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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (38 page)

BOOK: El gran desierto
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Marchó en compañía de Al y Jerry, profesionales que conocían su oficio; se aproximaban letreros: ¡JUSTICIA FISCAL YA!; ¡NO A LA AUTOCRACIA DE LOS ESTUDIOS!; ¡SALARIOS JUSTOS! Codos de los Transportistas se hundieron en las costillas de los UAES; los malos torcieron la cara, no respondieron al ataque, siguieron marchando y gritando. Era la Cámara Humana acelerada; Danny imaginaba mezcladoras, picadoras, sierras eléctricas y motores potentes trabajando a toda marcha, sin dejarle pensar ni concentrarse en una imagen concreta. Siguió entonando sus diatribas prefabricadas, hablando a Jerry, que le respondió según el guión de Considine:

—Hablas como si te mandaran de Moscú, amigo. ¿De qué lado estás?

—¡Del lado que me paga un maldito dólar por hora para esto, amigo! —respondió Danny.

Jerry le aferró el brazo mientras la gente de la UAES se detenía a mirar:

—Si eso no te basta…

Se zafó y siguió caminando y gritando según las indicaciones del guión; según lo establecido, el jefe del piquete se le acercó y le endilgó un sermón de advertencia, llamó a Al y Jerry, para que todos se dieran la mano como niños en el patio de la escuela, ante la mirada de un grupo de izquierdistas anémicos. Los tres actuaron hurañamente, el jefe del piquete volvió deprisa al camión y Danny vio que hablaba con el que repartía café —el infiltrado de la UAES— y señalaba con el pulgar el pequeño incidente en que acababa de arbitrar.

—No remolonees, Krugman —espetó Al.

Jerry masculló epítetos anticomunistas, Danny alegó que él formaba «parte del pueblo», un discurso en verdadero estilo Krugman por si los malos estaban escuchando, un material que Considine había descubierto en un viejo informe del Escuadrón Anticomunista de la policía neoyorquina: sindicatos de obreros de la confección machacando cabezas como salvajes mientras los «jefes» de ambos lados se desentendían de sus subalternos. Danny suplicó a los filisteos Al y Jerry que comprendieran por qué hablaba así; ellos sacudieron la cabeza y se alejaron, asqueados de trabajar junto con una traidora rata comunista.

Danny marchó, letrero en alto, gritando «¡FUERA ROJOS!», diciéndolo en serio, pero saboreando la pelota que acababa de lanzar. Su Cámara Humana empezó a funcionar, todo parecía contenido y controlado, como si acabara de tomarse sus cuatro copas de rigor y no quisiera una quinta, como si hubiera nacido para esto y el baile de maricas en el apartamento de Gordean no le afectara en lo más mínimo. Era un caos en el vacío: te empujaban hacia la picadora de carne y reías mientras te trituraban. Transcurrió el tiempo; Al y Jerry pasaron junto a él: una, dos, tres veces, mascullando palabrotas. En la cuarta ronda venían con el instructor de la Academia, una letrina de ladrillo cerrándole el paso, plantándole los dedos en el pecho. Esa mole improvisó a partir del guión de Considine:

—¿Así que éste es un comunista duro? A mí me parece una mujercita débil.

Y luego susurró algo que no figuraba en el guión:

—Actúa bien, bazofia del condado.

Danny improvisó. Retorció los dedos de esa mole hasta rompérselos. El hombre aulló y soltó un gancho de izquierda, Danny atacó arrojándole puñetazos al plexo solar. El instructor de la Academia se arqueó, Danny le propinó un taconazo de acero en los testículos, lanzándolo contra el piquete de la UAES.

Cundieron los gritos; sonaron silbatos. Danny recogió un cartel y se dispuso a arrojarlo contra la cabeza de su coprotagonista. Luego lo rodearon uniformes azules y porras que lo derribaron a golpes. Una y otra vez lo tumbaron y lo levantaron, y al fin lo tumbaron y lo patearon. Se desmayó, luego sintió sabor a sangre y acera. Unas manos lo levantaron y se encontró frente a Norman Kostenz, idéntico a la foto que le había dado Mal Considine, un tipo amistoso que le decía:

—Ted Krugman, ¿eh? Creo que he oído hablar de ti.

