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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (32 page)

BOOK: El gran desierto
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—Mañana tengo una entrevista con mi abogado por el problema de la custodia, y sin duda querrá que siga usando esta maldita cosa.

Danny se inclinó hacia delante.

—Tu turno, capitán.

Considine se levantó y se desperezó.

—Mi hermano me chantajeaba, amenazaba con delatarme a mi padre cada vez que yo decía algo fuera de tono sobre la religión. Como el castigo de mi padre a la blasfemia consistía en diez latigazos, el viejo Desmond se salía con la suya, lo cual habitualmente consistía en hacerme entrar en alguna casa para robar algo que él quería. Digámoslo así: vi muchas cosas agradables, y algunas cosas escalofriantes, y me gustaron. Tenía que optar entre ser ladrón o ser espía, y ser policía me pareció una buena solución de compromiso. Y mandar a los espías me atraía más que actuar personalmente, de la misma forma que Desmond me daba órdenes.

Danny se levantó.

—Le echaré el guante a De Haven. Confía en mí.

—No lo dudo, Ted.


In vino veritas
, ¿verdad?

—Claro, y otra cosa. Dentro de poco tiempo seré jefe de policía o algo por el estilo, y te llevaré conmigo.

19

Mal despertó pensando en Danny Upshaw.

Se levantó y miró las cuatro paredes del cuarto 11 del motel Shangri-Lodge. Una cubierta de revista enmarcada en cada pared: testimonios Norman Rockwell de la familia feliz. Una pila de trajes sucios junto a la puerta, pero no tenía a Stefan para que los llevara a la tintorería. El mural de corcho que había instalado, donde sobresalía una indicación: localizar al doctor Lesnick. No lograba dar con el informante-psiquiatra y había que explicar las lagunas de 1942-1944 en el archivo de Reynolds Loftis; necesitaba un perfil psicológico general de los dirigentes de la UAES ahora que estaba a punto de infiltrar a su hombre, y todos los archivos terminaban a finales del verano de 1949. ¿Por qué?

Y las cortinas eran de estopilla transparente, la alfombra estaba deshilachada, la puerta del cuarto de baño estaba garrapateada con nombres y números de teléfono: «Cindy la Pecadora. DU-4927, 3824-38. Le gusta follar y mamar.» Valía la pena recordarlo, por si alguna vez volvía a Antivicio. Y Dudley Smith llegaría dentro de veinte minutos. Hoy les tocaba el papel de policía bueno-policía malo: dos guionistas rojos que habían eludido las citaciones del HUAC porque siempre escribían con pseudónimo y se habían largado del país cuando empezó el baile del 47. Los muchachos de Ed Satterlee —detectives privados pagados por Contracorrientes Rojas— los habían localizado, y ambos hombres habían sido íntimos conocidos de los jerarcas de la UAES a finales de los 30 y principios de los 40.

Y resultaba extraño entablar tanta amistad con un subalterno. Un par de copas compartidas y se habían confesado toda su vida. Mala política. Los policías ambiciosos tenían que dominarse mientras trepaban a la cima.

Mal se duchó, se afeitó y se vistió, pensando que en el torneo De Haven-Upshaw apostaría uno contra uno. A las ocho y media en punto oyó un bocinazo. Salió y vio a Dudley apoyado en el Ford.

—¡Buenos días, Malcolm! ¿No es un día grandioso?

Fueron hacia el oeste por Wiltshire, Mal callado, Dudley hablando de política.

—He comparado el modo de vida comunista con el nuestro, y siempre llego a la conclusión de que la familia es el pilar básico de la vida americana. ¿No estás de acuerdo, Malcolm?

Mal sabía que Loew le había hablado de Celeste, pero también sabía que podía haberle tocado un compañero peor, como Buzz Meeks.

—Tiene su función.

—Yo daría más importancia a este punto, teniendo en cuenta tus esfuerzos para recuperar a tu hijo. ¿Te va bien con tu abogado?

