Read El gran desierto Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (36 page)

BOOK: El gran desierto
11.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Mick y Davey Goldman estaban ensayando un nuevo número cómico, con una escopeta calibre 12 en vez de micrófono. Johnny Stompanato jugaba al rummy con Morris Jahelka. Entre una mano y otra discutían planes para la reunión cumbre Cohen-Dragna. Y Buzz entrevistaba a matones de los Transportistas de Mickey, recogiendo rumores, una precaución de último momento antes de que Mal Considine enviara a su hombre.

Hasta ahora, aburrida jerigonza comunista:

Claire de Haven y Mort Ziffkin intercambiaban clichés sobre el derrocamiento de la «autocracia de los estudios»; Fritzie «Picahielo» Kupferman había identificado a un empleado de los Transportistas como un infiltrado de la UAES; durante semanas le habían dicho sólo lo que querían que oyera, dejando que llevara las noticias al otro lado en su camión de alimentos. Mo Jahelka tenía una sensación inquietante: los piquetes de la UAES no contraatacaban cuando los empujaban o los provocaban verbalmente. Se quedaban tranquilos como si estuvieran esperando el momento oportuno, y aun los izquierdistas más pendencieros conservaban la calma. Mo pensaba que la UAES se guardaba un as en la manga. Buzz había inflado las declaraciones para que Ellis Loew pensara que estaba trabajando con más empeño del que en realidad ponía, sintiéndose como un agradable y sabroso cristiano en el antro del león, esperando a que el león tuviera hambre y reparara en él.

Johnny Stompanato León.

Mickey León.

Johnny lo miraba con mal ceño desde que había llegado. Hacía diez días que Buzz había terminado con la extorsión de Lucy Whitehall y había comprado al matón con cinco billetes de cien. «Hola, Buzz», «Hola, Johnny», nada más. Había estado tres veces con Audrey, una noche entera en su apartamento, dos citas rápidas en la guarida de Howard en Hollywood Hills. Si Mickey hacía vigilar a Audrey, el espía era Johnny; si Johnny los descubría, tendría que hipotecarle la vida o matarlo, no habría solución de compromiso. Si Mickey se enteraba, era el gran adiós. Aquel hombrecito era cruel cuando se enfadaba: cuando descubrió al pistolero que había despachado a Hooky Rothman, le metió dos balazos en las rótulas, una noche de agonía con un remate Fritzie Kupferman: un picahielo en el oído. Fritzie había actuado como Toscanini dirigiendo Beethoven, agitando la batuta antes de perforar el cerebro del pobre diablo.

Mickey León, su antro: el bungalow de bambú.

Buzz guardó su libreta, echando un último vistazo a los cuatro nombres que Dudley Smith le había dado: rojos a quienes debía investigar, más averiguaciones, quizá más datos para sus informes. Mickey León y Johnny León charlaban ahora junto al hogar. En la pared había una foto de Audrey Leona en bragas y sostén. Mick lo llamó con el dedo, Buzz se acercó.

El comediante tenía preparado su número.

—Un tipo viene y me pregunta: «Mickey, ¿cómo andan los negocios?» Le digo: «Amigo, es como el mundo del espectáculo: no hay negocio.» ¿Entiendes? No hay negocio como el mundo del espectáculo, ¿eh? Otra. Le hago una insinuación a una tía y ella responde: «No me acuesto con cada Fulano y Mengano.» Yo digo: «¿Qué dices de mí? ¡Yo soy Mickey!»

Buzz rió y señaló la foto de Audrey, mirando atentamente a Johnny Stompanato.

—Deberías incluirla en tu número. La Bella y la Bestia. Tendrías un éxito sensacional.

Johnny no reaccionó. Mickey contrajo la cara como si la sugerencia le interesara realmente. Buzz hizo un nuevo sondeo.

—Consigue algún negro que haga un papel secundario, haz como que se acuesta con Audrey. Los negros siempre resultan graciosos.

De nuevo ninguna reacción.

—No necesito
shvartzes
—rechazó Mickey—. No confío en los
shvartzes
. ¿Qué obtienes cuando cruzas un negro con un judío?

