Después de la una de la tarde no le quedaba más que recorrer terreno conocido. Fue al distrito negro y amplió su campo de averiguaciones. Habló de Goines y el canoso con los vecinos de las calles laterales cercanas a Central Avenue durante cuatro horas que resultaron infructuosas. Al atardecer regresó a Hollywood Oeste, aparcó en Sunset y Doheny y recorrió el Strip de oeste a este, de este a oeste; caminó al norte por las calles residenciales que llevaban a las colinas, al sur hasta Santa Monica Boulevard, preguntándose por qué el asesino había escogido la calle Allegro para dejar el cadáver. Se preguntó si el asesino vivía cerca, había vejado el cadáver de Goines durante más tiempo y eligió Allegro para divertirse a costa de los polizontes que lo buscaban. El coche abandonado podía ser un truco para convencerlos de que vivía en otra parte. Esa teoría conducía a otras. Pensamiento subjetivo, una premisa fundamental de Hans Maslick. Danny pensó en el asesino con su propio coche aparcado cerca para largarse deprisa; el asesino recorriendo el Strip en la mañana de Año Nuevo, protegido por enjambres de juerguistas, liberado de sus impulsos homicidas. Y allí empezaba el terror.
En un famoso ensayo, Maslick describía una técnica que había creado mientras se sometía al análisis con Sigmund Freud. Se llamaba Cámara Humana, y consistía en enfocar los detalles desde el punto de vista del criminal. Se usaban ángulos y trucos cinematográficos; los ojos del investigador se convertían en una cámara capaz de acercarse y alejarse, tomar primeros planos, escoger motivos de fondo para interpretar las pruebas a la luz de la estética. Danny cruzaba Sunset y Horn cuando se le ocurrió la idea: imaginó que ahora eran las cuatro menos cuarto de Noche Vieja, y que él era un maníaco sexual que regresaba a su casa o a su coche o a una tienda abierta toda la noche para calmarse. Pero no vio a las demás personas que paseaban por el Strip o hacían cola para entrar en el Mocambo o se sentaban al mostrador de Jack's Drive Inn. Fue directamente a los ojos, las entrañas y el sexo de Martin Goines, un primerísimo plano a todo color, el preparativo para la autopsia amplificado diez millones de veces. Un coche viró ante él; tembló de nerviosismo, y en un calidoscopio vio a Coleman, el saxo alto, al protagonista de la película que había visto con Karen, a Tim. Cuando apuntó su Cámara Humana al peatón a quien presuntamente estaba mirando, todo eran gárgolas, todo estaba distorsionado.
Tardó mucho en calmarse, en volver a la realidad. No había comido desde el día anterior; había postergado su ración de burbon para caminar por el Strip con la cabeza despejada. Recorrer clubes nocturnos y restaurantes preguntando acerca de un hombre alto y canoso en Año Nuevo sería tarea suficiente como para mantenerlo despabilado.
Lo hizo.
Y no consiguió nada.
Dos horas.
Las mismas versiones en Cyrano's, Dave's Blue Room, Ciro's, el Mocambo, La Rue, Coffee Bob's, Sherry's, Bruno's Hideaway y el Movieland Diner: cada sitio había estado atestado hasta el amanecer del Año Nuevo. Nadie recordaba a un hombre alto, canoso, solitario.
A medianoche, Danny regresó al coche y condujo hasta el Moonglow Lounge para tomarse sus cuatro copas. Janice Modine, su confidente favorita, vendía cigarrillos a un público escaso: tórtolos que se manoseaban, parejas que se acariciaban al son de la música lenta del tocadiscos automático. Danny se sentó mirando hacia el lado opuesto al escenario; Janice apareció un minuto después, llevando una bandeja con cuatro vasos y agua helada.