Mal pensó en su cita con Jake Kellerman para esa tarde.

—Tratará de obtenerme aplazamientos hasta que el gran jurado inicie sus sesiones y arme un revuelo. Tengo la preliminar dentro de un par de días, y empezaremos a presionar.

Dudley encendió un cigarrillo, conduciendo con un dedo solo.

—Sí, un heroico capitán podría convencer al juez de que los lazos de sangre no son tan importantes. Yo tengo una esposa y cinco hijas. Sirven para controlar ciertos aspectos revoltosos de mi naturaleza. Si el hombre sabe conservar la perspectiva, una familia le resulta esencial.

Mal bajó la ventanilla.

—Yo no tengo perspectiva en lo que concierne a mi hijo. Pero si puedo mantenerte a ti en perspectiva hasta que se reúna el gran jurado, la sensación será grandiosa.

Dudley Smith soltó risas y humo.

—Me caes bien, Malcolm… aunque el sentimiento no sea recíproco. Y hablando de la familia, tengo que cumplir un pequeño encargo. Mi sobrina necesita algunos consejos. ¿Te molestaría hacer un pequeño desvío hacia Westwood?

—¿Un breve desvío, teniente?

—Muy breve, teniente.

Mal asintió; Dudley viró hacia el norte en Glendon, se dirigió hacia el campus de la UCLA, y estacionó frente a un parquímetro de Sorority Row.

—Mary Margaret —explicó mientras frenaba—, la hija de mi hermana Brigid. Tiene veintinueve años y está estudiando su tercera carrera porque tiene miedo de salir al mundo. Triste, ¿verdad?

—Trágico —suspiró Mal.

—Eso pensaba yo, aunque sin tu énfasis sarcástico. Hablando de jóvenes, ¿qué opinas de nuestro colega Upshaw?

—Creo que es listo y que tiene futuro. ¿Por qué?

—Bien, muchacho, mis amigos dicen que no sabe situarse, y me parece débil y ambicioso, una combinación peligrosa en un policía.

El primer pensamiento de Mal al levantarse: no tendría que haber confiado en el chico, porque la mitad de su ímpetu era una simple máscara que se podía resquebrajar.

—Dudley, ¿qué quieres?

—Vencer al comunismo. ¿Por qué no disfrutas del espectáculo de esas jóvenes estudiantes mientras hablo con mi sobrina?

Mal siguió a Dudley por la escalinata de una mansión española. En el jardín había letras griegas clavadas en el césped con estacas de madera. La puerta estaba abierta; el vestíbulo era un hervidero de actividad: muchachas que fumaban, charlaban y comentaban libros. Dudley señaló hacia arriba.

—Vuelvo pronto —dijo.

Mal vio una pila de revistas en una mesa y se sentó a leer, consciente de que era el blanco de las miradas curiosas de las estudiantes. Hojeó un
Collier's
, un
Newsweek
y dos
Life
. Dejó las revistas cuando oyó la voz furiosa de Dudley retumbando en el segundo piso.

Los gritos sonaban cada vez más estentóreos y amenazadores, interrumpidos por plañideras súplicas de soprano. Las chicas miraron a Mal; cogió otra revista e intentó leer. Oyó la escalofriante risotada de Dudley. Ahora las estudiantes le clavaban los ojos; Mal dejó el
Weekly Sportsman
y subió para escuchar.

Estrechas puertas de madera se alineaban en el largo pasillo. Mal siguió las carcajadas hasta llegar a una puerta que decía «Conroy». Estaba entornada; se asomó al interior y vio una pared con fotos de boxeadores latinos. No vio a Dudley ni a la soprano; escuchó.

—… toros, piñatas y boxeadores mexicanos. Es una obsesión, jovencita. Tal vez tu madre no tenga agallas para enderezarte, pero yo sí.

