—¿Alguno de ellos era alto y canoso?
Conklin se encogió de hombros.
—No lo recuerdo. Uno de ellos me llamó la atención por su acento europeo. Además, mi vista deja mucho que desear. ¿Ha terminado con sus preguntas?
Noventa y cinco por ciento contra la teoría de la carnada de sangre, tal vez eso aplacara sus pesadillas; datos inútiles sobre extravagancias de Hollywood.
—Gracias, señor Conklin —se despidió Danny—. Me ha ayudado mucho.
—Ha sido un placer, hijo. Vuelva alguna vez. Violador le tiene simpatía.
Danny fue a la oficina, mandó pedir una hamburguesa, patatas fritas y leche aunque no tenía hambre, comió la mitad y llamó al depósito de cadáveres de la ciudad.
—Habla Norton Layman.
—Danny Upshaw, doctor.
—Justo ahora te iba a llamar. ¿Tus noticias o las mías?
Danny imaginó a Violador devorando el vientre de Martin Goines. Arrojó los restos de la hamburguesa en la papelera y dijo:
—Primero las mías. Estoy seguro de que las marcas dentales son humanas. Hablé con un criador de perros de pelea y me dijo que la teoría de la carnada de sangre es posible, pero requeriría mucha planificación, y creo que la muerte no fue tan premeditada. Me dijo que la sangre menstrual de perra sería la mejor carnada, y pensé que usted podría examinar los órganos del cadáver cerca de las heridas, para ver si hay otro tipo de sangre.
Layman suspiró.
—Danny, la ciudad de Los Ángeles incineró a Martin Mitchell Goines esta mañana. Autopsia concluida, cuerpo no reclamado en cuarenta y ocho horas, cenizas a las cenizas. Pero tengo una buena noticia.
«Maldita sea», pensó Danny.
—Cuénteme.
—Las heridas de la espalda me interesaron, y recordé el libro de Gordon Kienzle. ¿Lo conoces?
—No.
—Bien, Kienzle es un patólogo que se inició como médico en una sala de emergencias. Estaba fascinado por los ataques no fatales, y preparó un libro de fotos y especificaciones sobre heridas infligidas por el hombre. Lo consulté, y los cortes de la espalda de Martin Mitchell Goines son idénticos a las muestras que el libro presenta bajo «Estaca cortante», un palo con una o más hojas de afeitar en la punta. Este artilugio data del 42 y el 43. Era popular entre las pandillas antimexicanas y los policías de Antidisturbios, que lo usaban para rasgar los trajes chillones que llevaban ciertos elementos latinos.
Examinar los archivos de Homicidios de la ciudad y el condado en busca de muertes con estaca cortante.
—Una buena pista, doctor —dijo Danny—. Gracias.
—No me agradezcas nada todavía. Se me ocurrió buscar en los archivos antes de llamarte. No hay homicidios registrados con ese arma. Un amigo mío de Antidisturbios del Departamento de Policía dijo que el noventa y nueve por ciento de los ataques de blancos contra mexicanos no fueron denunciados y que los mexicanos nunca los usaban en sus peleas internas porque lo consideraban un deshonor o algo así. Pero es una pista.
Asfixia con una bata, estrangulación con manos o cinturón, mordeduras con dientes, y ahora cortes con estaca cortante. ¿Por qué tantas formas distintas de brutalidad?
—Lo veré en la clase, doctor —dijo Danny. Colgó y regresó a su coche tan sólo para moverse. John de la Selva Lembeck estaba apoyado en el capó, la cara magullada, un ojo morado y cerrado.
—Fueron duros, de veras, señor Upshaw. No le habría dicho a Janice que le avisara si no me hubieran dado tan fuerte. Le debo una, señor Upshaw. Si quiere una compensación, lo comprenderé.
Danny preparó el puño derecho para sacudirle, pero un recuerdo de Booth Conklin y su sabueso lo detuvo.
Los puros eran habanos, y al olerlos Mal lamentó haber dejado de fumar. Cuando oyó la animada charla de Herman Gerstein y el acompañamiento de Dudley Smith —sonrisas, cabeceos, risitas— lamentó no estar de nuevo en la Academia de Policía entrevistando candidatos para el papel de izquierdista joven e idealista. Su primer día había sido infructuoso, y le parecía un error iniciar los interrogatorios sin tener preparado el señuelo. Pero Ellis Loew y Dudley se habían dejado entusiasmar por los datos psiquiátricos de Lesnick, y ya se disponían a embestir contra Mondo López, Sammy Benavides y Juan Duarte, miembros de la UAES que hacían el papel de indios en
Matanza salvaje
. Y ahora el número de Gerstein también lo ponía nervioso.
El jefe de International Variety se paseaba detrás de su escritorio, agitando el habano; Mal seguía pensando que Buzz Meeks había vuelto a su vida en el peor momento posible.
