El gran desierto (13 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El gran desierto
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Entre una hora y una hora y tres cuartos para mutilar el cuerpo, según el lugar donde se cometiera el asesinato.

El asesino está tan excitado sexualmente que eyacula dos veces en ese período.

El asesino, quizá tomando un camino más largo hasta el Strip, acomoda el espejo retrovisor para observar el cadáver que lleva detrás.

Un fallo en la reconstrucción, hasta el momento: la frágil teoría de la «carnada de sangre» del doctor Layman no encajaba. Un perro feroz bien entrenado no concordaba con las demás hipótesis: sería muy difícil de manejar, una molestia, un estorbo, demasiado ruidoso, demasiado difícil de controlar en momentos de impulso psicótico. Esto implicaba que las dentelladas del torso eran humanas, aunque las huellas fueran demasiado grandes como para ser obra de un hombre mordiendo hacia abajo. Lo cual significaba que el asesino mordía, roía, mordisqueaba y escarbaba con los dientes para llegar a las entrañas de la víctima, moviéndose hacia arriba para dejar bordes inflamados mientras lamía…

Danny salió de su oficina y fue al cuarto de archivos contiguo a la oficina general. Un gabinete desvencijado contenía los archivos de Antivicio y abuso sexual de la división: denuncias de Hollywood Oeste, quejas, informes de arrestos y demandas de ayuda que se remontaban a la inauguración del cuartel en el 37. Algunas carpetas estaban archivadas alfabéticamente bajo «Arrestado»; algunas bajo «Denunciante»; algunas se ordenaban numéricamente por «Lugar del suceso». Unas incluían fotos, otras no; los vacíos en las carpetas de «Arrestado» indicaban que los inculpados habían sobornado a agentes para que sustrajeran informes que podrían resultar embarazosos. Y Hollywood Oeste era apenas una fracción del territorio del condado.

Danny se pasó una hora hojeando informes de «Arrestado», buscando hombres altos, maduros y canosos que actuaran con violencia, consciente de que tenía trabajo suficiente hasta que la Sede Local de Músicos 3126 abriera a las diez y media. El trabajo chapucero —plagado de errores ortográficos, copias borrosas y descripciones casi analfabetas de delitos sexuales— estuvo a punto de hacerle gritar ante la incompetencia del Departamento del sheriff de Los Ángeles; esos sórdidos relatos acerca de romances en cuartos de baño y colegiales que recibían dinero a cambio de chupar vergas en un coche le revolvían el estómago con una biliosidad que sabía a café rancio o a las seis copas de la noche anterior. Consiguió cuatro candidatos, hombres que tenían de cuarenta y tres a cincuenta y cinco años, de un metro ochenta a un metro noventa de altura, que en total sumaban veintiuna condenas por actos de sodomía, la mayoría consumados en alguna celda con otro preso homosexual, un
coitus interruptus
carcelario que daba como consecuencia una nueva acusación. A las diez y veinte se dirigió a la oficina de despachos para darle las carpetas a Karen Hiltscher. Estaba sudoroso, y tenía la ropa deslucida aun antes de empezar el día.

Karen trabajaba con la centralita, recibiendo llamadas, un auricular sobre el peinado a lo Veronica Lake. Era una chica de diecinueve años, rubia y tetona, una empleada civil destinada a cubrir la próxima vacante femenina en la academia del condado. Danny no le veía pasta de policía: el período de dieciocho meses de servicio carcelario impuesto por el Departamento le haría perder los nervios y la arrojaría en brazos del primer policía que prometiera apartarla de matronas lesbianas, putas mexicanas y madres blancas acusadas de abusos infantiles. La rompecorazones de Hollywood Oeste no duraría ni dos semanas como policía.

Danny se ajustó la corbata y se alisó la camisa, su seductor preludio para pedir favores.

—¿Karen? ¿Estás ocupada, cariño?

La muchacha lo vio y se quitó el auricular. Frunció la boca; Danny se preguntó si convendría ablandarla con otra invitación a cenar.