—Pero Ricardo es un chico encantador, tío —se quejó la soprano—.

Y yo…

Una manaza cruzó el ángulo de visión de Mal, un bofetón convertido en caricia. Vio una fugaz imagen de cabello rojo y rizado.

—No digas que lo quieres, jovencita. No en mi presencia. Tus padres son débiles, y esperan que yo dé mi opinión sobre los hombres de tu vida. Siempre haré valer esa opinión, jovencita. Sólo recuerda los problemas que te he ahorrado siempre y me lo agradecerás.

Mal logró ver a una muchacha regordeta. Sollozaba tapándose la cara. Dudley Smith la abrazó, ella lo apartó con los puños. Dudley murmuró palabras dulces, Mal regresó al coche y esperó. Su compañero apareció cinco minutos después.

—Toc, toc. ¿Quién es? Es Dudley Smith. ¡Alerta, rojos! Muchacho, ¿vamos a impresionar al señor Nathan Eisler con la rectitud de nuestra causa?

El último domicilio conocido de Eisler era Presidio 11681, a poca distancia del campus de la UCLA. Dudley tarareaba mientras conducía; Mal aún seguía viendo esa mano dispuesta a pegar, la sobrina encogiéndose ante el cordial contacto del tío. El 11681 era una casa prefabricada pequeña y rosa al final de una larga manzana de casas prefabricadas; Dudley aparcó en doble fila, Mal recordó datos del informe de Satterlee:

Nathan Eisler. Cuarenta y nueve años. Un judío alemán que había huido de todo el montaje de Hitler en el 34; miembro del PC del 36 al 40, luego miembro de media docena de organizaciones de filiación comunista. Coguionista de varias películas prosoviéticas en colaboración con Chaz Minear, compañero de póquer de Morton Ziffkin y Reynolds Loftis. Escribía con seudónimo para mantener su intimidad profesional, se había escabullido de las manos de los investigadores del HUAC, actualmente utilizaba el alias Michael Kaukenen, el nombre del héroe de
Tormenta sobre Leningrado
. Trabajaba como guionista de
westerns
de escasa categoría para la RKO con otro pseudónimo, el trabajo figuraba a nombre de un escritor políticamente aceptable que se llevaba el 35 por ciento. Amigo íntimo de Lenny Rolff, colega y también expatriado, el segundo sujeto que debían interrogar.

Ex amante de Claire de Haven.

Caminaron hasta el porche por un sendero lleno de juguetes, Mal miró por el cancel y vio el salón que cabía esperar en una vivienda de este tipo: muebles de plástico, piso de linóleo, empapelado rosa con topos. En el interior se oían chillidos de niños, Dudley torció el gesto y apretó el timbre.

Un hombre alto, sin afeitar, se acercó a la puerta, flanqueado por un bebé y una niña. Dudley sonrió, Mal vio que el bebé se metía el pulgar en la boca y habló primero.

—Señor Kaukenen, somos de la Fiscalía de Distrito y nos gustaría hablar con usted. A solas, por favor.

Los niños se apoyaron en las piernas del hombre. Mal vio ojos rasgados y asustados: dos pequeños mestizos intimidados por dos grandes búhos. Eisler-Kaukenen gritó «¡Michiko!» y una mujer japonesa apareció y se llevó a los niños. Dudley abrió la puerta sin que lo invitaran.

—Llega usted con tres años de retraso —dijo Eisler.

Mal entró detrás de Dudley, asombrado por la sordidez del lugar. El hombre que durante la Depresión ganaba tres mil dólares semanales vivía en un cuchitril. Oyó los gritos de los niños detrás de las delgadas paredes y se preguntó si Eisler tendría que enfrentarse a los mismos problemas que él con una lengua extranjera. Luego pensó que el hombre quizá lo toleraba por principios comunistas.

—Una casa encantadora, señor Kaukenen —comentó Dudley—. Sobre todo el motivo cromático.

