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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (8 page)

BOOK: El gran desierto
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—¿Es mayor ahora? ¿Lleva otro corte de pelo?

—Estas fotos tienen seis años. ¿Lo ha visto?

El camarero sacó unas gafas del bolsillo, se las puso y sostuvo las fotos a cierta distancia.

—¿Sopla por aquí?

Danny no entendió y se preguntó si sería una alusión sexual.

—¿Qué quiere decir?

—Si es músico, si toca por aquí.

—El trombón en Bido Lito's.

El camarero chasqueó los dedos.

—Eso es. Sí le conozco. Martin algo. Se toma una copa aquí entre una sesión y otra. Lo ha hecho desde Navidad, porque el bar de Bido Lito's no atiende a los empleados. Un bebedor ansioso, como…

Como usted. Danny sonrió. El burbon lo había calmado.

—¿Lo vio anoche?

—Sí, en la calle. Él y otro fulano se dirigían a un coche, a la esquina de la Sesenta y Siete. Parecía mareado, tal vez…

Danny se inclinó hacia delante.

—¿Tal vez qué? Sin rodeos.

—Tal vez drogado. Si uno trabaja un tiempo en clubes de jazz, se van atando cabos. Ese sujeto, Martin, caminaba como si fuera de goma, como si estuviera drogado. El otro lo rodeaba con el brazo, y lo ayudaba a avanzar hacia el coche.

—Ahora despacio. La hora, una descripción del coche y del otro hombre. Despacio.

Los clientes empezaban a formar un enjambre alrededor de la barra: negros con trajes chillones, sus mujeres medio paso atrás, todas maquilladas para parecerse a Lena Horne. El camarero miró a los clientes, miró de nuevo a Danny.

—Tenía que ser entre las 12.15 y las 12.45. Martin y el otro cruzaban la acera. Sé que el coche era un Buick, porque tenía esos agujeros redondos en el flanco. Sólo recuerdo que el otro era alto y canoso. Los vi de soslayo, y pensé: «Me gustaría tener tanto pelo.» ¿Puedo atender a la clientela?

Danny estaba a punto de decir que no; el camarero se volvió hacia un joven de barba con un saxo alto colgado del cuello.

—Coleman, ¿conoces a ese trombón blanco de Bido's? Martin no se qué.

Coleman se acercó al mostrador, cogió dos puñados de hielo y se los apretó contra la cara. Danny lo estudió: alto, rubio, casi treinta años, apuesto y desaliñado, como el protagonista masculino de esa comedia musical que Karen Hiltscher lo había arrastrado a ver. Tenía la voz floja, exhausta.

—Claro. Mal músico, por lo que oí. ¿Por qué?

—Habla con este caballero. Es policía. El te dirá por qué.

Danny señaló el vaso, rebasando en dos copas su límite de cada noche. El camarero llenó el vaso y se escabulló.

—¿Está con la Doble Siete? —preguntó el saxo alto.

Danny bebió el trago e impulsivamente tendió la mano.

—Me llamo Upshaw. Hollywood Oeste, Departamento del sheriff.

Se dieron la mano.

—Coleman Healy. Cleveland, Chicago y el planeta Marte. ¿Se ha metido Martin en algún lío?

El burbon había entibiado demasiado a Danny, se aflojó la corbata y se acercó a Healy.

—Anoche lo asesinaron.

Healy torció el gesto. Danny vio que cada uno de los atractivos rasgos se sacudía espasmódicamente, apartó la mirada para dejar que el otro recobrara la compostura. Cuando se volvió, Healy se estaba sentando ante el mostrador. Danny rozó con la rodilla el muslo del saxo alto: estaba muy tenso.

—¿Le conocía bien, Coleman?

Ahora la cara de Healy aparecía demacrada bajo la barba.

—Charlamos un par de veces en Navidad, aquí mismo. Nada importante. El nuevo disco de Bird, el tiempo. ¿Tiene idea de quién fue?

—La pista de un sospechoso: un hombre alto y canoso. El camarero lo vio anoche con Goines, caminando hacia un coche aparcado en Central.