Danny dio cuenta de las copas sin mirar a Janice, para que ella entendiera y lo dejara en paz. No quería gratitud por las veces que la había salvado de arrestos por prostitución, ni datos sobre Mickey C., inútiles porque el más promisorio delincuente de la Sección de Hollywood Oeste sobornaba a la flor y nata del cuerpo. El recurso no dio resultado, la muchacha se le plantó delante. Un tirante se le deslizó por el hombro, luego el otro. Danny esperó la primera oleada de calor. Cuando la recibió, todos los colores del salón cobraron el tono adecuado.
—Siéntate y dime qué quieres antes de que se te caiga el vestido —dijo.
Janice se subió los tirantes y se sentó frente a él.
—Es por John, señor Upshaw. Lo han arrestado de nuevo.
John Lembeck era el amante y chulo de Janice, un ladrón de coches especializado en robos a medida: un chasis para el vehículo básico, repuestos que cumplieran ciertos requisitos. Había nacido en San Berdoo, como Danny. Sabía muy bien que un agente del condado había robado coches en Kern y Visalia, pero no lo mencionaba cuando lo capturaban por sospechoso.
—¿Partes o un coche entero? —preguntó Danny.
Janice se sacó un pañuelo del escote y lo plegó.
—Tapicería.
—¿Ciudad o condado?
—Creo que el condado. San Dimas.
Danny torció el gesto. San Dimas tenía la sección de detectives más dura del Departamento; en el 46 el jefe de la guardia diurna, ebrio con hidrato de trementina, había matado a golpes a un peón mexicano.
—Es territorio del condado. ¿A cuánto asciende la fianza?
—No hay fianza, a causa de la última infracción de John. Violó la libertad condicional, señor Upshaw. John está asustado porque dice que esos policías son duros de veras, y le hicieron firmar una confesión por coches que en realidad no robó. John pidió que le dijera a usted que un chico de San Berdoo que ama los coches debería proteger a otro chico de San Berdoo que también los ama. No me aclaró qué quería decir, pero me pidió que se lo dijera.
Tenía que intervenir para impedir que echaran al traste su carrera: llamar a los polizontes de San Dimas, decirles que John Lembeck era su soplón y que una pandilla de ladrones negros con contactos en la cárcel lo tenía entre ceja y ceja, que lo degollarían si el imbécil ingresaba en una prisión del condado. Si Lembeck se portaba como un buen chico en la celda, lo dejarían libre con una tunda.
—Dile a John que me encargaré de eso por la mañana.
Janice había deshecho el pañuelo de papel en jirones.
—Gracias, señor Upshaw. John también me pidió que fuera amable con usted.
Danny se levantó, sintiéndose tibio y flojo, preguntándose si debía dar su merecido a Lembeck por hacer de alcahuete.
—Siempre eres amable conmigo, preciosa. Por eso me tomo las copas aquí.
Janice abrió ojos celestes y seductores.
—Dijo que fuera muy amable con usted.
—No quiero.
—Quiero decir, amable con «extras».
—No insistas —dijo Danny, y dejó su habitual propina de un dólar sobre la mesa.
Mal estaba en su oficina. Ya había leído doce veces los archivos psiquiátricos del doctor Saul Lesnick.
Era poco más de la una de la madrugada; la Oficina de la Fiscalía era una hilera de cubículos oscuros sólo iluminados por la luz de Mal. Tenía carpetas desparramadas sobre el escritorio, señaladas con páginas de notas manchadas de café. Celeste pronto estaría dormida. El podría ir a casa y dormir en el estudio sin que ella lo molestara con ofrecimientos sexuales sólo porque a esa hora de la noche él era su único amigo, y darle un beso significaba que empezarían a hablar hasta que uno de ellos provocara un riña. Esa noche la hubiera aceptado: los datos de los archivos lo habían excitado como en los viejos días de Antivicio, cuando hacía vigilar a las chicas antes de irrumpir en un burdel. Cuanto más se sabía sobre ellas, más oportunidades había de que señalaran a sus chulos y clientes. Y al cabo de cuarenta y ocho horas de revisar papeles, creía haber calado a los rojos de la UAES.
Engañados.
Traidores.
Perversos.