—… y puedo decirles esto, caballeros: mediante la resistencia pasiva y otras tonterías comunistas la UAES obligará a los Transportistas propinar algunos golpes, con lo cual la UAES quedará bien y nosotros mal. Los rojos adoran que les peguen. Comen mierda, sonríen como si fuera
filet mignon
, piden un segundo plato, ponen la otra mejilla, y después nos muerden el trasero. Como esos pachucos del plató 23. Malandrines latinos que se hicieron con un carné sindical, una licencia para mentir y creerse humanitarios. ¿Tengo razón o Eleanor Roosevelt es lesbiana?
Dudley Smith soltó una estridente risotada.
—Y también es una ramera. Y además es negra. Y todos hemos oído hablar de la afición del difunto Franklin por los terriers negros. Señor Gerstein, el teniente Considine y yo queremos agradecerle su colaboración en nuestra empresa, y la hospitalidad que nos ha brindado.
Mal captó la indirecta y se levantó; Herman Gerstein metió la mano en una caja y cogió un puñado de puros. Dudley se puso en pie; Gerstein embistió como un zaguero, estrechando manos, llenándoles de habanos todos los bolsillos accesibles, mostrándoles la puerta con palmadas en la espalda. Cuando salieron, Dudley dijo:
—Qué falta de delicadeza. Puedes sacar a un judío del albañal, pero no puedes sacar el albañal de un judío. ¿Estás preparado para los interrogatorios, capitán?
Mal miró el piquete de la UAES, vio a una mujer de espaldas en pantalones y se preguntó si sería Claire de Haven.
—De acuerdo, teniente.
—¡Ah, Malcolm, qué grandioso ingenio tienes!
Bajaron en el ascensor privado de Herman Gerstein. En la planta baja había dos hileras de platós separados por un pasillo central. Los edificios eran de estuco tostado, altos como silos y combados en la punta, con letreros en las puertas de entrada: el nombre, el director, y el plan de rodaje de la película estaban escritos sobre plástico blanco. Pasaban actores en bicicleta: vaqueros, indios, jugadores de béisbol, soldados de la Revolución Americana; vehículos motorizados transportaban equipo; un centurión romano servía bollos y café a varios técnicos reunidos alrededor de un carrito. Los platós cerrados se extendían por casi medio kilómetro, marcados con números negros encima de las puertas. Mal caminaba delante de Dudley Smith, recordando las fichas psiquiátricas de Benavides-López-Duarte, esperando que este enfrentamiento no fuera excesivo ni prematuro.
Dudley lo alcanzó frente al plató 23. Mal pulsó el timbre; una mujer con traje de prostituta de
saloon
abrió la puerta e hizo ruido con el chicle. Mal mostró la placa y la identificación.
—Somos de la Fiscalía de Distrito, y queremos hablar con Mondo López, Juan Duarte y Sammy Benavides.
La prostituta de
saloon
hizo más ruido con el chicle y habló con fuerte acento de Brooklyn.
—Están rodando. Son los indios jóvenes y enardecidos que quieren atacar el fuerte, pero el sabio jefe no está de acuerdo. Terminarán dentro de un momento, y si queréis…
—No necesitamos una síntesis del argumento —interrumpió Dudley—. Si usted les dice que ha venido la policía, ellos harán un paréntesis en sus intensas actividades. Y que sea ahora, por favor.
La muchacha se tragó el chicle y echó a andar delante de ellos. Dudley sonrió; Mal pensó: este hombre es muy convincente, no le permitas dirigir el espectáculo.
El plató era cavernoso: paredes entrecruzadas de cables, luces, grúas con cámaras, caballos anémicos sujetos a postes, gente remoloneando. En el centro se alzaba un
teepee
verde oliva, obviamente construido con material de desecho del ejército, con símbolos indios pintados en los costados: laca roja color caramelo, como si fuera el coche de un matón. Las cámaras y las luces enfocaban la tienda y a los cuatro actores sentados frente a ella, un viejo blanco pseudoindio y tres mexicanos pseudoindios que frisaban los treinta años.
La muchacha los detuvo a pocos metros de las cámaras.
—Son ésos —susurró—. Los que tienen pinta de amantes latinos.
El viejo jefe entonó palabras de paz; los tres jóvenes matones comentaron, con voz muy mexicana, que los blancos hablaban con lengua de víbora. Alguien gritó «¡Corten!» y el lugar se convirtió en un hervidero de gente en movimiento.
Mal se abrió paso entre la multitud, dirigiéndose a los tres que sacaban cigarrillos y encendedores de los trajes de piel de gamo. No disimuló que era policía. Dudley Smith lo siguió; los matones se miraron intimidados.
Dudley sacó la placa.
—Policía. ¿Son ustedes Mondo López, Juan Duarte y Sammy Benavides?
El indio más alto se arrancó la banda elástica de la cola de caballo y el cabello cobró forma de peinado pachuco: cola de pato atrás, Pompadour delante.
—Yo soy López —respondió.
Los otros dos irguieron los hombros, entre desafiantes y respetuosos ante la autoridad. Mal dedujo que el bajo y musculoso era Duarte, ex líder de los Sinarquistas, amante de los trajes chillones y los brazaletes con esvástica antes de caer bajo la influencia del PC; el flaco era Benavides, un paciente muy reservado con el doctor Lesnick. Su ficha era una lata, excepto la sesión donde Sammy contaba cómo, a los doce años, había abusado de su hermanita de nueve poniéndole una hoja de afeitar en la garganta. Los dos hombres movieron los pies en un gesto huraño.