La hora siguiente pasó con una celeridad de cámara rápida.

El afable Norman lo ayudó a limpiarse y lo llevó a un bar del Boulevard. Danny se recuperó pronto de los golpes. El dolor le palpitaba en el trasero, los dientes flojos, los costados. Los policías de uniforme tenían que haber sabido del plan de Considine y habían improvisado, de lo contrario le habrían partido la cabeza en serio. El guión indicaba que interrumpieran la trifulca, separaran a los combatientes y propinaran algunos golpes menores antes de distanciarlos. Obviamente habían seguido su propia iniciativa, y las patadas y su caída en la alcantarilla eran una improvisación, una represalia por haberse ensañado con uno de los suyos. Ahora la pregunta era cómo reaccionaría «Llámame Mal» por el daño que había causado. A fin de cuentas, él había estado en el Departamento de Policía.

En el bar las preguntas lo obligaron a ser Ted Krugman, sin tiempo para pensar en las consecuencias.

Norm Kostenz le tomó una foto para tener un recuerdo de la pelea y lo alabó, un adorador de los duros; Danny empezó a ser Ted bebiendo una cerveza y una copa doble, fingiendo que rara vez bebía, que era sólo para aliviar sus huesos machacados por los fascistas. El alcohol sirvió de ayuda: le calmó ese dolor ardiente y le hizo mover los hombros para aliviar los calambres que vendrían después. Después del trago se sintió mejor, orgulloso de su representación; Kostenz comentó que Jukey Rosensweig solía hablar de él y de Donna Cantrell. Danny representó una escena de dolor sobre Donna, valiéndose de ella para cubrir sus años de inactividad: el profesor Cantrell convertido en un vegetal, su amada Donna muerta por culpa de los fascistas, él demasiado aturdido por el dolor para organizar, protestar o contraatacar. Kostenz insistió. Quiso saber qué había hecho desde el suicidio de Donna, Danny le ofreció un combinado Upshaw-Krugman: robos de coches reales efectuados por un imaginario Ted el Rojo, falsas fugas a la Costa Este. El afable Norm se lo tragó todo, un buen plato fuerte; pidió una segunda ronda de tragos y le hizo preguntas sobre el conflicto del sector de la confección, la Liga Robeson, los comentarios que había hecho Jukey. Danny pasó la prueba sin problemas: nombres e imágenes cedidas por Considine, largos discursos ensalzando las virtudes de diversos izquierdistas, salpimentadas con rasgos de agentes y personas de San Berdoo que había conocido en la realidad. Kostenz lamió el plato y pidió más, Danny subió al cielo. Se le habían calmado los dolores, y se acariciaba las mangas de la cazadora como si fueran su segunda piel. Combinó historias inventadas con datos de Considine: un largo discurso sobre su pérdida de fe política, la constante seducción de mujeres comunistas, basada en las fotos de Mal, su larga odisea a través del país. El autodesprecio y la curiosidad lo habían llevado al piquete de los Transportistas, aunque ahora sabía que nunca podría ser un matón fascista: quería trabajar, pelear, organizar, ayudar a la UAES a terminar con la explotadora tiranía de los dueños de los estudios. Casi sin aliento, Norm Kostenz escuchó, se levantó y dijo:

—¿Puedes reunirte conmigo y nuestra supervisora? Mañana a mediodía en El Coyote, en Beverly.

Danny se levantó tambaleándose. Supo que era más por su actuación, merecedora de un Oscar, que por el alcohol y la paliza. Dijo «Allí estaré» y se cuadró como el tío Stalin en un noticiario que había visto.

