—¿Sí? ¿Es usted un vendedor? Hay una ordenanza de Beverly Hills contra las ventas a domicilio.
Mal comprendió que ella sabía que no era un vendedor. —Soy de la Fiscalía de Distrito.
—¿Beverly Hills?
—Ciudad de Los Ángeles.
Claire de Haven sonrió como una estrella de cine.
—¿Imprudencias peatonales al cruzar la calle?
Aplomo de polizonte. Mal supo que ella lo había calado como el tipo bueno del interrogatorio López-Duarte-Benavides.
—La ciudad necesita su ayuda.
La mujer rió con elegancia y mantuvo la puerta abierta.
—Entre y hábleme de ello, señor…
—Considine.
Claire repitió el nombre y se hizo a un lado, Mal entró en un amplio salón decorado con motivos florales: sofás con gardenias, sillas con orquídeas, mesitas con incrustaciones de margaritas de madera. Las paredes estaban cubiertas de escenas cinematográficas tomadas de películas antinazis populares a finales de los 30 y principios de los 40. Mal se acercó a una ostentosa escena de
El alba de los justos
: un ruso noble enfrentado a un camisa negra babeante que empuñaba una Luger. El sol aureolaba al chico bueno; el alemán estaba sumido en la oscuridad. Bajo la mirada de Claire de Haven, Mal devolvió el golpe:
—Sutil.
Claire rió.
—Artístico. ¿Es usted abogado, señor Considine?
Mal se volvió. La Reina Roja sostenía un vaso con hielo y un líquido claro. No captó olor a ginebra y apostó a que sería vodka: más elegante, no dejaba aliento a alcohol.
—No, soy investigador de la División del Gran Jurado. ¿Puedo sentarme?
Claire señaló dos sillas ante una mesa de ajedrez.
—Me estoy preparando para esto —dijo—. ¿Quiere café o quizás una copa?
—No —rechazó Mal, sentándose. La silla estaba tapizada en cuero, las orquídeas eran de seda bordada.
Claire de Haven se sentó delante y cruzó las piernas.
—Usted está loco si cree que informaré. No lo haré, mis amigos no lo harán, y tendremos los mejores abogados.
Mal restó importancia a los tres mexicanos.
—Señorita De Haven, ésta es sólo una entrevista preliminar. Mi compañero y yo nos equivocamos al hablar de ese modo con sus amigos de Variety International, nuestro jefe está enfadado y nos han cortado los fondos. Cuando preparamos los informes iniciales sobre la UAES, con material antiguo del HUAC, no encontramos su nombre en ningún lugar, y todos sus amigos parecían… bien… bastante doctrinarios. Decidí seguir una corazonada y presentarle mi caso, esperando que usted mantenga una actitud abierta y vea aspectos razonables en lo que voy a decirle.
Claire de Haven sonrió y bebió un sorbo.
—Habla usted muy bien para ser policía.
Mal pensó: y tú le das al vodka por la mañana y follas con malandrines mexicanos.
—Estudié en Stanford, y fui mayor de la Policía Militar en Europa. Contribuí a acumular pruebas contra criminales de guerra nazis. Como usted verá, siento alguna afinidad con esos pósters que tiene en la pared.
—Y además irradia comprensión. Y ahora lo han empleado los estudios, porque es más fácil cazar comunistas que pagar sueldos decentes. Dividirá, conquistará, logrará que la gente informe e introducirá especialistas. Y sólo causará dolor.
De la provocación al insulto en medio segundo. Mal trató de parecer dócil, pensando que podía vencerla si mostraba los dientes, pero la dejó ganar.
—Señorita De Haven, ¿por qué la UAES no hace huelga para lograr sus exigencias contractuales?
Claire bebió un lento sorbo.
—Los Transportistas entrarían y se quedarían adentro como empleados temporales.
Una buena apertura; una última oportunidad de jugar al buen chico antes de retirarse, publicar artículos en los periódicos e infiltrar a alguien.
—Me alegra que usted mencione a los Transportistas, porque me preocupan. Si este gran jurado tiene éxito, y dudo que lo tenga, el próximo paso lógico sería una medida extorsiva contra los Transportistas. Están plagados de elementos criminales tanto como la izquierda norteamericana está infiltrada por los comunistas.
Claire de Haven no mordió el anzuelo. Miró a Mal, deteniendo los ojos en la automática que llevaba sujeta al cinturón.
—Expone usted el caso con inteligencia. Estilo doctoral, como el que aprendió en sus clases de composición de Stanford.
Mal pensó en Celeste para alimentar su indignación.
—Señorita De Haven, vi Buchenwald, y sé que lo que está haciendo Stalin es igualmente malo. Queremos llegar al fondo de la influencia comunista totalitaria en la industria cinematográfica y dentro de la UAES, terminar con ella, impedir que los Transportistas les den una buena tunda y establecer, mediante testimonios, una línea de demarcación entre la agresión propagandística comunista y la actividad política izquierdista legítima. —Una pausa, hombros encogidos, un ademán que indicaba frustración—. Señorita De Haven, soy policía. Reúno pruebas para encerrar a ladrones y asesinos. No me gusta este trabajo, pero creo que es preciso hacerlo y voy a hacerlo bien. ¿Entiende?