—Hola, agente Upshaw.

Danny apoyó las carpetas en la centralita.

—¿Qué ha pasado con «Hola, Danny»?

Karen encendió un cigarrillo a lo Veronica Lake y tosió. Sólo fumaba cuando intentaba deslumbrar a los policías del turno diurno.

—El sargento Norris oyó que llamaba a Eddie Edwards por su nombre de pila y dijo que lo llamara agente Edwards, que no me tomara tantas familiaridades hasta que hubiera ascendido.

—Dile a Norris que yo te he dado permiso para llamarme Danny.

Karen hizo una mueca.

—Daniel Thomas Upshaw es un bonito nombre. Se lo dije a mi madre, y ella estuvo de acuerdo conmigo.

—¿Qué más le dijiste de mí?

—Que eres muy dulce y apuesto, pero que te haces rogar. ¿Qué hay en esas carpetas?

—Informes sobre delincuentes sexuales.

—¿Para ese homicidio en que estás trabajando?

Danny asintió.

—Encanto, ¿han respondido Lexington y San Quintín a mis preguntas sobre Goines?

Karen hizo otra mueca, entre astuta y coqueta.

—Ya te lo habría dicho. ¿Por qué me das estos informes?

Danny se inclinó sobre la centralita y le guiñó el ojo.

—Estaba pensando en una cena en Mike Lyman's cuando termine con ciertos trabajos. ¿Quieres echarme una mano?

Karen Hiltscher trató de responder al guiño, pero la pestaña postiza se le quedó pegada en el párpado inferior y tuvo que arrojar el cigarrillo en un cenicero para sacarla. Danny desvió la mirada, asqueado; Karen frunció los labios.

—¿Qué quieres de esos informes?

Danny miró hacia la pared para que Karen no le leyera la expresión.

—Llama a Registros de la cárcel Salón de la Justicia y consigue el grupo sanguíneo de los cuatro sujetos. Si te dan algo que no sea cero positivo, olvídalo. Para los cero positivo, llama a Libertad Condicional para pedir el último domicilio conocido, antecedentes e informes. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Danny miró a su Veronica Lake de pacotilla. Tenía la pestaña izquierda pegada a la ceja postiza.

—Eres un encanto. Cenaremos en Lyman's cuando termine este trabajo.

La Sede Local 3126 estaba en la calle Vine, al norte de Melrose, un tugurio pardo entre una bollería y una tienda de licores. Había sujetos pintorescos cerca de la puerta, engullendo pastas y café, cerveza y vasos de moscatel.

Danny aparcó y entró. Un grupo de bebedores de vino se apartó para dejarlo pasar. El interior del local era húmedo: sillas plegables alineadas en filas irregulares, colillas en el suelo de linóleo rayado, fotos de
Downbeat
y
Metronome
pegadas a las paredes, la mitad de blancos y la mitad de negros, como si la gerencia tratara de establecer una equidad entre los jazzistas. En la pared izquierda había un mostrador empotrado, con archivos detrás. Una blanca ojerosa montaba guardia. Danny se le acercó blandiendo la placa y las fotos de Martin Goines.

La mujer ignoró la placa y miró las fotos.

—¿Ese tipo toca el trombón?

—Así es. Martin Mitchell Goines. Ustedes lo mandaron a Bido Lito's en Navidad.

La mujer examinó las fotos con mayor atención.

—Tiene labios de trombón. ¿Qué ha hecho?

Danny mintió discretamente:

—Ha violado su libertad condicional.

La demacrada mujer tocó las fotos con una uña larga y roja.

—La vieja historia. ¿Qué quiere de mí?

Danny señaló los archivos.

—Sus antecedentes laborales hasta el momento.

La mujer titubeó, abrió y cerró cajones, hojeó carpetas, escogió una y le echó un vistazo a la primera página. La apoyó en el escritorio.

—Un músico de ninguna parte. Sin clase.