Coleman acarició las teclas del saxo.

—Vi a Martin con un tipo así un par de veces. Alto, maduro, con aire respetable. —Hizo una pausa y añadió—: Mire, Upshaw, no me gusta hablar mal de los muertos, pero ¿puedo darle una opinión personal… con discreción?

Danny deslizó el taburete hacia atrás para verle bien la cara. Healy parecía ansioso de ayudar.

—Adelante, las opiniones a veces son útiles.

—Bien, creo que Martin era marica. El fulano de más edad tenía facha de mujercita. Los dos se acariciaban con los pies bajo la mesa. Cuando lo noté, Martin se apartó del otro, como un chico al que sorprenden con la mano en el tarro de las galletas.

Danny dio un respingo, pensando en las etiquetas que había desechado porque le parecían demasiado toscas y contrarias al espíritu de Vollmer y Maslick: «Muerte de un bujarrón.» «Mutilación de un mariquita.»

—Coleman, ¿podría identificar al otro hombre?

Healy jugueteó con el saxo.

—No creo. Aquí la luz es rara, y lo que acabo de decirle es sólo una impresión.

—¿Vio usted a ese hombre antes o desde esas charlas con Goines?

—No, nunca a solas. Y estuve aquí toda la noche, por si piensa que fui yo.

Danny meneó la cabeza.

—¿Sabe si Goines se drogaba?

—No. Le gustaba demasiado el alcohol para ser adicto.

—¿Sabe qué otras personas lo conocían? ¿Otros músicos de la zona?

—Nada. Sólo charlamos un par de veces.

Danny extendió la mano; Healy la torció hacia abajo, transformando el saludo convencional en un apretón de jazzista.

—Nos vemos en la iglesia —se despidió, y se encaminó hacia el escenario.

Muerte de un marica.

Mutilación de un invertido.

Coleman Healy subió al escenario e intercambió palmadas con los demás músicos. Gordos y cadavéricos, picados de viruela, grasientos y con aire enfermo, parecían fuera de lugar junto al elegante saxo alto, como la foto de una escena del delito con borrones que alteraban la simetría y destacaban detalles donde no debían. La música empezó: el piano le cedió una melodía machacona a la trompeta, la batería intervino, el saxo de Healy gimió, vibró, descompuso el refrán básico en variaciones. La música degeneró en ruido; Danny vio varios teléfonos cerca de los aseos y volvió a su trabajo.

Su primera moneda le puso en contacto con el jefe de guardia de la Setenta y Siete. Danny explicó que era un detective del Departamento del sheriff que trabajaba en un homicidio: un jazzista y presunto drogadicto mutilado y abandonado cerca del Strip. Al parecer la víctima ya no se drogaba, pero aun así quería una lista de los vendedores locales de heroína. El asesinato podía estar relacionado con drogas.

—¿Cómo anda Mickey? —preguntó el jefe de guardia. Y antes de colgar añadió—: Presente una solicitud por canales oficiales.

Irritado, Danny marcó el número personal del doctor Layman en el depósito de cadáveres de la ciudad, mirando de reojo el escenario. El patólogo respondió al segundo timbrazo.

—¿Sí?

—Danny Upshaw, doctor.

Layman rió.

—Danny Ambicioso… Acabo de hacer la autopsia del cadáver que intentaste usurpar.

Danny contuvo el aliento y dejó de mirar a Coleman Healy, que giraba con el saxo.

—¿Sí? ¿Y?

—Y primero una pregunta. ¿Metiste un depresor en la boca del cadáver?

—Sí.

—Agente, nunca introduzcas elementos extraños en cavidades interiores sin haber examinado totalmente el exterior. El cadáver tenía cortes con astillas de madera en toda la espalda. Pino. Y tú le metiste un trozo de pino en la boca, dejando fragmentos similares. ¿Te das cuenta que podrías haber estropeado mi análisis?

—Sí, pero era obvio que la víctima fue estrangulada con una toalla o un cinturón de tela… Las fibras lo indicaban claramente.

