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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (41 page)

BOOK: El gran desierto
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Mal recordó el informe de Meeks a Ellis Loew: la primera corroboración externa de la homosexualidad de Loftis.

—¿Estás seguro de que Hartshorn no era esencial para el caso de Upshaw?

—Jefe, el único crimen de ese sujeto es ser un homosexual con dinero y familia.

Dudley rió.

—Lo cual es preferible a ser un homosexual sin dinero ni familia. Tú eres padre de familia, Malcolm. ¿No te parece acertada esta ley?

Mal perdió los estribos.

—Dudley, ¿qué demonios quieres? Dirijo este caso y Upshaw está trabajando para mí, así que dime por qué estás tan interesado en él.

Dudley Smith hizo un número de vodevil: un joven compungido arrastrando los pies, encorvando los hombros con timidez y frunciendo el labio inferior.

—Muchacho, me estás hiriendo los sentimientos. Sólo quería celebrar tu buena suerte y hacerte saber que Upshaw ha provocado la ira de sus colegas, hombres no acostumbrados a recibir órdenes de aficionados de veintisiete años.

—Te refieres a la ira de un recaudador de Dragna que le guarda rencor al Departamento del sheriff y a tu protegido.

—Es una forma de verlo, sí.

—Muchacho, Upshaw es mi protegido. Yo soy capitán y tú eres teniente. No olvides lo que esto significa. Ahora hazme el favor de largarte y dejarnos trabajar.

Dudley se cuadró y se fue; Mal vio que tenía las manos firmes y la voz no le había temblado. Meeks empezó a aplaudir. Mal sonrió, recordó a quién le estaba sonriendo y puso el gesto adusto.

—Meeks, ¿qué quieres tú?

Meeks se columpió en la silla.

—Comer filete en el Dining Car, tal vez unas vacaciones en Arrowhead.

—¿Y?

—No me entusiasma este trabajo ni me seduce la idea de que me mires con mala cara hasta que termine. Y me gustó la forma en que te enfrentaste con Dudley Smith.

Mal sonrió a medias.

—Continúa.

—Le tenías miedo y sin embargo te enfrentaste a él. Eso me gustó.

—Ahora soy su superior. Hace una semana habría tenido que aguantarlo.

Meeks bostezó, como si todo empezara a aburrirlo.

—Amigo, tener miedo de Dudley Smith significa dos cosas: que eres listo y que eres cuerdo. Y yo fui su superior una vez y lo dejé en paz, porque es un canalla listo que jamás olvida. Así que ánimo, capitán Considine, y todavía quiero ese filete.

Mal pensó en las barras de plata.

—Meeks, tú no eres de los que ofrecen una conciliación. Buzz se levantó.

—Como te he dicho, no me entusiasma este trabajo, pero necesito el dinero. Así que digamos que me hizo pensar sobre las cosas buenas de la vida.

—A mí tampoco me entusiasma el trabajo, pero lo necesito.

—Lamento lo de Laura —dijo Meeks.

Mal trató de recordar a su ex esposa desnuda, no lo consiguió.

—No fui yo quien intentó matarte. Oí que fueron pistoleros de Dragna.

Meeks le arrojó la caja de terciopelo.

—Acéptala mientras me siento generoso. Acabo de comprarle a mi chica doscientos dólares en suéters.

Mal guardó las insignias y tendió la mano. Meeks se la estrechó con fuerza.

—¿A comer, capitán?

—Claro, sargento.

Bajaron en el ascensor hasta la planta baja y salieron a la calle.

Dos policías uniformados bebían café frente a un coche patrulla; Mal oyó palabras sueltas de la conversación: Mickey Cohen, bomba, grave.

Meeks se acercó a ambos mostrando la placa.

—Fiscalía de Distrito. ¿Qué decían acerca de Cohen?

El policía más joven, un novato de piel color melocotón, dijo:

—Acabamos de oírlo en la radio. Una bomba estalló en la casa de Mickey Cohen. Parece grave.

Meeks echó a correr; Mal lo siguió hasta un Cadillac verde menta y subió. Una ojeada a la cara del gordo le indicó que «¿Por qué?» era una pregunta inútil. Meeks viró en redondo haciendo rechinar los neumáticos. Se internó en el tráfico de Westwood y enfiló hacia el oeste, atravesando el campamento de la Administración de Veteranos y saliendo a San Vicente. Mal recordó la casa de Mickey Cohen en Moreno; Meeks pisaba el acelerador a fondo, zigzagueando para esquivar coches y peatones, mascullando maldiciones. En Moreno viró a la derecha. Mal vio coches de bomberos y de policía, vaharadas de humo. Meeks frenó frente a las cuerdas que cercaban la escena y se apeó; Mal se irguió y vio una bonita casa española humeando, al hampón numero uno de Los Ángeles de pie en el jardín, indemne, rezongando ante oficiales de uniforme. Los curiosos llenaban la calle, la acera y los jardines vecinos. Mal buscó a Meeks y no lo vio. Se volvió y miró al costado, y allí estaba su colega, el policía más corrupto de la historia de Los Ángeles, dedicado al más puro suicidio.

