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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (5 page)

BOOK: El gran desierto
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Y aún no sabía quiénes le habían disparado. Las balas que le extrajeron indicaban que eran dos; Buzz tenía dos sospechosos: pistoleros de Dragna o muchachos contratados por Mal Considine, el esposo de Laura, el sargento de Antivicio que había vuelto de la guerra. Buscó información sobre Considine, oyó que rehuía las trifulcas de los bares de Watts, que se divertía enviando a novatos para encargarse de las rameras cuando dirigía el turno de noche en Antivicio, que había traído a una mujer checa y a su hijo de Buchenwald y planeaba divorciarse de Laura. Nada concreto en ningún sentido.

Lo único seguro era que Considine sabía que él había andado con su futura ex mujer y lo odiaba. Había pasado por la Oficina de Detectives, una oportunidad para despedirse y recoger su placa de cortesía, una oportunidad para conocer al hombre a quien había puesto los cuernos. Pasó frente al despacho de Considine, vio a un tipo alto que se parecía más a un abogado que a un policía y le tendió la mano. Considine lo miró lentamente, dijo: «A Laura siempre le gustaron los chulos», y se dedicó a sus asuntos.

Probabilidades al cincuenta por ciento: Considine o Dragna. Podía elegir.

Un descapotable Pontiac último modelo frenó ante el 1187. Dos mujeres con vestidos de fiesta bajaron y caminaron hacia la puerta con zapatos de tacón muy alto; las siguió un griego corpulento con la chaqueta demasiado ceñida y pantalones demasiado cortos. La muchacha más alta se cayó cuando el agudo tacón se le atascó en una hendidura de la acera; Buzz reconoció a Audrey Anders, el cabello a lo paje, el doble de hermosa que en la foto. La otra muchacha —la «jugosa Lucy», según las fotos publicitarias— la ayudó a levantarse y a entrar en la casa. El griego corpulento las siguió. Buzz apostó tres contra uno a que Tommy no sabría apreciar sutilezas, manoteó la porra y se acercó al Pontiac.

El primer cachiporrazo arrancó la cabeza de indio que adornaba el capó; el segundo destrozó el parabrisas. El tercero, el cuarto, el quinto y el sexto siguieron una tonadilla de Spade Cooley, hundiendo la parrilla del radiador, que soltó bocanadas de vapor. El séptimo fue un golpe a ciegas contra una ventanilla. Al estrépito siguió un estentóreo «¿Qué diablos…?» y un familiar ruido metálico: un dispositivo de escopeta metiendo un cartucho en la recámara.

Buzz se volvió. Tommy Sifakis se acercaba por la acera, la escopeta de cañón recortado en las manos trémulas. Cuatro contra uno a que el griego estaba demasiado rabioso para notar que el arma pesaba poco; dos contra uno a que no tenía tiempo de asir la caja de municiones para cargar de nuevo. Una apuesta segura.

Porra en ristre, Buzz embistió. Cuando estuvieron a muy poca distancia, el griego apretó el gatillo y se produjo un pequeño chasquido. Buzz contraatacó, buscando una velluda mano izquierda que frenéticamente trataba de insertar municiones que no estaban allí. Tommy Sifakis gritó y soltó la escopeta; Buzz lo tumbó de un golpe en las costillas. El griego escupió sangre y se arqueó, acariciándose la zona lastimada. Buzz se arrodilló junto a él y le habló suavemente, exagerando el acento de Oklahoma:

—Hijo, olvidemos el pasado. Rompe las fotos, tira los negativos, y no le diré a Johnny Stompanato que lo estafaste en la extorsión. ¿Trato hecho?

Sifakis escupió sangre y una maldición. Buzz le golpeó las rodillas. El griego soltó un grito gangoso.

—Iba a daros a ti y a Lucy otra oportunidad —continuó Buzz—, pero creo que ahora le aconsejaré que encuentre una vivienda más adecuada. ¿Quieres pedirle disculpas?

—Vete al diablo.

Buzz soltó un largo suspiro, como cuando hacía el papel de un vaquero harto de abusos en una serie de Monogram.