Layman soltó un suspiro largo y exasperado.

—La causa de la muerte fue una sobredosis de heroína. Se la inyectaron en una vena junto a la columna vertebral. Lo hizo el homicida, pues la víctima no podría haber llegado allí. Le pusieron la toalla en la boca para absorber la sangre cuando la heroína llegó al corazón de la víctima y le reventó las arterias, lo cual significa que el homicida tenía conocimientos elementales de anatomía.

—Demonios —exclamó Danny.

—Un comentario apropiado, pero la cosa se pone peor. He aquí algunos detalles incidentales:

»Primero, no había heroína residual en la corriente sanguínea. La víctima ya no era adicta, aunque los pinchazos en los brazos indican que lo había sido. Segundo, la muerte se produjo entre la una y las dos de la madrugada, y las magulladuras del cuello y los genitales eran
post mortem
. Los tajos de la espalda también se produjeron después de la muerte, seguramente con hojas de afeitar sujetadas con un mango de pino o una máquina. Hasta ahora, brutal, pero nada nuevo para mí. Sin embargo…

Layman hizo su clásica pausa de orador universitario. Danny, sudando burbon, urgió:

—Vamos, doctor.

—Bien. La sustancia que había en las cuencas oculares era una pomada lubricante. El asesino insertó el pene en las cuencas y eyaculó, por lo menos dos veces. Encontré seis centímetros cúbicos de semen deslizándose hacia la bóveda craneana. Cero positivo, el tipo de sangre más común entre los blancos.

Danny abrió la puerta de la cabina; oyó algunos acordes y vio a Coleman Healy arqueándose mientras alzaba el saxo hacia el techo.

—¿Las mordeduras del torso?

—En mi opinión no son humanas —respondió Layman—. Las heridas estaban demasiado extendidas para sacar moldes. No hay modo de obtener marcas dentales viables. Además, el asistente que se encargó del cadáver después de que tú representaras tu pequeño número frotó la zona afectada con alcohol, así que no pude obtener muestras de saliva o jugo gástrico. Sólo encontré la sangre de la víctima, AB positivo. ¿Cuándo descubriste el cuerpo?

—Poco después de las cuatro.

—Entonces es poco probable que se trate de animales carroñeros de las colinas. De todos modos, las heridas están demasiado localizadas para que esta teoría sea válida.

—Doctor, ¿está seguro de que son marcas de mordeduras?

—Sin duda. La inflamación que rodea las heridas está hecha con la boca. Es demasiado ancha para ser humana…

—¿Piensa usted…?

—No interrumpas. Tal vez el asesino embadurnó la zona afectada con sangre y dejó que algún perro feroz y bien adiestrado se lanzara sobre la víctima. ¿Cuántos hombres trabajan en el caso, Danny?

—Sólo yo.

—¿Identificación? ¿Pistas?

—Eso anda bien, doctor.

—Échale el guante.

—Lo haré.

Danny colgó y salió. El aire frío aplacó el calor que le había dado el burbon y le ayudó a reflexionar. Ahora tenía tres pistas claras:

Las mutilaciones homosexuales coincidían con la observación de Coleman Healy de que Martin Goines era «marica», y que su acompañante con aire de «mujercita» se parecía al hombre alto y canoso que el camarero había visto con Goines, enfilando hacia el Buick robado la noche anterior, una hora antes del momento estimado de la muerte. La sobredosis de heroína era la causa de la muerte; el camarero había dicho que Goines se contoneaba como si estuviera drogado, y tal vez esa pequeña cantidad de droga había sido precursora de la inyección que le reventó el corazón; sin olvidar la previa adicción y la reciente rehabilitación de Goines. Al margen de las posibles mutilaciones con animales, tenía una pista sólida: el hombre alto y canoso, una «mujercita» capaz de conseguir heroína, jeringas hipodérmicas y persuadir a un heroinómano reformado de drogarse para celebrar la Noche Vieja.

Y aún no había conseguido ayuda de la policía de Los Ángeles sobre los expendedores locales de heroína; una extorsión entre drogadictos era la única jugada lógica.