Danny abrió la carpeta y la miró; advirtió de inmediato dos lagunas: la sentencia del 38 al 40 por tenencia de marihuana, y la del 44 al 48 en San Quintín por el mismo delito. Desde el 48 los empleos eran esporádicos: contratos de dos semanas en salas de juego de Gardena y su precario trabajo en Bido Lito's. Antes de la primera sentencia, Goines tenía trabajos «muy» ocasionales. Tugurios de carretera en Hollywood en el 36 y el 37. A principios de los 40 Martin Goines era un loco del «cuerno» o trombón.

Bajo su consigna «El loco Martin Goines y su Cuerno de la Abundancia», había tocado un tiempo con Stan Kenton; en 1941, había hecho una gira con Wild Willie Monroe. Un fajo de páginas detallaba trabajos en el 42, el 43 y principios del 44, contratos de una noche con bandas de seis u ocho músicos que tocaban en tugurios del Valle de San Fernando. En las hojas de empleo sólo figuraban los directores o los gerentes que se encargaban del contrato. Los otros músicos no se mencionaban.

Danny cerró la carpeta. La mujer dijo:

—Nada, ¿verdad?

—Nada. ¿Sabe usted si alguno de estos individuos conoce a fondo a Martin Goines?

—Puedo preguntar.

—Hágalo, por favor.

La mujer alzó los ojos al cielo, dibujó un signo de dólar en el aire y se señaló el escote. Danny aferró el borde del mostrador y olió el burbon de la noche anterior brotándole por los poros. Estaba a punto de hacerse el duro cuando recordó que estaba en terreno de la ciudad y la filípica de su comandante. Hurgó en los bolsillos, sacó un billete de cinco y lo aplastó contra el mostrador.

—Hágalo ya.

La mujer cogió el billete y desapareció detrás de los archivos. Segundos después salió a la acera, habló con los que bebían vino, y después con los que engullían bollos y café. Escogió a un sujeto negro que llevaba un maletín de bajo, le aferró por el brazo y lo arrastró adentro. El hombre olía a sudor rancio, hojas y enjuague bucal, como si el largo abrigo que llevaba puesto fuera su domicilio permanente.

—Éste es Chester Brown —dijo la mujer—. Conoce a Martin Goines.

Danny le señaló a Brown la hilera de sillas más cercana. La mujer regresó al mostrador y el hombre siguió a Danny, se sentó y sacó un frasco de Listerine.

—Desayuno de campeones —indicó. Bebió, hizo gárgaras y tragó.

Danny se sentó a dos sillas de distancia, lo bastante cerca como para oír, pero a suficiente distancia como para neutralizar el tufo.

—¿Conoces a Martin Goines, Chester?

Brown eructó y dijo:

—¿Por qué iba a decírselo?

Danny le dio un dólar.

—Almuerzo de campeones.

—Yo como tres veces al día, agente. Informar me da hambre.

Danny le dio otro dólar; Chester Brown lo guardó, empinó el frasco de Listerine y lo palmeó.

—Estimula la memoria. Y como no he visto a Martin desde la guerra, va usted a necesitar esa memoria.

Danny extrajo libreta y pluma.

—Escucho.

El bajista respiró hondo.

—Toqué con Martin cuando él se hacía llamar el Cuerno de la Abundancia. Locales de mala muerte en el Valle, cuando Ventura Boulevard era un campo de habichuelas. La mitad de los muchachos fumaban hierba, la mitad seguían el camino de la aguja. Martin andaba rabioso como un perro.

Hasta ahora, esta historia de siete dólares era verídica, según lo que indicaban los antecedentes laborales y penales de Goines.

—Continúa, Chester.