Danny regresó a su apartamento, se cercioró de que sus archivos y fotos estaban en su escondrijo, se dio una ducha caliente y se puso árnica en los cardenales que se le empezaban a formar en la espalda. Desnudo, ensayó un diálogo con Claire de Haven frente al espejo del cuarto de baño, luego se puso su atuendo izquierdista: pantalones de lana, cinturón de piel, camiseta, botas, cazadora de piel. Ted Krugman pero policía. Se admiró a sí mismo en el espejo, luego se dirigió al Strip.

Anochecía y el crepúsculo oscurecía los nubarrones bajos. Danny aparcó en Sunset frente a la agencia Felix Gordean, se hundió en el asiento empuñando los binoculares y escudriñó la casa. Era un edificio de una planta: gris, estilo francés rústico, ventanas con persianas, arcada, letras
art déco
de bronce sobre el buzón. Al lado había un garaje con la entrada iluminada por las luces del techo. Había tres coches aparcados dentro; Danny entornó los ojos y anotó tres matrículas de California del 49: DB 6841, GX 1167, QS 3334.

Cayó la noche, Danny fijó los ojos en la entrada. A las cinco y media un blanco de unos veinticinco años salió, subió al Ford verde GX 1167 y se marchó. Danny anotó una descripción del coche y del hombre, luego siguió observando. A las seis menos cuarto llegó un La Salle blanco de la preguerra, California, 1949, TR 4191; un latino joven y apuesto con chaqueta y pantalones holgados se apeó, llamó al timbre y entró en la agencia. Danny tomó nota, siguió observando, vio que dos hombres mayores de pelo oscuro con traje de ejecutivo salían, caminaban hasta el garaje y subían al DB 6841 y al QS 3334, arrancaban y se marchaban por Sunset en direcciones opuestas. El latino salió diez minutos después; Danny redondeó la descripción de esos hombres. Ninguno se parecía al sospechoso.

El tiempo pasó lentamente, Danny se quedó pegado al asiento. Apestaba a ungüento y volvía a sentir los músculos doloridos. A las seis y cuarto un Rolls-Royce entró en el garaje; un hombre con traje de chófer se apeó, llamó al timbre de la agencia, habló por el interfono, cruzó la calle y se perdió de vista. En el interior de la casa se apagaron las luces. Sólo una ventana quedó iluminada.

Danny pensó: el chófer de Gordean ha dejado el coche, tal vez no vengan más «clientes». Vio una cabina telefónica en la esquina, caminó hasta allí, insertó una moneda en la ranura y llamó a Circulación por la línea policial.

—¿Sí? ¿De parte de quién?

Danny observó la única luz encendida del edificio.

—Agente Upshaw, Hollywood Oeste. Deprisa.

—Andamos un poco atrasados con los registros de vehículos —dijo el operador.

—Ésta es la línea policial, no la Central de Circulación. Soy un detective de homicidios, así que dese prisa.

El hombre respondió con tono compungido.

—Estábamos ayudando a regis… Lo lamento, agente. Deme esos nombres.

—Tengo los números y la descripción de los vehículos. Usted deme los nombres. Cuatro matrículas de California del 49: DB 6841, GX 1167, QS 3334 y TR 4191. Dese prisa.

—Sí, señor —dijo el operador. Hubo un zumbido en la línea, Danny observó la agencia de Felix Gordean. Los segundos se alargaron; el hombre regresó—. Los tengo, agente.

Danny apoyó la libreta en la pared.

—Escucho.

—DB 6841 pertenece a Donald Willis Wachtel, calle Franklin 1638, Santa Mónica. GX 1167 pertenece a Timothy James Costigan, calle Saticoy 11692, Van Nuys. En QS 3334 tenemos a Alan Brian Marks, Cuarta Avenida 209, Venice. El TR 4191 es de Augie Luis Duarte, Vendome Norte 1890, Los Ángeles. ¿Es todo?

Los nombres no le decían nada, aunque el «Duarte» le resultaba familiar. Danny colgó justo cuando se apagaba la luz de la ventana. Corrió a su coche, se puso al volante y esperó.