Claire tomó cigarrillos y un encendedor de la mesa. Encendió el cigarrillo. Fumó mientras Mal echaba un vistazo al cuarto, burlonamente afligida de haberlo alterado. Al fin dijo:
—O usted es muy buen actor o se ha enredado con hombres muy malos. ¿En qué situación se encuentra? De verdad, lo ignoro.
—No sea paternalista.
—Lo lamento.
—No, no lo lamenta.
—De acuerdo, no lo lamento.
Mal se levantó y caminó por el cuarto, explorando el terreno para su señuelo. Vio una biblioteca con varias fotografías, examinó un anaquel y vio una hilera de jóvenes apuestos. La mitad eran del tipo de amante latino, pero López, Duarte y Benavides no estaban. Recordó el comentario de López a Lesnick: Claire era la única gringa que conocía que se la había mamado, y se sentía culpable porque sólo las rameras lo hacían, y ella era su madona comunista. En un anaquel había un solitario retrato de Reynolds Loftis. Su rectitud anglosajona daba un toque de incongruencia. Mal se volvió hacia Claire.
—¿Sus conquistas, señorita De Haven?
—Mi pasado y mi futuro. Mis pecados de juventud, amontonados; mi prometido, a solas.
Chaz Minear había sido explícito en cuanto a Loftis: qué hacían con pelos y señales. Mal se preguntó cuánto sabría esa mujer acerca de ellos, si ni siquiera sospechaba que Minear había delatado a su futuro esposo al HUAC.
—Es un hombre afortunado.
—Gracias.
—¿No es actor? Creo que llevé a mi hijo a ver una película donde él actuaba.
Claire apagó el cigarrillo, encendió otro y se alisó la falda.
—Sí, Reynolds es actor. ¿Cuándo vieron la película usted y su hijo?
Mal se sentó, calculando las fechas.
—Después de la guerra, creo. ¿Por qué?
—Quisiera señalar algo, mientras hablamos de manera civilizada. Dudo que sea usted tan sensible como pretende, pero si me equivoco quisiera darle un ejemplo del dolor que ustedes causan.
Mal señaló el retrato de Loftis con el pulgar.
—¿Su prometido?
—Sí. Usted tal vez vio la película en una sala de reestreno. Reynolds fue un actor de mucho éxito en los 30, pero el HUAC de California se ensañó con él cuando se negó a testificar en los 40. Muchos estudios no lo aceptaron a causa de sus tendencias políticas, y sólo consiguió trabajo en Poverty Row, adulando a un hombre espantoso llamado Herman Gerstein.
Mal se hizo el tonto.
—Pudo haber sido peor. En el 47 muchas personas figuraron en la lista negra del HUAC. A su prometido pudo haberle pasado lo mismo.
—Estuvo en la lista negra —gritó Claire—. ¡Y apuesto a que usted lo sabe!
Mal se sobresaltó; creía haberla convencido de que él no sabía nada de Loftis. Claire bajó la voz.
Tal vez usted lo sabía. Reynolds Loftis, señor Considine. Sin duda usted sabe que está en la UAES.
Mal se encogió de hombros para disimular su mentira.
—Cuando usted nombró a Reynolds, me imaginé que sería Loftis. Sabía que era un actor, pero nunca había visto una foto. Mire, le diré por qué me sorprendí. Un viejo izquierdista nos dijo, a mi compañero y a mí, que Loftis era homosexual. Ahora usted me dice que es su prometido.
Claire entornó los ojos; durante medio segundo pareció una arpía al acecho.
—¿Quién le dijo eso?
Mal volvió a encogerse de hombros.
—Un fulano que iba a buscar mujeres a los picnics del Comité de Sleepy Lagoon. No recuerdo su nombre.
De arpía al acecho a manojo de nervios; las manos de Claire temblaban, las piernas le tiritaban, rozando la mesa. Mal le escrutó los ojos y le pareció que se reducían, como si hubiera mezclado algún fármaco con el vodka. Pasaron unos lentos segundos, Claire recuperó la calma.
—Lo lamento. Oír hablar así de Reynolds me ha contrariado. Mal pensó: no ha sido eso, sino Sleepy Lagoon.
—Lo siento, no tenía que haberlo mencionado.
—Entonces, ¿por qué lo hizo?
—Porque es un hombre afortunado.
La Reina Roja sonrió.
—Y no sólo por mí. ¿Me permite terminar de explicar lo que iba a decirle?
—Desde luego.
—En el 47 —continuó Claire— alguien mencionó a Reynolds al HUAC. Rumores e insinuaciones, pero lo pusieron en la lista negra. Fue a Europa y trabajó en producciones artísticas experimentales dirigidas por un belga que había conocido en Los Ángeles durante la guerra. Todos los actores usaban máscara, las películas causaron gran conmoción, y Reynolds les infundía vitalidad con su actuación. Incluso ganó la versión francesa del Oscar en el 48, y llegó a trabajar con muchos cineastas europeos. Ahora los verdaderos estudios de Hollywood le ofrecen verdadero trabajo a cambio de una verdadera paga, lo cual terminará si Reynolds comparece ante otro comité o gran jurado o parodia de tribunal o como ustedes lo llamen.