Gritaban tópicos, amaban los lemas, eran pseudoidealistas a la moda. Langostas atacando causas sociales con información errónea y soluciones falsas. Casi estropeaban su único auténtico respaldo —el caso de Sleepy Lagoon— por haberse asociado con quienes no debían: camaradas que habían solicitado a verdaderos miembros del Partido que organizaran piquetes y repartieran panfletos, desacreditando casi todo lo que hacía y decía el Comité de Defensa de Sleepy Lagoon. Escritores, actores y parásitos de Hollywood escupiendo traumas baratos, perogrulladas izquierdistas y sentimientos de culpabilidad por haberse revolcado en dinero durante la depresión y haber usado luego sus riquezas para respaldar falsas causas izquierdistas. Gente llevada al diván de Lesnick por su promiscuidad y su estupidez política.
Engañados.
Estúpidos.
Egoístas.
Mal bebió café y revisó mentalmente los archivos, una última reflexión antes de ponerse a clasificar a los dirigentes que él y Dudley Smith interrogarían y aquellos que se asignarían a un operativo que aún no habían encontrado: el proyecto de Loew, su herramienta favorita. Eran muchos sujetos con demasiado dinero y poco seso haciendo tonterías a fines de los 30 y durante los 40: traicionándose a sí mismos, a sus amantes, a su país y a sus propios ideales. Dos acontecimientos habían acentuado esa locura, arrancándolos de su órbita de fiestas, mítines y amoríos.
El caso de Sleepy Lagoon.
La investigación de la influencia comunista en la industria del entretenimiento realizado en 1947 por el Comité de Actividades Antiamericanas Internas.
Lo curioso era que los dos acontecimientos conferían a los rojos cierta credibilidad, cierta nobleza.
En agosto de 1942 alguien había matado a golpes y arrollado con un coche a un joven mexicano llamado José Díaz frente a Sleepy Lagoon, un lugar de lomas herbosas donde se reunían bandas de la zona Williams Ranch de Los Ángeles Central. Presuntamente, el origen del suceso era que esa noche habían echado a Díaz de una fiesta; al parecer había insultado a varios miembros de una banda juvenil rival, y diecisiete de ellos lo habían arrastrado hasta Sleepy Lagoon para liquidarlo. Había escasas pruebas contra ellos; la investigación y el juicio, a cargo del Departamento de Policía de Los Ángeles, se habían realizado en una atmósfera de histeria; los disturbios del 42 y el 43 habían suscitado una gran ola de sentimiento antimexicano en Los Ángeles. Los diecisiete muchachos fueron sentenciados a cadena perpetua, y el Comité de Defensa de Sleepy Lagoon —dirigentes de la UAES, miembros del Partido Comunista, izquierdistas y simples ciudadanos— organizaron protestas, presentaron peticiones y juntaron fondos para contratar a un equipo de abogados que al fin lograron un indulto para aquellos jóvenes. Hipocresía dentro del idealismo: los pacientes de Lesnick, que lloraban por los pobres mexicanos encarcelados, se quejaban de que algunas mujeres blancas del Partido Comunista follaban con «proletarios» mexicanos, y luego se rasgaban las vestiduras por su mojigatería.
Mal se recordó que debía hablar con Ellis Loew acerca del asunto de Sleepy Lagoon: Ed Satterlee quería introducir fotos federales de las protestas del Comité, pero los chicos habían sido exculpados y eso podía resultar contraproducente. Lo mismo sucedía con la información sobre las investigaciones del HUAC en el 47. Sería mejor que él y Dudley fueran discretos, no comprometieran la complicidad de Lesnick y usaran los datos sólo por implicación: para aprovechar los presuntos puntos débiles de la UAES. Un ataque a fondo con el material del HUAC podía poner en jaque al gran jurado: J. Parnell Thomas, presidente del Comité, estaba cumpliendo sentencia por acusaciones de soborno; importantes estrellas de Hollywood habían repudiado los métodos del HUAC y los archivos de Lesnick estaban plagados de traumas serios derivados de la primavera del 47: suicidios, intentos de suicidio, frenéticas traiciones a la amistad, alcohol y sexo para amortiguar el dolor. Si en el 50 el gran jurado de la ciudad de Los Ángeles intentaba usar el material del HUAC del 47 —su primer precedente— podían provocar simpatía hacia los miembros de la UAES y más testigos hostiles. Mejor no hurgar en los viejos testimonios del HUAC en busca de pruebas de conspiración; era necesario negar a esos rojos la oportunidad de denunciar las tácticas del gran jurado a la prensa.