—Yo soy Benavides —dijo Músculos.
Mal señaló una puerta lateral y se tocó el broche de la corbata, que en lenguaje de señas policial significaba: Deja que tome las riendas.
—Me llamo Considine, y éste es el teniente Smith. Estamos en la Fiscalía de Distrito, y nos gustaría formularles unas preguntas. Es cuestión de rutina, y dentro de un momento podrán volver al trabajo.
—¿Tenemos alguna elección? —dijo Juan Duarte.
Dudley rió entre dientes; Mal le apoyó una mano en el brazo.
—Sí. Aquí o en la cárcel.
López señaló la salida con la cabeza; Benavides y Duarte lo siguieron, encendieron cigarrillos y salieron. Actores y técnicos miraron boquiabiertos esa migración de indios y rostros pálidos. Mal pensó un plan de acción: al principio se mostraría corrosivo, luego amable, Dudley haría las preguntas duras, al final él adoptaría el papel de salvador para convencerles de que se presentaran como testigos voluntarios.
Los tres se detuvieron apenas cruzaron la puerta y se apoyaron en la pared con aire indiferente. Dudley se apostó a la izquierda de Mal, medio paso atrás. Mal dejó que los hombres fumaran en silencio, luego empezó:
—Vaya, ustedes sí que han tenido suerte.
Tres pares de ojos clavados en el suelo, tres falsos indios en una nube de humo de tabaco. Mal decidió abordar al líder. —¿Puedo hacerle una pregunta, señor López?
Mondo López levantó la mirada.
—Claro, oficial.
—Señor López, usted debe de ganar casi cien dólares semanales, ¿verdad?
—Ochenta y uno y calderilla —admitió Mondo López—. ¿Por qué?
—Bien —sonrió Mal—, gana casi la mitad que yo, y yo tengo título universitario y soy un oficial con dieciséis años de experiencia. Todos ustedes no acabaron los estudios secundarios, ¿verdad?
Los tres intercambiaron una rápida mirada. López hizo una mueca, Benavides se encogió de hombros y Duarte dio una larga chupada al cigarrillo. Mal comprendió que habían captado sus intenciones y trató de endulzar la situación.
—Les diré por qué lo he traído a colación. Ustedes han tenido suerte. Estuvieron con los Flats de la Calle Uno y los Sinarquistas, maltrataron a algunos judíos y salieron bien librados de todo ello. Eso es admirable, y no estamos aquí por algo que hayan hecho ustedes.
Juan Duarte apagó el cigarrillo.
—¿Quiere decir que esto tiene que ver con nuestros amigos?
Mal evocó los archivos buscando flancos débiles. Recordó que los tres habían tratado de ingresar en las fuerzas armadas después de Pearl Harbor.
—He examinado sus registros del Servicio Selectivo. Ustedes se alejaron de los Sinarquistas y los Flats, trataron de luchar contra los japoneses, estuvieron en el lado correcto en Sleepy Lagoon. Si alguna vez se han equivocado, han sabido compensarlo. A mi entender, quien actúa así es buen hombre.
—¿Quien actúa como un soplón es buen hombre, a su entender? —intervino Sammy Benavides.
Duarte lo hizo callar de un codazo.
—¿Quién está equivocado ahora? ¿Quién quiere usted que esté equivocado? —preguntó.
Al fin una buena abertura.
—¿Qué me dicen del Partido, caballeros? ¿Qué opinan del tío Stalin dándose la mano con Hitler? ¿Qué dicen de los campos de trabajos forzados en Siberia y todas las cosas que el Partido ha denunciado en Estados Unidos mientras condenaba esas aberraciones en Rusia? Caballeros, he sido policía durante dieciséis años y nunca he pedido a nadie que delatara a sus amigos. Pero le pediré a cualquiera que delate a sus enemigos, especialmente si también lo son míos.
Mal contuvo el aliento, recordando la Escuela de Leyes de Stanford; Dudley Smith callaba. Mondo López miró el tejado, luego a sus compañeros de reparto de
Matanza salvaje
. Los tres se pusieron a aplaudir.
Dudley se sonrojó; Mal vio que la cara se le volvía púrpura. López bajó lentamente la palma, acallando el aplauso.
—¿Por qué no nos dice de qué se trata?
Mal hurgó en su memoria buscando datos, pero no encontró nada. —Esto es una investigación preliminar sobre la influencia comunista en Hollywood. Y no pedimos que delaten a sus amigos, sólo a nuestros enemigos.
Benavides señaló hacia el oeste, hacia la oficina y dos piquetes.
—¿Y esto no tiene nada que ver con Gerstein, que quiere echar a nuestro sindicato para que entren los Transportistas?
—No, esto es una investigación preliminar que no tiene nada que ver con los actuales problemas del sindicato. Esto es…