Mal se levantó y miró hacia la puerta.
—Reynolds jamás les dará nombres —concluyó Claire—. Yo jamás daré nombres. No arruine el éxito que él ha recobrado. No me arruine a mí.
Suplicaba con elegancia. Mal hizo un ademán que abarcaba la tapicería de piel, las cortinas de brocado y una pequeña fortuna en seda bordada.
—¿Cómo concilia su ideal comunista con todo esto?
La Reina Roja sonrió. De suplicante a musa.
—Mis buenas obras me permiten una dispensa para cosas bonitas.
Una línea final estelar.
Mal regresó al coche y encontró una nota bajo los limpiaparabrisas:
«Capitán, saludos. Herman Gerstein llamó a Ellis con una queja. Un detective del Departamento del sheriff está molestando en Variety International (homicidio de un homosexual). Debemos convencer al muchacho de que desista. Oficina de Hollywood Oeste cuando termines con C.d.H., por favor. D.S.»
Mal condujo hacia allá irritado por tener que cumplir con un encargo idiota cuando debía organizar la siguiente maniobra del equipo: noticias por radio y en los periódicos para convencer a la UAES de que el gran jurado estaba
kaput
. Vio el Ford de Dudley Smith en el aparcamiento, dejó su coche al lado y entró. Dudley estaba de pie junto a la recepción, hablando con un capitán uniformado. Detrás de la centralita, una muchacha escuchaba descaradamente, jugueteando con el auricular que llevaba en el cuello.
Dudley lo vio y lo llamó con el dedo. Mal se acercó y tendió la mano al oficial.
—Mal Considine, capitán.
El hombre le estrechó la mano con fuerza.
—Al Dietrich. Es bueno conocer a un par de muchachos de la ciudad que parecen seres humanos. Le estaba pidiendo al teniente Smith que no juzgara con severidad al agente Upshaw. Tiene muchas ideas nuevas sobre el procedimiento, y es un poco impetuoso, pero básicamente tiene madera de buen policía. A los veintisiete años ya es detective. Prometedor, ¿no?
Dudley soltó una carcajada resonante.
—La sagacidad y la ingenuidad son una potente combinación en los jóvenes. Malcolm, nuestro amigo está trabajando en el asesinato de un homosexual en el condado relacionado con dos homicidios en la ciudad. Parece obsesionado como sólo un policía joven podría estarlo. ¿Le daremos al joven una delicada lección de etiqueta policial y prioridades?
—Una breve lección —masculló Mal, volviéndose a Dietrich—. Capitán, ¿dónde está Upshaw ahora?
—En una sala de interrogatorios, por allá. Dos de mis hombres capturaron esta mañana a un sospechoso de robo, y Danny lo está exprimiendo. Vamos, les indicaré el camino. Pero déjenlo terminar.
Los condujo por la sala de reuniones hasta un corredor corto que daba a cubículos con cristal unidireccional. La estática crujía en el altavoz de la pared, sobre la última ventanilla a la izquierda.
—Escuchen —dijo el capitán Dietrich—. El muchacho es bueno. Y trátenlo con suavidad. Tiene un temperamento fuerte y me gusta.
Mal fue hacia el espejo, adelantándose a Dudley. Al mirar a la sala, vio a un delincuente que había capturado antes de la guerra. Vincent Scoppettone, un pistolero de Jack Dragna, estaba sentado a una mesa atornillada al suelo, las manos esposadas a una silla también inamovible. El agente Upshaw estaba de espaldas al espejo y sacaba agua de una nevera. Scoppettone se movía en la silla, empapado de sudor en las piernas y los sobacos.
Dudley lo reconoció.
—Ah, el grandioso Vincent. Oí decir que este muchacho descubrió que una amiga estaba repartiendo sus favores en otra parte y le metió una calibre 12 en el canal del amor. Debe haber sido engorroso, pero rápido. ¿Sabes la diferencia entre una abuela italiana y un elefante? Diez kilos y un vestido negro. ¿No es grandioso?
Mal lo ignoró. La voz de Scoppettone salía por el altavoz con una fracción de segundo de diferencia con el movimiento de los labios.
—Los testigos presenciales no significan nada. Tienen que estar vivos para testificar. ¿Entiendes?
El agente Upshaw dio media vuelta, empuñando un vaso de agua. Mal vio a un joven de tamaño mediano y rasgos regulares, ojos castaños y duros, cabello castaño cortado al cepillo, cicatrices de cortes en la tez pálida, barba crecida. Parecía ágil y musculoso, y algo en él le recordaba a los chicos guapos de las fotos de Claire de Haven. Tenía una agradable voz de barítono.
—Entierra el hacha, Vincent. Comunión. Confesión.
Requiescat in pace
.
Scoppettone tragó agua, escupió y se relamió los labios.