cuerpo muy largo en forma de bala, aletas con protuberancias espinosas y una boca llena de colmillos. A cada lado de la boca brotaba un manojo de tentáculos que se movían lentamente, y cada tentáculo terminaba en un par de pinzas cuyos bordes interiores estaban tan afilados como navajas de afeitar.

Leia empezó a nadar frenéticamente hacia atrás, pero Cilghal la agarró por el hombro y tiró de ella haciéndola bajar.

—Un krakana —dijo.

El monstruo pareció percibir las burbujas provocadas por la agitación de Leia. El jadeo de terror que escapó de los labios de Leia hizo que el simbionte emitiera un chorro de burbujas, pero Cilghal seguía sujetándola con firmeza impidiéndole moverse.

—¿Nos atacará? —murmuró Leia por el micrófono.

—Lo hará si nos detecta —respondió Cilghal—. El krakana es capaz de comer cualquier cosa.

—¿Entonces qué... ? —empezó a decir Leia. —No nos encontrará.

Cilghal parecía excesivamente tranquila. Los peces se alejaban frenéticamente de la silueta en forma de torpedo del depredador, pero Cilghal daba la impresión de estar concentrándose.

—No, se alimentará con ese pez de ahí... —dijo Cilghal moviendo una de sus grandes manos-aleta—. El kieler de las rayas azules y amarillas será su presa. Después se lanzará sobre ese pez anaranjado más pequeño del centro del banco. Para aquel entonces los otros peces ya habrán huido, y el krakana seguirá su camino. Entonces podremos marcharnos.

—¿Cómo sabe todo eso? —preguntó Leia, agarrándose a un promontorio de coral que sobresalía al lado del abismo.

—Lo sé —dijo Cilghal—. Es una pequeña habilidad que poseo.

Leia contempló con horrorizada fascinación cómo el krakana salía disparado hacia delante, surgiendo inesperadamente desde abajo y desplegando su masa de tentáculos para atrapar al kieler de rayas azules y amarillas, haciéndolo pedazos antes de llenarse la boca repleta de colmillos con ellos.

Cuando el monstruo hubo conseguido capturar al pez anaranjado, el resto del banco ya se había esfumado en los rincones ocultos de la hendidura o había huido a las inmensas extensiones de aguas abiertas del océano. El krakana se alejó lentamente y reanudó su incesante deambular por las profundidades, siempre en busca de un nuevo alimento.

Leia miró a Cilghal, asombrada ante aquella extraña capacidad presciente de la que acababa de dar muestra, pero la embajadora calamariana se limitó a apretarle suavemente el brazo antes de volver a conectar su mochila propulsora.

—Ahora debemos ir en busca de Ackbar —dijo.

16

Leia y Cilghal se acercaron un poco más a la agitada superficie del océano después de haber pasado varias horas deslizándose bajo las olas. Los árboles marinos de troncos coriáceos recorridos por vetas iridiscentes de tonos azules y rojos que se alzaban a su alrededor ondulaban en la corriente, agitados por la tempestad que seguía desencadenándose sobre las aguas.

Los grandes tallos-tronco de los árboles marinos formaban un bosque en continuo movimiento alrededor de ellas, y en la espesura había miles de peces de formas extrañas, crustáceos y criaturas con tentáculos. La gran mayoría era de pequeñas dimensiones, pero otros proyectaban sombras enormes mientras iban y venían por entre los troncos alimentándose con los frutosvejiga llenos de aire que mantenían a flote toda aquella densa masa de vegetación.

—Cuando Ackbar era más joven tenía una pequeña morada en los bosques de árboles marinos —dijo Cilghal—. Los peces han detectado su regreso. Su memoria no retiene los acontecimientos durante mucho tiempo, pero han ido pasando la noticia de una criatura a otra hasta que llegó al banco de conocimientos de los moluscos.

Leia llevaba tanto rato nadando que empezaban a dolerle los brazos y las piernas a pesar de que la maravillosa tela de aquel traje también parecía ser capaz de revitalizar sus músculos.

—Lo único que quiero es hablar con él —dijo.

No tardó en ver alzarse ante ella una esfera hecha de plastiacero recubierta de algas y helechos que habían ido creciendo poco a poco alimentados por la corriente que se deslizaba incesantemente sobre la estructura. Grandes válvulas de equipos para la recirculación del agua, sistemas desalinizadores y mirillas redondas puntuaban los espacios abiertos en las curvaturas de los muros, y había una cubierta que parecía tan limpia y reluciente como si se la hubiese frotado hacía poco. La masa oval de un sumergible blanco provisto de una masa de brazos articulados oscilaba lentamente al final del cable que la unía a un extremo de la cubierta.

Leia emergió a la superficie bajo el azote del viento y la lluvia sin dejar de respirar ni un momento a través de su simbionte. Cilghal tiró de su brazo indicándole que debía volver a sumergirse.

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