—Bien, Martin vendía cigarros de hierba. No le fue muy bien, pues oí decir que estuvo entre rejas. Y era un jodido maestro del robo. Todos los músicos que se Hipaban lo hacían. Birlaban carteras en los taburetes y las mesas, conseguían las direcciones y copiaban las llaves mientras el camarero servía las bebidas a los clientes. En una sesión faltaba el batería, en la otra faltaba el trompetista, y así sucesivamente, porque ellos usaban la información para robar a los clientes de la localidad. Martin lo hizo muchas veces por su cuenta. Robaba un coche durante el descanso, entraba en una casa y regresaba para la siguiente sesión. Como le decía, un jodido maestro del robo.

Un jodido nuevo método, incluso para un policía que se había dedicado a robar autos y creía estar al corriente de todas las técnicas.

—¿De qué años hablas, Chester? Haz un esfuerzo.

Brown consultó su Listerine.

—Diría que esto fue entre el verano del 43 y mediados del 44.

Goines había recibido su segunda sentencia en abril del 44.

—¿Trabajaba solo?

—¿Para los robos?

—Sí. ¿Tenía algún socio?

—Salvo por un chico —explicó Chester Brown—, el Cuerno de la Abundancia era un solitario. Pero tenía un amigo… un muchachito blanco y rubio, alto y tímido. Amaba el jazz pero no podía aprender a tocar ningún instrumento. Había estado en un incendio y tenía la cara cubierta de vendas como si fuera una maldita momia. Un chico de diecinueve o veinte años. Él y Martin se cargaron juntos un montón de robos.

A Danny le cosquilleó la piel, aunque ese chico no podía ser el asesino: si era jovencito en el 43-44 no sería maduro y canoso en el 50.

—¿Qué le pasó al amigo, Chester?

—No sé, pero está usted haciendo muchas preguntas por tratarse de un problema de libertad condicional, y no me ha preguntado dónde creo que está Martin.

—A eso iba. ¿Tienes alguna idea?

Brown sacudió la cabeza.

—Martin siempre andaba solo. Nunca iba con nadie fuera del club.

Danny tragó saliva.

—¿Goines es homosexual?

—¿Cómo dice?

—¡Pregunto si es marica, si es invertido! ¡Si le gusta follar chicos!

Brown terminó el frasco de Listerine y se enjugó los labios.

—No tiene por qué gritar, y es muy desagradable decir eso de alguien que nunca le ha hecho ningún daño.

—Entonces, responde.

El bajista abrió el maletín de instrumentos. Dentro sólo había frascos de enjuague bucal Listerine. Chester Brown desenroscó el tapón de uno y tomó un largo sorbo.

—Bebo por Martin —dijo—. No soy tan tonto como usted cree, y sé que está muerto. Y claro que no era homosexual. No se podrán decir muchas cosas buenas de él, pero no era maricón.

Danny tomó las noticias viejas de Chester Brown y fue hasta un teléfono público. Con la primera llamada averiguó que Martin Mitchell Goines no tenía detenciones por sospechas de robo y que ningún joven rubio figuraba como cómplice de sus dos arrestos por tenencia de marihuana; no había ningún joven rubio con marcas de quemaduras arrestado por robo o tenencia de estupefacientes en el Valle de San Fernando en el período de 1942 a 1945. La llamada fue una infructuosa excursión de pesca.

Una llamada a Hollywood Oeste lo llevó a una decepcionante charla con Karen Hiltscher, quien le informó que los cuatro sospechosos de las carpetas habían resultado ser sólo eso: un examen de sus informes de penales revelaba que ninguno de los hombres era cero positivo. Habían llamado las autoridades de San Quintín y del hospital de Lexington; decían que Martin Goines era un solitario nato, y que su consejero de Lexington afirmaba que se le había asignado un asistente federal en Los Ángeles, pero que Goines aún no había llamado ni había dejado un domicilio probable. Aunque esa pista quizá no condujera a nada, Danny pidió a Karen que revisara los archivos de robo buscando hombres relacionados con el jazz o una alusión a un aficionado al jazz con la cara quemada. La muchacha aceptó algo irritada; Danny colgó pensando que tendría que elevar el temido compromiso de una cena en Mike Lyman's a una velada en Coconut Grove para tenerla contenta.

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