—Hijo, mi última oferta. O le pides disculpas a Lucy o le diré a Johnny que lo estafaste, a Mickey C. que estás extorsionando a la amiga de su chica y a Donny Maslow y Chick Pardell que los denunciaste a Narcóticos. ¿Aceptas?

Sifakis trató de extender el triturado dedo medio; Buzz acarició la porra, mirando a las boquiabiertas Audrey Anders y Lucy Whitehall, de pie en la puerta de la casa. El griego volvió la cabeza sobre la acera y jadeó:

—Pido disculpas.

Buzz vio fugaces imágenes de Lucy y su coestrella canina, Sol Gelfman arruinándole la carrera con películas clase Z, la muchacha regresando al griego en busca de sexo rudo. Dijo: «Así me gusta», hundió la porra en el vientre de Sifakis y se acercó a las mujeres.

Lucy Whitehall volvió a entrar en la sala; Audrey Anders le cerró el paso, descalza. Señaló la placa de Buzz.

—Es falsa.

Buzz captó el acento sureño; recordó charlas de vestuario: la Muchacha Explosiva podía hacer girar las borlas adhesivas que le cubrían los pezones en ambas direcciones al mismo tiempo.

—La saqué de una caja de cereales. ¿Eres de Nueva Orleans? ¿Atlanta?

Audrey miró a Tommy Sifakis, que se arrastraba hacia el borde de la acera.

—Mobile. ¿Mickey te mandó hacer eso?

—No. Me preguntaba por qué no parecías sorprendida. Ahora lo sé.

—¿Quieres contestarme?

—No.

—¿Pero has trabajado para Mickey?

Buzz vio que Lucy Whitehall se sentaba en el sofá y cogía una de las radios robadas para tener algo en las manos. Tenía la cara congestionada. Ríos de maquillaje le resbalaban por las mejillas.

—Claro que sí. ¿Mickey no le tiene afecto al señor Sifakis?

Audrey rió.

—Sabe reconocer a un canalla cuando lo ve, debo admitirlo. ¿Cómo te llamas?

—Turner Meeks.

—¿«Buzz» Meeks?

—Exactamente. Escucha, ¿tienes un lugar donde alojar a la señorita Whitehall?

—Sí. ¿Pero qué…?

—¿Mickey todavía pasa el Año Nuevo en el Ham'n'Eggs de Breneman?

—Sí.

—Pues dile a Lucy que haga las maletas. Os llevaré allá.

Audrey se sonrojó. Buzz se preguntó cuántas salidas ocurrentes le aguantaría Mickey a Audrey antes de ponerla en cintura, si Audrey le haría el número de las borlas. Audrey fue a arrodillarse junto a Lucy Whitehall. Le acarició el cabello y suavemente le quitó la radio. Buzz acercó el coche y lo hizo entrar en el jardín de grava sin dejar de vigilar al griego, que todavía gemía en voz baja. Los vecinos atisbaban por las ventanas, ocultos detrás de las persianas en todo el callejón. Audrey sacó a Lucy de la casa unos minutos después, rodeándole los hombros con el brazo y llevando un maletín en la otra mano. Camino al coche, Audrey se paró para darle a Tommy Sifakis una patada en los testículos.

Buzz tomó por Laurel Canyon para regresar a Hollywood. Un camino más largo: más tiempo para pensar qué haría si Johnny Stompanato se ponía de parte de su jefe. Lucy Whitehall murmuraba letanías sobre Tommy Sifakis, repitiendo que era un buen hombre aunque con algunos defectos. Audrey la arrullaba para calmarla y le daba cigarrillos para que no hablara.