Buzz estaba más allá del tumulto, ahogando a besos a una rubia despampanante. Mal la reconoció por las fotos de las revistas: Audrey Anders, la Chica Explosiva, amante de Mickey Cohen. Buzz y Audrey se besaron. Mal miró boquiabierto a los tórtolos, se volvió y observó a derecha e izquierda buscando testigos, matones de Cohen que pudieran avisar al amo. La multitud se apiñaba detrás de las cuerdas, absorta en las protestas de Mickey; aun así, Mal siguió observando. Sintió que le tocaban el hombro: era Buzz Meeks, limpiándose el lápiz de labios de la cara.

—Jefe, estoy en tus manos. ¿Vamos a comer ese filete?

23

—Y Norm dice que sabes pelear. Es un fanático del boxeo, así que debe de ser cierto. La pregunta es si estás dispuesto a pelear con otros sistemas… y para nosotros.

Danny miró a Claire de Haven y Norman Kostenz, que estaban sentados frente a él. Su examen había empezado hacía cinco minutos, la mujer mantenía una actitud profesional y daba golpecitos al afable Norm para enfriar su entusiasmo con el episodio del piquete. Una mujer atractiva que no podía dejar de tocar cosas: los cigarrillos, el encendedor, a Kostenz cuando hablaba demasiado o decía algo agradable. Cinco minutos y ya sabía esto sobre la actuación: era importante deslizar en la representación algo real. Había pasado la noche investigando el distrito negro después de un extraño ataque de sollozos, y no había averiguado nada sobre el Pontiac robado, pero intuía que «él» lo observaba; la investigación de La Paloma Drive no dio ningún resultado, y tampoco las consultas a la línea de autobuses y las compañías de taxis. Mike Breuning había llamado para decirle que estaba tratando de conseguir cuatro agentes para seguir a los hombres de su lista. Se sentía cansado y tenso, y sabía que se notaba; le interesaba su caso, no los comunistas, y si De Haven insistía en pedir datos del pasado fingiría que se enfadaba y encauzaría la conversación hacia detalles específicos: el resurgimiento de su fe política y qué le ofrecía la UAES para ponerla a prueba.

—Señorita De Haven…

—Claire.

—Claire, quiero ayudar. Quiero ponerme de nuevo en marcha. Estoy oxidado en todas partes menos en los puños y tengo que encontrar pronto un empleo, pero quiero ayudar.

Claire de Haven encendió un cigarrillo y ahuyentó a una camarera impertinente agitando el encendedor.

—Creo que por ahora deberías abrazar una filosofía de la no violencia. Necesito que alguien me acompañe cuando salgo en busca de contribuciones monetarias. Creo que serías eficaz para ayudarme a proteger las sumas de las viudas del HUAC.

Danny tomó «viudas del HUAC» como una indicación escénica y frunció el ceño, lastimado por repentinos recuerdos de Donna Cantrell, un fogoso amor ahogado en el río Hudson.

—¿Te pasa algo, Ted? —preguntó Claire.

Norm Kostenz le tocó la mano como diciendo «Cosas de hombres». Danny hizo una mueca, y los dolores musculares lo aguijonearon.

—No, sólo me recordaste a alguien que conocí.

Claire sonrió.

—¿Te la recordé yo, o fue lo que dije?

Danny torció el gesto exageradamente.

—Ambas cosas, Claire.

—Te sentirías mejor si me lo contaras.

—Todavía es pronto.

Claire llamó a la camarera y pidió martinis; la muchacha se alejó con una reverencia, anotando la consumición.

—¿Entonces no habrá más acción con los piquetes? —dijo Danny.

—No es el momento oportuno —explicó Kostenz—, pero pronto estrecharemos el cerco.

Claire lo hizo callar con un mero pestañeo de sus ojos de fanática. Danny insistió: Ted el Rojo era un tipo tenaz.

—¿Qué cerco? ¿De qué estás hablando?

Claire jugó con el encendedor.

—Norm es un poco atolondrado, y por ser un fanático del boxeo ha leído mucho Gandhi. Ted, él está tan impaciente como yo. Se estaba gestando una investigación, una especie de HUAC en pequeño, pero parece que la interrumpieron. Eso nos tiene intimidados. Cuando venía hacia aquí iba escuchando la radio. Ha habido otro atentado contra la vida de Mickey Cohen. Tarde o temprano perderá el juicio y nos lanzará a sus matones. Necesitaremos tener cámaras para filmarlo.

En realidad no había respondido a la pregunta, y el discurso sobre resistencia pasiva sonaba como un subterfugio. Danny se dispuso a lanzar una frase seductora, pero la intervención de la camarera se lo impidió.

—Sólo dos vasos, por favor —dijo Claire.

—Yo no bebo —explicó Norm Kostenz, y se marchó saludando con el brazo.

Claire sirvió dos medidas grandes. Danny levantó el vaso para brindar.

—Por la causa.

—Por todas las cosas buenas —dijo Claire.

Danny bebió y frunció el ceño, un abstemio midiéndose con una bebedora experta; Claire bebió un sorbo y dijo:

—Ladrón de coches, revolucionario, seductor de mujeres. Estoy bastante impresionada.