Felix Gordean salió poco después. Comprobó que la puerta estaba bien cerrada, apagó las luces del garaje, retrocedió con el Rolls y viró en redondo para enfilar hacia el oeste por Sunset. Danny contó hasta cinco y lo siguió.

Resultaba fácil seguir al Rolls. Gordean conducía con cautela y se mantenía en el carril central. Danny dejó que un coche se interpusiera entre ambos y se guió por la antena de Gordean, una larga vara de metal con una bandera ornamental en la punta. El resplandor de los faros que venían en dirección contraria la destacaba.

Viajaron hacia el oeste. Salieron del Strip y entraron en Beverly Hills. En Linden el coche de en medio viró a la derecha y se dirigió hacia el norte. Danny se acercó a Gordean, rozando el parachoques del Rolls con los faros, luego retrocedió. Dejaron Beverly Hills para entrar en Holmby Hills y Westwood, el tráfico era casi nulo. Brentwood, Pacific Palisades, un verdor moteado de casas estilo español y terrenos baldíos. Sunset Boulevard serpeaba en medio de una oscuridad verde y negruzca. Danny vio el reflejo de unos faros tras él.

Mantuvo la velocidad, los haces se intensificaron y desaparecieron. Miró por el espejo retrovisor, vio luces bajas a tres coches de distancia y a nadie más en el camino; pisó el acelerador y avanzó hasta que el Rolls de Gordean estuvo a menos de un tiro de piedra del morro del Chevy. Otro vistazo por el espejo: un coche detrás.

Lo seguían.

Alguien lo vigilaba.

Doble vigilancia.

Danny tragó saliva. A la derecha vio una hilera de terrenos desiertos, bordeados de tierra. Viró bruscamente a la derecha, tomó la cuneta de tierra y avanzó por un terreno pedregoso, castigando la parte inferior del Chevy. El otro coche seguía por Sunset, sin luces y a la misma velocidad, viró a la izquierda, puso primera, abandonó el camino de tierra para volver al asfalto. Encendió las luces largas; segunda y tercera, apretó el acelerador. Un sedán pardo de posguerra, perdiendo terreno; la matrícula enlodada, el conductor tal vez deslumbrado por sus luces.

De pronto el sedán viró a la derecha y tomó por una calle lateral mal iluminada. Danny frenó y patinó virando en redondo. El coche quedó parado frente al tráfico. Se acercaban faros; arrancó, salió del camino y avanzó calle arriba dejando atrás Sunset y una salva de bocinazos.

Había bungalows a ambos lados de la calle; un letrero indicaba que el lugar era «La Paloma Drive Norte, 1900». Danny aceleró. La calle era cada vez más empinada y no había coches en movimiento a la vista. Las luces de las casas le daban un poco de claridad. La Paloma Drive se convirtió en una cima y se acható. Allí estaba su sedán pardo, al borde de la calle, la portezuela abierta.

Danny frenó detrás, encendió las luces altas, desenfundó el arma. Bajó y avanzó revólver en mano. Miró dentro y no vio nada salvo una pulcra tapicería, retrocedió y vio un Pontiac Super Chief 48 abandonado en una calle despoblada rodeada de colinas oscuras.

El corazón le palpitaba aceleradamente, tenía la garganta seca y las piernas flojas, y le temblaba la mano del arma. Escuchó y no oyó nada salvo sus propios ruidos; buscó rutas de escape y vio una docena de calzadas que conducían a patios traseros y la sierra de las Montañas de Santa Mónica.

Danny pensó: «Actúa como un policía, anda despacio, estás a cargo de un caso de homicidio.» Esa frase lo calmó; enfundó la 45, se arrodilló y registró el asiento delantero.

Nada en el asiento; la documentación sujeta a la columna de dirección, donde debía estar. Danny desató la tira de plástico sin tocar superficies planas, la puso a la luz de sus faros y leyó:

BOOK: El gran desierto
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