—No sé. ¿Qué? —dijo Buzz haciéndose el tonto.

—¡Un portero que es dueño del edificio! —exclamó Mickey desternillándose de risa.

Johnny rió entre dientes y se excusó. Buzz miró a la Chica Explosiva a los veinte e hizo una apuesta: cien contra uno a que Mick no sabía nada sobre ellos.

—Tendrías que reírte más —comentó Mickey—. No confío en la gente sin sentido del humor.

—Tú no confías en nadie, Mick.

—¿No? ¿Pues qué dices de esto? El ocho de febrero en mi mercería, mi trato con Jack D. Doce kilos de marihuana mexicana, reparto del dinero, comida y bebida. Todos mis hombres, todos los de Jack. Nadie va armado. Eso sí es confianza.

—No lo creo —dijo Buzz.

—¿El trato?

—Que nadie vaya armado. ¿Te has vuelto loco?

Mickey rodeó los hombros de Buzz con el brazo.

—Jack quiere cuatro hombres neutrales. Él tiene dos polizontes de la ciudad, yo tengo a un detective del Departamento del sheriff que el año pasado ganó los Guantes de Oro, y todavía me falta uno. ¿Quieres el trabajo? Quinientos dólares por el día entero.

Gastaría el dinero en Audrey: ceñidos suéters de cachemira, rojos y rosas y verdes y blancos, una talla más pequeña para que se le marcara el pecho.

—Claro, Mick.

Mickey lo abrazó con más fuerza.

—Tengo unos negocios en el Southside. Juego, préstamos, apuestas. Media docena de cobradores. Audrey me lleva los libros, y dice que me están comiendo vivo.

—¿Los cobradores?

—Las cuentas cuadran, pero la recaudación diaria ha sido escasa. Yo les pago un sueldo y ellos hacen sus propios negocios. Si no los estrujo un poco, no tengo modo de saber nada.

Buzz se zafó del brazo de Mickey, pensando en un latrocinio leonino: Audrey con un lápiz afilado y un cerebro agudo.

—¿Quieres que pregunte discretamente? Puedo pedir al jefe de escuadrón de Firestone que apriete a la gente del lugar para averiguar quién apuesta qué.

—Confianza, Buzz. Si echas el guante al que me está jodiendo, te haré algunos favores.

Buzz cogió la chaqueta.

—¿Una cita interesante? —preguntó Mickey.

—La mejor.

—¿Alguien que yo conozca?

—Rita Hayworth.

—¿De veras?

—De veras, confía en mí.

—¿Es pelirroja allí abajo?

—En realidad es morena, Mick. No hay negocio como el mundo del espectáculo.

Su cita era a las diez en la guarida de Howard, cerca del Hollywood Bowl; la falta de reacción de Mickey y Johnny y el asunto del dinero le resultaron sospechosos. Era la hora de verse con Audrey, y no tenía ganas de matar el tiempo en cualquier parte. Buzz se dirigió a la guarida de la leona, aparcó detrás del Packard de Audrey y llamó al timbre.

Audrey abrió la puerta en pantalones holgados y suéter, sin maquillaje.

—Dijiste que ni siquiera querías saber dónde vivía.

Buzz movió los pies como un adolescente enamorado.

—Vi tu permiso de conducir cuando dormías.

—Meeks, esto no se le hace a un compañero de cama.

—Tú la compartes con Mickey, ¿no?

—Sí, ¿pero qué tiene que…?

Buzz entró en un vestíbulo desnudo.

—¿Ahorras dinero en decoración para financiar tu centro comercial?

—Pues ya que me lo preguntas, sí.

—Encanto, ¿sabes qué hizo Mickey con el fulano que mató a Hooky Rothman?

Audrey cerró la puerta y se abrazó el cuerpo.

—Lo molió a golpes y ordenó a Fritzie que se lo llevara al otro lado de la frontera estatal, advirtiéndole que no volviera nunca. Meeks, ¿qué es esto? No te aguanto cuando estás así.

Buzz la apoyó contra la puerta, la clavó allí y le puso las manos en la cara, apretándola. Se le ablandaron las manos cuando vio que ella no se resistía.