Danny cruzó hasta Tommy Tucker's Playroom, encontró una mesa vacía y pidió café para combatir el efecto del alcohol. Tocaban baladas. Las paredes estaban tapizadas con rayas de cebra y un empapelado barato con un motivo selvático, arrugado por antorchas cuyas llamadas lamían el techo. Otro foco potencial de incendio, capaz de echar al traste la manzana entera. El café negro y fuerte lo despejó; la música era suave, caricias para las parejas: tórtolos que se cogían de la mano y bebían combinados de ron. La atmósfera le recordó San Berdoo en el año 39, él y Tim viajaron en un Oldsmobile robado a un baile de promoción en un pueblo, se cambiaron de ropa en su casa mientras su madre hojeaba la revista
Watchtowers
frente a la tienda Coulter's. En ropa interior, manoseos y bravuconadas, bromas sobre los sustitutos para las muchachas; Timmy con Roxanne Beausoleil frente al gimnasio esa noche: los dos sacudieron tanto el Oldsmobile que casi estropearon la suspensión. Él, el tímido del baile, no quiso hacerlo con Roxanne, bebió ponche con especias, se puso sensiblero con las canciones lentas.

Danny acalló los recuerdos con trabajo de policía: buscó infracciones a las normas de higiene y seguridad, a los reglamentos sobre bebidas alcohólicas, alguna transgresión. El portero dejaba entrar a menores; negras altas con vestidos con corte daban vueltas buscando clientes; había una sola salida lateral en una sala enorme donde la temperatura resultaba sofocante. Pasó el tiempo, la música subió de tono y luego volvió a ser suave, el café y los vistazos constantes le mantenían en guardia. Luego dio con algo. Vio a dos negros cerrando un trato junto a las cortinas de la salida: dinero por algo que cabía en la mano, una rápida salida al aparcamiento.

Danny contó hasta seis y los siguió. Abrió la puerta y miró al exterior. El que había cogido el dinero caminaba a grandes zancadas hacia la acera; el otro estaba dos filas de coches más allá, abriendo la portezuela de un vehículo coronado por una larga antena. Danny le dio treinta segundos para inyectarse, encender o esnifar, luego extrajo la 45, se agachó y se acercó.

El coche era un Mercedes color lavanda; volutas de humo de marihuana salían por las ventanillas. Danny aferró la puerta del conductor y la abrió de golpe; el negro gritó, soltó el cigarrillo y retrocedió al ver el revólver que tenía ante la cara.

—Departamento del sheriff —espetó Danny—. Las manos en el salpicadero. Despacio o te liquido.

El joven obedeció a cámara lenta. Danny le apoyó el cañón de la 45 bajo la barbilla y lo cacheó: bolsillos de la chaqueta, la cintura por si escondía armas. Encontró una billetera de piel de cocodrilo, tres cigarrillos de marihuana, ninguna pieza de artillería; abrió la guantera y encendió la luz del salpicadero. El muchacho intentó decir algo; Danny le hundió el revólver con más fuerza, cortándole la respiración y obligándole a callar.

El tufo del cigarrillo era apestoso; Danny encontró la colilla en el asiento y la apagó. Con la mano libre abrió la billetera, extrajo el permiso de conducir y más de cien dólares en billetes de diez y de veinte. Se guardó el dinero en el bolsillo y leyó el carné: Carlton W. Jeffries, un metro sesenta, nacido el 19/6/29, calle Noventa y Ocho Este 439 1/4, Los Ángeles. Una rápida revista a la guantera le permitió encontrar un registro de vehículos automotores con el mismo titular y un fajo de multas impagadas en sus respectivos sobres. Danny guardó el carné, los cigarrillos, el dinero y el registro en un sobre y lo arrojó al suelo; apartó la 45 de la barbilla del chico y usó el cañón para hacerle volver la cabeza. De cerca, vio a un sujeto marrón chocolate al borde de las lágrimas. Movía los labios y la nuez de Adán, resollando para recobrar el aliento.

BOOK: El gran desierto
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