El gran desierto (21 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El gran desierto
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Danny pensó en el 2307, los restos de vómito entre la sangre.

—¿Las mordeduras en el estómago?

—No humanas pero humanas —dijo Layman—. Encontré saliva cero positivo y jugo gástrico humano en las heridas, pero las dentelladas eran demasiado frenéticas y estaban demasiado superpuestas para sacar moldes. Tengo tres cortes de dientes individuales, demasiado grandes para atribuirlos a un molde dental humano y demasiado desgarrados para identificarlos con métodos forenses. Además encontré un grumo de empaste dental en una herida. Usa postizos, Danny. Muy probablemente, encima de sus propios dientes. Podrían ser de acero o de otro material sintético, podrían ser dientes sacados de cadáveres de animales. Y ha hallado un modo para mutilar a las víctimas con ellos y tragar. No son humanos. Sé que esto no suena profesional, pero creo que este hijo de perra tampoco es humano.

14

Ellis Loew celebró la ceremonia en su oficina, con Mal y Dudley Smith como testigos oficiales.

Buzz Meeks se plantó junto a la mesa con la mano derecha alzada; Loew recitó el juramento:

—Turner Meeks, ¿juras por Dios cumplir leal y conscientemente los deberes de investigador especial de la División Gran Jurado de la Fiscalía de Distrito de la ciudad de Los Ángeles, defendiendo las leyes de este municipio, protegiendo los derechos y la propiedad de sus cuidadazos?

—Claro —dijo Buzz Meeks. Loew le entregó un documento de identidad que incluía el fotóstato de la licencia y la placa de la Fiscalía. Mal se preguntó cuánto le pagaría Howard Hughes a ese canalla, y calculó que no menos de tres mil.

Dudley se reunió con Meeks y Loew en un círculo de espaldas insultantes; Mal abonaba un viejo rumor que aún circulaba: Meeks creía que Mal era responsable del tiroteo que le había ganado su pensión; Jack D. había fallado y había olvidado sus rencores cuando el policía de Oklahoma dejó de pertenecer al Departamento. Que lo creyera. Cualquier cosa con tal de mantener a su nuevo colega a la mayor distancia posible entre dos policías que trabajaban en el mismo caso.

Y Dudley.

Y quizá también Loew.

Mal miró mientras los tres brindaban con Glenlivet en vasos de cristal. Llevó su libreta hasta el extremo de la mesa mientras Meeks y Dudley intercambiaban frases y Ellis lo miraba con el ceño fruncido, aunque dando a entender que su enfado era sólo temporal. Mal pensó: él debería estar en deuda conmigo, ahora yo estoy en deuda con él. Cogió la pluma para garabatear, le palpitaron los nudillos. Supo que Loew tenía razón.

Después del episodio con Celeste, había andado sin rumbo hasta que se le hinchó la mano. El dolor brutal echaba a perder todos los planes de consolar a su hijo. Fue al Central, mostró la placa y recibió un tratamiento especial: una inyección que lo remontó a más altura que diez cometas. Le arrancaron fragmentos de dientes de los dedos, lo limpiaron, suturaron y vendaron. Llamó a casa y habló con Stefan, farfullando explicaciones: por qué lo había hecho, cómo Celeste lo había herido aún más, que ella los quería separar para siempre. El chico, aturdido y desconcertado, había tartamudeado detalles acerca de la cara ensangrentada de Celeste, pero había terminado la conversación llamándolo «Papá» y diciendo «Te quiero».