—Le estás robando a Mickey porque crees que no lo descubrirá, y que si te descubriera no te haría daño, y ahora yo soy quien tiene que protegerte porque eres una condenada tonta que no sabe con quién se acuesta y estoy loco por ti, así que será mejor que te enteres porque si Mickey te hace daño liquidaré a ese condenado y a sus condenados matones judíos e italianos…

Calló cuando Audrey empezó a gemir tratando de decir algo. Le acarició el pelo, encorvándose para escuchar mejor. Las fuerzas le abandonaron cuando oyó:

—Yo también te quiero.

Hicieron el amor en el desnudo vestíbulo, en el dormitorio, bajo la ducha. Buzz arrancó la cortina sin querer y Audrey admitió que también regateaba dinero en los artículos de baño. Buzz le dijo que consultaría a un ex contable de Dragna que conocía y le indicaría cómo arreglar los libros de Mickey o buscaría el modo de echarle la culpa a un inexistente apostador que no había pagado su deuda. Ella dijo que dejaría de robar, que se comportaría, que invertiría en bolsa como si fuera una mujer normal que no follaba con hampones ni con recaudadores que combatían a los rojos. Buzz dijo «Te amo» cincuenta veces para retribuir el hecho de que ella lo había dicho primero; averiguó su talla para despilfarrar la paga de su trabajo en ropa para ella; se lamieron el sexo mutuamente para sellar un pacto: no debían mencionar a Mickey a menos que fuera absolutamente necesario, no debían hablar del futuro ni de la ausencia de futuro. Dos citas por semana en las guaridas de Howard era el límite, la casa de él o la de ella sería como un regalo de vez en cuando, aparcando los coches donde los chicos malos no los vieran. No saldrían juntos, no viajarían juntos, no contarían a nadie que eran amantes. Buzz le pidió que hiciera el número de las borlas; Audrey le complació y luego se puso el atuendo de
strip-teaser
y toda la ropa que tenía. Buzz pensó que si en vez de apostar se gastaba el dinero en ropa para Audrey nunca se aburriría de estar escondido con ella: podía desnudarla, hacerle el amor, mirar cómo se vestía de nuevo. Pensó que si quedaban escondidos para siempre le contaría toda su historia, incluyendo las partes desagradables, pero la contaría despacio, para que Audrey llegara a conocerlo en vez de asustarse y echar a correr. Buzz habló sin parar, Audrey habló sin parar; él mencionó el perro doberman que había matado al irrumpir en un aserradero de Tulsa en 1921, y ella no se inmutó. Hacia el alba, Audrey se adormiló y Buzz empezó a pensar en Mickey y se asustó. Pensó en cambiar el coche de lugar, pero no quiso mover a su leona, que le apoyaba la cabeza en la clavícula. El miedo se agudizó, así que bajó la mano, cogió su 38 y la puso bajo la almohada.

21

La sala de espera del manicomio tenía mesas y sofás de plástico de colores sedantes: verde claro, azul claro, amarillo claro. Las paredes exhibían obras de arte hechas por los locos: pinturas con dedos y dibujos colectivos que representaban a Jesucristo, Joe DiMaggio y Franklin D. Roosevelt. Danny esperó a Cyril «Cy» Vandrich vestido con la indumentaria de Ted Krugman: pantalones holgados, camisa de algodón, botas de motociclista con tacones de acero y cazadora de cuero de aviador. Había pasado casi toda la noche estudiando el guión de Mal Considine; había pasado el día anterior haciendo averiguaciones sobre Duane Lindenaur y George Wiltsie, recorriendo tugurios del Valle sin obtener más que la incómoda sensación de que los dos eran bazofia homosexual. Había sido un alivio adoptar el papel de Ted. En la entrada de Camarillo el guardia había observado con recelo su atuendo y las matrículas neoyorquinas, dudando de que fuera policía. Le había pedido la insignia y había llamado a Hollywood Oeste para confirmarlo. Hasta ahora, Upshaw como Krugman era un éxito. Esa tarde, en el piquete, afrontaría la prueba de fuego.