En apariencia sería un negocio triple: mil dólares de Gelfman, lo que Mickey le diera si se conmovía por Lucy y un obsequio o un favor de Johnny Stompanato. Tenía que tratar suavemente a Mick. No lo había visto desde que había dejado de ser policía y de andar en tratos con él. Desde entonces el hombre habría sobrevivido a la explosión de una bomba, a dos exámenes de cuentas ante el Servicio de la Renta Interna, a la muerte de su hombre de confianza, Hooky Rothman —que había puesto la cara frente al lado malo de una Ithaca calibre 12— y a un tiroteo frente a Sherry's que se podía atribuir a Jack Dragna o a gente del Departamento de Policía, una venganza por las cabezas que habían rodado con las revelaciones de Brenda Allen. Mickey dominaba la mitad de los negocios de apuestas, usura, carreras y drogas en Los Ángeles; controlaba al sheriff de Hollywood Oeste y a los pocos funcionarios de la ciudad que no querían liquidarlo. Y Johnny Stompanato había pasado por todo eso junto a él: lacayo italiano de un príncipe judío. Tenía que tratarlos con mucha suavidad.

Laurel Canyon terminaba al norte del Strip; Buzz tomó por calles laterales hasta Hollywood y Vine, remoloneando ante los semáforos. Notó que Audrey Anders le observaba desde el asiento trasero, quizá tratando de averiguar qué había entre Buzz y Mick. Mientras frenaba frente a Breneman's, Buzz dijo:

—Tú y Lucy os quedáis aquí. Debo hablar con Mickey en privado.

Lucy gimió y tanteó el paquete de cigarrillos. Audrey asió el picaporte.

—Yo también voy.

—No, tú te quedas.

Audrey se sonrojó; Buzz se volvió a Lucy.

—Primor, todo esto viene a cuento de ciertas fotos tuyas con ese gran perro. Tommy trataba de exprimir al señor Gelfman. Si entras allí con cara afligida, quizá Mickey decida matarlo y nos meta a todos en un gran lío. Tommy tiene sus defectos, pero quizás ambos encontréis una solución.

Lucy lo interrumpió con un sollozo; la mirada de Audrey dio a entender que Buzz era aún peor que el perro. Buzz entró en Breneman's al trote. El restaurante estaba atestado. El personal radiofónico del programa «El desayuno de Tom Breneman en Hollywood» recogía el equipo amontonándolo junto a una salida lateral. Mickey Cohen estaba sentado en un asiento curvo, emparedado entre Johnny Stompanato y otro matón. Había un tercer hombre sentado a solas en una mesa cercana. Movía los ojos constantemente y tenía un periódico plegado sobre el asiento, obvio camuflaje para un arma de gran tamaño.

Buzz se acercó; la mano del pistolero se deslizó bajo el Herald matutino. Mickey se levantó sonriendo; Johnny Stompanato y el otro sujeto compusieron sonrisas gemelas y se desplazaron para dejarle sitio. Buzz tendió la mano; Cohen la ignoró, le aferró la nuca y le besó en ambas mejillas, raspándolo con la barba crecida.

—¡Socio, ha pasado mucho tiempo!

Buzz retrocedió ante la vaharada de colonia.

—Demasiado, socio. ¿Cómo te van las cosas?

Cohen rió.

—¿La mercería? Ahora también tengo una floristería y una tienda de helados.

Buzz comprendió que Mickey le había pasado revista, que había reparado en sus puños ajados y su manicura casera.

—No. Los negocios. En serio.

Cohen codeó al hombre que tenía a la izquierda, un sujeto huesudo de ojos grandes y azules y palidez carcelaria.

—Davey, quiere hablar de negocios. Cuéntale.

—Los hombres tienen que jugar, pedir dinero prestado y follar. Los negros tienen que volar a la nube número nueve en Aerolíneas Polvo Blanco. Los negocios andan bien.

Mickey rió ruidosamente.

Buzz soltó una risita, fingió un ataque de tos, se volvió hacia Johnny Stompanato y susurró:

—Sifakis y Lucy Whitehall. Mantén el pico cerrado.

Mickey le palmeó la espalda y le acercó un vaso de agua; Buzz siguió tosiendo, disfrutando de la cara de Stompanato: un Adonis italiano convertido en un chiquillo asustado. El miedo parecía a punto de marchitarle el grasiento peinado. Cohen palmeó a Buzz con más fuerza; Buzz bebió un sorbo de agua y fingió que recuperaba el aliento.