Y esa pequeña inyección de esperanza le hizo pensar como policía. Llamó a Ellis Loew, le contó lo ocurrido, avisó que habría abogados y una batalla por la custodia, que no debía permitir que Celeste presentara cargos y obtuviera una ventaja. Loew tomó las riendas. Fue hasta la casa y condujo a Celeste al Hollywood Presbyterian, donde les esperaba el abogado de ella. El hombre fotografió la cara magullada y ensangrentada; Loew lo convenció de que Celeste no presentara cargos contra un oficial de la Fiscalía de Distrito, amenazando con represalias, prometiendo no interceder en el caso de custodia si aceptaba. Llegaron a un acuerdo; arreglaron la nariz rota de Celeste y dos cirujanos dentales le repararon las encías y la dentadura casi destrozada. El furioso Loew llamó al teléfono público donde él esperaba y dijo: «Arréglate solo con el chico. Nunca me pidas otro favor.»

Mal regresó a casa y encontró a Stefan dormido, el aliento le olía al sedante europeo de Celeste, ginebra y leche caliente. Besó la mejilla del chico, trasladó una maleta llena de ropa y fichas de Lesnick a un motel en la esquina de Olympic y Normandie, pidió a una mujer policía que conocía que echara una ojeada a Stefan una vez al día, durmió bajo efecto de los sedantes en una cama extraña y despertó pensando en Franz Kempflerr.

No podía dejar de pensar en él, y ninguna racionalización le indicaba que Celeste fuera una embustera. En cambio hizo varias llamadas para conseguir un abogado: Jake Kellerman, un pragmático que afirmó la conveniencia de postergar el juicio por la custodia hasta que el capitán Considine fuera un héroe. Kellerman le aconsejó que se mantuviera alejado de Celeste y Stefan, dijo que pronto lo llamaría para elaborar una estrategia, y lo dejó solo con su resaca de Demerol, los nudillos doloridos y la certeza de que debía tomarse el día libre y mantenerse alejado de su jefe.

Aún no podía olvidar a Kempflerr.

Revisó las fichas de Lesnick sólo para distraerse. Estaba acumulando datos sobre Claire de Haven, y cada detalle lo excitaba; sabía que el interrogatorio directo quedaba excluido por el momento, y que ante todo debían organizar una operación. Aun así, reconstruir el pasado de esa mujer resultaba estimulante, y cuando dio con un dato que había pasado por alto —Mondo López alardeando ante el psiquiatra acerca de un vestido que había robado para Claire cuando ella cumplió treinta y tres años en mayo del 43, con lo cual tenía exactamente la edad de Mal—, decidió ir a investigar en la biblioteca pública en compañía de la mujer y el nazi.

Revisó microfilmes durante horas, olvidando al alemán, concentrándose en la mujer.

Buchenwald liberada, los juicios de Nuremberg, los nazis más importantes afirmando que sólo obedecían órdenes. La increíble brutalidad mecanizada. Sleepy Lagoon, una buena causa defendida por mala gente. La corazonada de que el debut de Claire de Haven había figurado en las páginas de sociedad; confirmación: verano de 1929, Claire, diecinueve años, en Las Madrinas Ball, una desvaída foto en blanco y negro donde apenas se veía quién era.

Con Kempflerr eclipsado por Göring, Ribbentrop, Dönitz y Keitel, la mujer cobró más fuerza. Llamó a circulación y obtuvo el permiso de conducir de Claire. Fue hasta Beverly Hills y vigiló la mansión estilo español. A las dos horas, Claire salió de la casa. Su foto era apenas un reflejo de la belleza hecha realidad. Era elegante, pelo castaño con mechones grises. La cara era de belleza natural con todo lo que el dinero podía comprar, pero revelaba carácter. Mal siguió el Cadillac hasta la Villa Frascati; Claire comió con Reynolds Loftis, un tipo envarado que él había visto en varias películas. Se tomó una copa en el bar mientras los observaba: el actor bisexual y la Reina Roja se cogieron las manos y se besaron varios minutos; sin duda eran amantes. Mal recordó las palabras de Loftis a Lesnick: «Claire es la única mujer que amé de veras.» Sintió celos.