Un enfermero entró con un hombre de unos treinta años con ropa caqui, un individuo bajo y flaco de caderas anchas, ojos grises y hundidos. Un rizo castaño y grasiento le cubría la frente. El ordenanza dijo «Es el» y salió; Vandrich suspiró.

—Esto es una farsa. Tengo contactos en la centralita, y la operadora me dijo que se trata de asesinatos. No soy asesino. Los músicos de jazz son vuestras víctimas. Hace años que tratáis de crucificar a Bird, ahora me queréis a mí.

Danny, sin perder la calma, evaluó a Vandrich consciente de que éste hacía lo mismo.

Te equivocas. Esto es por Felix Gordean, Duane Lindenaur y George Wiltsie. Sé que no eres un asesino.

Vandrich se desplomó en una silla.

—Felix es una obra de arte, no tengo idea de quién es Duane no-sé-cuánto, y George Wiltsie se ponía relleno en la entrepierna para impresionar a todos los maricones ricos de las fiestas de Felix. ¿Y por qué vas vestido de hombre malo? ¿Crees que así me harás hablar? Es una imagen barata, y hace tiempo que dejé de creer en ella.

Danny pensó: Listo, experimentado, tal vez conoce el juego. La alusión al «hombre malo» causó su efecto. Danny se acarició las mangas de la cazadora, disfrutando de la suavidad de cuero.

—Los tienes confundidos, Cy. No saben si estás loco o no.

Vandrich sonrió. Movió burlonamente la cadera.

—¿Crees que soy un impostor?

—Sé que lo eres, y sé que los jueces del Tribunal de Delitos Menores se cansan de dar a los mismos personajes noventa días aquí cuando podrían acusarlos de robo y endilgarles una buena sentencia. Una sentencia en San Quintín. Allí dentro no te piden nada, toman lo que quieren.

—Y sin duda sabes bastante sobre el particular, a pesar de tu dura vestimenta de cuero.

Danny se entrelazó las manos sobre la nuca. Sintió la caricia del cuello de piel de la cazadora.

—Necesito saber qué sabes sobre George Wiltsie y Felix Gordean, y qué sabe Gordean sobre ciertas cosas. Si colaboras, siempre tendrás sentencias de noventa días. Si me jodes el negocio, el juez recibirá una carta diciendo que has ocultado pruebas en un caso de triple homicidio.

Vandrich rió entre dientes.

—¿Asesinaron a Felix?

—No. Wiltsie, Lindenaur y un trombonista llamado Martin Goines, que usaba el apodo «Cuerno de la Abundancia». ¿Has oído hablar de él?

—No, pero soy trompetista y me llamaban los Labios del Éxtasis. Tiene doble sentido, por si no lo has captado.

Danny festejó la ocurrencia.

—Cinco segundos o le escribo al juez.

Vandrich sonrió.

—De acuerdo, polizonte. Incluso te haré una observación preliminar gratuita. Pero quiero hacerte una pregunta. ¿Felix te habló de mí?

—Sí.

Vandrich hizo un pequeño número, cruzando las piernas y moviendo afectadamente las manos: el maricón convertido en mujercita para someterse a la autoridad. Danny empezó a sudar. Su disfraz de izquierdista era caluroso, excesivo.

—Habla de una vez —apremió Danny.

Vandrich se calmó.

—Conocí a Felix durante la guerra, cuando yo me hacía el loco para que no me alistaran. Representé esa comedia en todas partes. Entonces vivía de una herencia, me daba la gran vida. Iba a las fiestas de Felix y una vez salí con Georgie; Felix pensó que yo estaba chiflado. Así que si te mandó a verme, tal vez te tomaba el pelo. Ésta es mi observación preliminar gratuita.

BOOK: El gran desierto
11.63Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Goodbye Girl by Angela Verdenius
The Pacific by Hugh Ambrose
Loving Mondays by K.R. Wilburn
Real Vampires Get Lucky by Gerry Bartlett
Rise of Aen by Damian Shishkin
A New Song by Jan Karon
Ghost in the Maze by Moeller, Jonathan
Spindle's End by Robin Mckinley