Tenía que darle rienda, dejarla avanzar, envolverla.

—No lo estés, porque todo es una impostura.

—Oh. ¿Qué quieres decir?

—Que fui un revolucionario sin convicción y un ladrón asustado.

—¿Y el seductor de mujeres?

El cebo daba resultado.

—Digamos que trataba de recuperar una imagen.

—¿Alguna vez lo conseguiste?

—No.

—¿Tan especial es ella?

Danny bebió un largo sorbo. El alcohol junto con la falta de sueño lo mareó un poco.

—Lo era.

—¿Era?

Danny sabía que Kostenz le había contado la historia a Claire, pero le siguió el juego.

—Sí, era. Soy un viudo del HUAC, Claire. Las otras mujeres no eran…

—Ella —completó Claire.

—Exacto. No eran ella. No eran fuertes, ni dedicadas, ni…

—Ni ella.

Danny se echó a reír.

—Sí, ni ella. Maldita sea, me siento como un disco rayado.

Claire rió.

—Te haría una réplica incisiva sobre los corazones rotos, pero me pegarías.

—Sólo aporreo fascistas.

—¿No eres duro con las mujeres?

—No es mi estilo.

—A veces es el mío.

—Me dejas boquiabierto.

—Lo dudo.

Danny terminó la copa.

—Claire, quiero trabajar para el sindicato, pero haciendo algo más que sacarles dinero a unas ancianas.

—Tendrás tu oportunidad. Y no son ancianas… a menos que pienses que una mujer de mi edad lo es.

Una apertura magnífica.

—¿Cuántos años tienes? ¿Treinta y uno, treinta y dos?

Claire eludió el cumplido con una carcajada.

—Muy diplomático. ¿Cuántos tienes tú?

Danny trató de recordar la edad de Ted Krugman, y quizá tardó demasiado.

—Veintiséis.

—Bien, yo soy demasiado vieja para los chicos y demasiado joven para los gigolós. ¿Qué te parece esa respuesta?

—Evasiva.

Claire rió y acarició el cenicero.

—Cumpliré cuarenta en mayo. Así que gracias por tu apreciación.

—Fue sincera.

—No, no lo fue.

Tenía que abordarla ahora, regresar temprano a la oficina.

—Claire, ¿tengo credibilidad política para ti?

—Sí, la tienes.

—Entonces hay otra cuestión. Me gustaría verte, al margen de nuestro trabajo para el sindicato.

La cara de Claire se ablandó; Danny sintió el impulso de abofetear a la zorra para que se enfureciera y fuera una enemiga digna.

—Lo digo en serio —insistió. Joven Sincero y Directo, versión comunista.

—Ted, estoy comprometida —objetó Claire.

—No me importa —dijo Danny.

Claire metió la mano en la cartera, sacó una tarjeta perfumada y la puso en la mesa.

—Al menos deberíamos conocernos mejor. Unos cuantos miembros del sindicato se reunirán esta noche en mi casa. ¿Por qué no vienes para el final del mitin y saludas a todos? Luego, si te apetece, podemos pasear y conversar.

Danny guardó la tarjeta y se levantó.

—¿A qué hora?

—A las ocho y media.

Llegaría temprano; puro policía, puro empeño.

—Esperaré ansiosamente.

Claire de Haven había recobrado la compostura y mostraba una expresión digna.

—También yo.

Krugman volvió a ser Upshaw.

Danny se dirigió al cuartel de Hollywood, aparcó a tres calles de distancia y caminó. Mike Breuning lo recibió sonriendo en la puerta de la sala de reuniones.

—Me debes una, agente.

—¿Por qué?

—Están siguiendo a los sujetos de tu lista. Dudley lo autorizó, así que también le debes una a él.

Danny sonrió.

—Ya lo creo. ¿Quiénes son? ¿Les dio usted mi número?

—No. Son lo que llamarías muchachos de Dudley. Ya sabes, gente de la Oficina de Homicidios que Dudley crió desde que eran novatos. Son listos, pero sólo responden a él.

—Breuning, esta investigación es mía.

—Lo sé, Upshaw. Pero tienes suerte de contar con los hombres que tienes, y Dudley también trabaja en la investigación del gran jurado, así que quiere que estés contento. Da gracias a tu suerte. No tienes rango y estás a cargo de siete hombres. Cuando yo tenía tu edad, arrestaba vagabundos en calles míseras.

Danny entró en la sala de reuniones. Sabía que Breuning tenía razón, pero aun así estaba irritado. Había policías de paisano y de uniforme dando vueltas, riéndose por algo que había en el panel de novedades. Danny miró por encima del hombro de los demás y vio una nueva caricatura, peor que la que había arrancado Jack Shortell.

Mickey Cohen, colmillos, gorro judío y una gigantesca erección, penetrando el trasero de un hombre con uniforme del Departamento del sheriff. Los bolsillos del agente desbordaban de dólares; el globo de Cohen decía: «¡Sonríe, cariño! ¡Mickey C. te la da
kosher

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