Pusieron vasos y ceniceros en la mesa; Mal apartó los ojos de sus garabatos —esvásticas y nudos de horca— y vio que los demás cazadores de rojos lo miraban. Dudley le acercó un vaso limpio y la botella. Mal se la devolvió y dijo:

—Teniente, echaste a perder lo de los mexicanos. Esto es oficial. No debe haber interrogatorios directos hasta que Meeks consiga algún material criminal tangible que podamos usar como amenaza. Insisto en que nos dediquemos exclusivamente a izquierdistas al margen de la UAES, los convirtamos en testigos voluntarios, obtengamos información y coloquemos un señuelo en cuanto lo encontremos. Debemos protegernos de los mexicanos publicando algún artículo en los periódicos. Los amigos de Ed Satterlee, Victor Reisel y Walter Winchell, odian a los comunistas, y probablemente la UAES los lee. Algo como esto: «El equipo del gran jurado designado para investigar la influencia roja en Hollywood se encuentra frenado por falta de fondos y las discusiones políticas internas.» Cada rojo de la UAES sabe qué ocurrió el otro día en Variety International. Opino que debemos taparlo por ahora para que lo olviden.

Todas las miradas estaban sobre el irlandés; Mal se preguntó si recogería el guante ante dos testigos de una lógica irrefutable.

—Sólo puedo pedir disculpas, Malcolm —dijo Dudley—. Tú fuiste prudente, pero yo actué con tozudez y me equivoqué. Sin embargo creo que deberíamos presionar a Claire de Haven antes de pasar al trabajo clandestino. Es la clave para denunciar a los dirigentes, no tiene experiencia con grandes jurados, y si la dominamos desmoralizaremos a todos esos hombres enamorados que cuentan con tantas excusas tristes. Nunca ha tenido problemas con la policía, y creo que es posible que ceda.

Mal rió.

—La estás subestimando. Y supongo que quieres hacerla ceder tú.

—No, muchacho, creo que deberías ser tú. De todos nosotros, eres el único que al menos tiene cierto idealismo. Eres un policía bondadoso, aunque con una vena cruel. La aplastarás con ese gancho de derecha que tienes, según me han dicho.

—Yo no —intervino Ellis Loew, mirando con dureza a Mal. Buzz Meeks bebía scotch. Mal hizo una mueca, preguntándose cuánto sabía Dudley.

—Es un juego imbécil, teniente. Lo echaste a perder una vez, y ahora me pides que lo complique. Ellis, el abordaje directo no dará resultado. Díselo.

—Mal, modera tu lenguaje, porque estoy de acuerdo con Dudley —intervino Loew—. Claire de Haven es promiscua. Esas mujeres son desequilibradas y creo que el riesgo vale la pena. Entretanto, Ed Satterlee está tratando de conseguir un hombre para nosotros, un hombre que conoció en el seminario y que se ha infiltrado en células comunistas en Cleveland. Es un profesional, pero no resultará barato. Aunque el acercamiento a De Haven fracase y la UAES se ponga en guardia, ese hombre podrá infiltrarse con tanta sutileza que no se enterarían en un millón de años. Y sin duda el señor Hughes nos dará dinero para nuestro señuelo. ¿Verdad, Buzz?

Buzz Meeks le guiñó el ojo a Mal.

—Ellis, si es una mujer fácil, yo no mandaría a un seminarista a ablandarla. Howard mismo podría encargarse. Le gustan las hembras, así que podrías mandarlo a él disfrazado.

Loew miró al cielo; Dudley Smith rió como si hubiera oído una broma desternillante en el salón del Elks Club. Meeks guiñó el ojo de nuevo, estudiando a Mal: ¿fuiste tú quien me tendió la emboscada en el 46? Mal pensó que debía hacer méritos para obtener la custodia de su hijo en compañía de un bufón ridículo, un policía brutal y un abogado sin escrúpulos. Sólo cuando Loew golpeó la mesa para disolver la reunión comprendió que conocería a la Reina Roja cara a cara, que él mismo sería su propio peón.