—Davey, eres un tipo gracioso.

Davey sonrió a medias.

—El mejor del Oeste. Escribo todos los números del señor Cohen para los fumadores del Friar's Club. Pregúntale: «¿Cómo anda tu esposa?»

Buzz saludó a Davey con el vaso.

—Mickey, ¿cómo anda tu esposa?

Mickey Cohen se alisó las solapas y olisqueó el clavel que llevaba en el ojal.

—A algunas mujeres las quieres mirar, pero de mi esposa quieres escapar. Dos matones de Dragna vigilaban mi casa después del tiroteo de Sherry's. Mi esposa les compró leche y galletas, les dijo que dispararan bajo. Como no lo hace conmigo desde que Lindbergh cruzó el Atlántico, no quiere que nadie más lo haga. Mi esposa es tan fría que la criada llama a nuestra alcoba el polo. Cuando la gente me pregunta: «Mickey, ¿cómo te va en la cama?», yo me saco un termómetro de los calzoncillos, y la temperatura es bajo cero. La gente dice: «Mickey, eres popular entre las mujeres, te deben remendar, lavar y secar regularmente.» Yo digo: «No conocéis a mi esposa. Más que plancharme y secarme, me fríe y me arrincona a un lado.» Algunas mujeres son dignas de verse, pero mi esposa es para escapar. ¡Demonios… ahí viene!

Mickey terminó el número manoseando el sombrero. Davey, el guionista se derrumbó sobre la mesa, desternillándose de risa. Buzz trató de reír pero no lo consiguió; pensaba que Meyer Harris Cohen había matado a once hombres, por lo que él sabía, y que como mínimo debía recaudar diez millones al año, libres de impuestos. Asintiendo con la cabeza, dijo:

—Mickey, eres sensacional.

Unos tontos de la mesa contigua aplaudían el número; Mickey los saludó con el sombrero.

—¿De veras? Entonces, ¿por qué no te ríes? Davey, Johnny, sentaos en otra parte.

Stompanato y el guionista se largaron en silencio.

—Necesitas trabajo o que te echen una mano. ¿No?

—Te equivocas.

—¿Howard te trata bien?

—Me trata bien.

Cohen jugueteó con el vaso, tamborileando con la piedra de seis quilates que llevaba en el dedo.

—Sé que tienes algunas deudas. Tendrías que trabajar para mí, muchacho. Buenas condiciones, ningún problema con la paga.

—Me gusta el riesgo. Me estimula la circulación.

—Estás loco de remate. ¿Qué quieres? No tienes más que pedirlo.

Buzz miró alrededor, vio que Stompanato estaba en la barra empinando el codo para darse ánimos y vio a ciudadanos respetables que observaban a Mickey subrepticiamente, como si fuera un gorila del zoo que pudiera escapar de la jaula.

—Quiero que no le hagas daño a un sujeto que va a sacarte de tus casillas.

—¿Qué?

—¿Conoces a Lucy Whitehall, la amiga de Audrey?

Mickey dibujó un reloj de arena en el aire.

—Claro. Sol Gelfman la contrató para su próxima película. Según él la chica llegará lejos.

—Al infierno y en barco, tal vez —dijo Buzz.

Vio que Mickey empezaba su farfulleo patentado —hacía aletear las fosas nasales, apretaba la mandíbula, movía los ojos buscando algo para destrozar— y le dio el Bloody Mary a medio beber que había dejado Johnny Stompanato. Cohen bebió un sorbo y se enjugó la pulpa de limón de los labios.

—Dímelo. Venga.

—El amante de Lucy estaba extorsionando a Sol con unas fotos obscenas. Yo le eché a perder el negocio y le di unos golpes. Lucy necesita un lugar seguro donde alojarse, y sé que el griego tiene amigos en Hollywood Oeste, en el Departamento del sheriff… tus amigos. También sé que vendía marihuana en territorio de Dragna, lo cual enfureció al viejo Jack. Dos buenas razones para que lo dejes en paz.

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