Eisler-Kaukenen ignoró el sarcasmo y señaló una puerta. Mal entró y vio un pequeño espacio cuadrangular cálido y habitable: libros desde el suelo hasta techo, sillas alrededor de una mesita y un gran escritorio dominado por una máquina de escribir de buena calidad. Ocupó la silla más alejada de las voces chillonas, Dudley se sentó frente a él. Eisler cerró la puerta y dijo:

—Soy Nathan Eisler, dato que ustedes no ignoran.

Mal pensó: No haré de policía bueno, no diré «Me gustó su película
Hierro de marcar
».

—Entonces ya sabrá por qué estamos aquí.

Eisler miró la puerta y se sentó en la silla libre.

—La zorra está de nuevo en celo, aunque digan que tuvo un aborto…

—No debe decir a nadie que lo interrogamos —dijo Dudley—. Podría haber funestas consecuencias si usted nos desobedeciera.

—¿Cómo cuáles, Herr…?

Mal intervino.

—Mort Ziffkin, Chaz Minear, Reynolds Loftis y Claire de Haven. Nos interesan las actividades de estos sujetos, no las de usted. Si colabora, tal vez le dejemos declarar por escrito. Sin juicio público, quizá con poca publicidad. Usted escapó del HUAC, también escapará de ésta. —Calló y pensó en Stefan, que se había ido con su madre loca y su nuevo amante—. Pero queremos datos precisos. Nombres, fechas, lugares y admisiones. Si usted colabora, se libra. Si no colabora, recibirá una citación y deberá someterse a un interrogatorio con un fiscal de distrito, algo que sólo puedo describir como una pesadilla. Usted elige.

Eisler alejó la silla. Con la mirada baja, dijo:

—Hace años que no veo a esa gente.

—Lo sabemos —respondió Mal—, y nos interesan sus actividades del pasado.

—¿Son las únicas personas que le interesan?

Mal mintió, pensando en Lenny Rolff:

—Sí. Sólo ellas.

—¿Y cuáles son las consecuencias de que hablan?

Mal tamborileó sobre la mesa.

—Juicio público. Su foto en los…

—Señor Eisler —interrumpió Dudley—, si usted no colabora, informaré a Howard Hughes que es usted autor de películas de la RKO que actualmente se atribuyen a otro hombre. Ese hombre, su conducto para un lucrativo trabajo como guionista, quedará fuera de juego. También informaré a Inmigración de que usted rehusó colaborar con un organismo que investigaba la traición, y pediré que ellos averigüen las actividades sediciosas de usted con miras a deportarlo por extranjero hostil, junto con su esposa e hijos. Usted es alemán y su esposa es japonesa, y como esos dos países fueron responsables de nuestro reciente conflicto mundial, creo que a Inmigración no les molestaría enviarlos de vuelta a sus respectivos países de origen…

Nathan Eisler se había encorvado, abrazándose las rodillas y aferrándose el mentón, la cabeza gacha. Le rodaban lágrimas por la cara. Dudley hizo crujir los nudillos y dijo:

—Bastará con un simple sí o no.

Eisler asintió.

—Estupendo —dijo Dudley.

Mal sacó libreta y pluma.

—Conozco la respuesta, pero dígame de todos modos, ¿usted es o ha sido miembro del Partido Comunista de Estados Unidos?

Eisler asintió.

—Responda sí o no —exigió Mal—. Debo consignarlo.

Un tímido «Sí».

—Bien. ¿Dónde estaba su unidad o célula partidaria?

—Yo… yo iba a mítines en Beverly Hills, Los Ángeles Oeste y Hollywood. Nos… nos reuníamos en el hogar de diversos miembros.

Mal anotó palabra por palabra, con abreviaturas.

—¿Durante qué años fue usted miembro del Partido?

—Desde abril del 36, hasta que Stalin demostró que…

—No se justifique —interrumpió Dudley—. Sólo responda.

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