15

Danny pasó la mañana siguiente en su apartamento, actualizando su archivo, vinculando los nuevos datos sobre las nuevas víctimas con su caso.

Al cabo de veinticuatro horas obtuvo esto:

Las víctimas dos y tres no estaban identificadas; el doctor Layman, como patólogo de la ciudad, tenía acceso a los informes del Escuadrón de Hollywood y le llamaría si los cadáveres recibían un nombre. Ya había llamado para decir que el sargento Gene Niles dirigía la investigación, le daba poca importancia y trataba de abreviarla para regresar al asalto de un almacén de pieles, caso que prometía artículos en los periódicos, lo cual compensaría el escándalo de Brenda Allen, que le había hecho perder a su esposa e hijos. Los policías de uniforme arrestaban a borrachos en el Griffith Park y no llegaban a ninguna conclusión, Niles en persona había interrogado a un par de indigentes con antecedentes de pervertidos. Niles y el puñado de policías de uniforme que tenía al mando ignoraban el informe de Layman, diecisiete páginas que establecían que el menor de los dos hombres había muerto de sobredosis de barbitúricos. El doctor estaba convencido de que existía un «Síndrome de la Dalia Negra a la Inversa»: los tres cadáveres hallados hasta el momento habían recibido un total de cuatro columnas periodísticas en páginas interiores. Los editores tenían sus reservas porque Martin Goines era un sujeto despreciable, se trataba de un asunto de homosexuales y no se podía publicar sin que la Legión de la Decencia y Madres Católicas Comprometidas se pusieran a estorbar.

El capitán Dietrich había oído la declaración de Danny: hechos, teorías, omisiones, mentiras y el gran embuste acerca del desayuno, que encubría la incursión en Tamarind 2307. Aún no se sabía que ése era el domicilio de Goines. El capitán asintió y dijo que trataría de obtener la colaboración del Departamento de Policía. No podían contar con detectives del Departamento del sheriff. Los otros tres hombres de la sección estaban sobrecargados y la Oficina de Detectives del condado consideraría el caso Goines demasiado complicado ahora que estaban involucrados los polizontes de la ciudad. Tenía un amigo en Hollywood, un teniente llamado Poulson que había permanecido en buenos términos con Mickey C. a pesar de Brenda A. Sugeriría al hombre que los dos Departamentos organizaran un equipo de Homicidios, y de nuevo afirmó que todo dependía de la identidad de las víctimas. Si el dos y el tres eran adictos, ex convictos u homosexuales, mejor olvidarlo. Si eran gente corriente, tal vez. Y a menos que el asunto cobrara cierto impulso y se formara un equipo con ambos Departamentos, Danny quedaría relevado del caso en diez días. Martin Mitchell Goines, muerto el 1/1/50, pasaría al archivo de casos sin resolver.

En cuanto a las pruebas reunidas en Tamarind 2307:

Con dos excepciones, mera repetición, lo que Hans Maslick llamaba «dobles negativos para probar positivos». Había obtenido un conjunto de huellas desconocidas que concordaban con el dedo que le faltaba a la víctima más alta; Layman también había tomado huellas de ambos cadáveres. El residuo pastoso y blanco que había recogido era obviamente el adhesivo dental que había llevado a Layman a su casi segura teoría del postizo. Leo Bordoni no había tocado superficies donde pudieran quedar huellas; tenía que dejar allí las tres mudas de ropa por si capturaban al asesino y éste confesaba que las había dejado plegadas sobre la taza del inodoro. Las muestras de tierra y polvo eran inútiles hasta que tuviera un sospechoso para establecer comparaciones. Le quedaban sólo dos ventajas sobre el Departamento de Policía y el asesino: las fotos de las manchas de sangre y la posibilidad de investigar Tamarind 2307 a solas si los polizontes de la ciudad trabajaban con desgana. Pesadillas y grandes riesgos.

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