Mal juzgó que su perspectiva era sólida: buenas pruebas, sólida reflexión sobre qué usar y qué retener. Terminó el café y pasó a los individuos, la media docena más apta para interrogatorios entre esos veintidós.
El primero era un dudoso: Morton Ziffkin, miembro de la UAES, del PC y de otras once organizaciones clasificadas como órganos comunistas. Padre de familia, esposa y dos hijas mayores. Guionista bien pagado: cien mil al año hasta que mandó al HUAC al infierno. Ahora trabajaba por unos céntimos en el montaje de películas. Había visitado al doctor Lesnick porque deseaba «explorar el pensamiento freudiano» y aplacar su impulso de engañar a su esposa con una legión de mujeres del PC «en busca de mi dinero, no de mi cuerpo». Un rabioso y malhumorado ideólogo marxista, buen candidato para hacer de señuelo en el banquillo, aunque quizá nunca delatara a sus camaradas. Parecía bastante inteligente como para poner en ridículo a Ellis Loew, y sus desacuerdos con la HUAC le daban aire de mártir. Una posibilidad.
Mondo López, Juan Duarte y Sammy Benavides, ex dirigentes del Comité de Defensa de Sleepy Lagoon, reclutados entre los Sinarquistas —una banda mexicana aficionada a los emblemas nazis— por jefes del PC. Ahora eran personajes étnicos simbólicos en la jerarquía de la UAES. Los tres habían pasado la década de los 40 jodiendo con izquierdistas blancas condescendientes, exasperados por los aires de esas mujeres, pero agradecidos por la diversión; más exasperados cuando su «puto» jefe de célula les dijo que «explorasen» esa exasperación visitando a un psiquiatra. Benavides, Duarte y López trabajaban actualmente en Variety International Pictures, la mitad del tiempo como tramoyistas, y la otra mitad haciendo de indios en películas de vaqueros baratas. También actuaban como jefes de piquete en Gower Gulch. Eran lo más parecido a matones dentro de la UAES, y daban lástima si se los comparaba con los pistoleros de Mickey Cohen que estaban contratando los Transportistas. Mal los clasificó como cazadores de hembras que habían dado un mal paso, pues el asunto de Sleepy Lagoon era su única preocupación política auténtica. Quizá tuvieran antecedentes penales y contactos procedentes de los viejos días de los disturbios, un buen punto de partida para el investigador que Ellis Loew debía encontrar.
Los demás presentaban aspectos comprometidos.
Reynolds Loftis, actor de cine. Su ex amante homosexual, Chaz Minear, guionista de ínfima calidad, lo había delatado al HUAC. Loftis no sospechaba que Minear era un soplón, y no se había vengado de la denuncia. Ambos estaban todavía en la UAES, aún se trataban cordialmente en los mítines y otras reuniones políticas a las que asistían. Minear, sintiéndose culpable del soplo, le había dicho al doctor Lesnick: «Si usted supiera por quién me abandonó, comprendería por qué lo hice.» Mal había examinado las fichas de Loftis y Minear buscando más menciones del «otro», pero no encontró nada; había una gran laguna en las fichas sobre Loftis —desde el 42 hasta el 44— y las de Minear no aludían a la tercera punta del triángulo. Mal recordaba a Loftis de películas del oeste que había ido a ver con Stefan: un hombre alto, flaco, de pelo plateado, guapo como la imagen ideal de un senador norteamericano. Y un comunista, un subversivo, un testigo hostil del HUAC y un bisexual confeso. Un potencial testigo amigable por excelencia: después de Chaz Minear, el rojo que más trapos sucios escondía.