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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (9 page)

BOOK: El gran desierto
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—Información o un mínimo de cinco años en una prisión estatal —bramó Danny—. Lo que prefieras.

Carlton W. Jeffries encontró su voz: aguda, chillona.

—¿Qué cree usted?

—Creo que eres listo. Dame lo que quiero y mañana te envío este sobre por correo.

—Me lo podría devolver ahora. Por favor, necesito ese dinero.

—Quiero datos. Si te haces el listo y me pasa algo, estás frito. Tengo pruebas, más la confesión que acabas de hacer.

—¡Hombre, yo no he confesado nada!

—Claro que sí. Has vendido medio kilo por semana. Eres el camello más importante de la zona sur.

—¡Hombre!

Danny apoyó el cañón del arma en la nariz de Carlton W. Jeffries.

—Quiero nombres. Vendedores de heroína de la zona. Adelante.

—Yo…

Danny hizo girar la 45 y asió el cañón para utilizar el arma como porra.

—Habla, maldita sea.

Jeffries apartó las manos del salpicadero para protegerse.

—El único que conozco es un tipo llamado Otis Jackson. Vive en el piso superior de la lavandería automática de Ciento Tres y Beach. ¡Por favor, no le diga que se lo he contado yo!

Danny enfundó el arma y se alejó de la portezuela del coche. Tropezó con el sobre de vehículos automotores justo cuando Carlton W. Jeffries empezaba a chillar. Recogió las pruebas, las arrojó sobre el asiento y se marchó deprisa hacia el Chevy para no tener que oír los farfulleos de gratitud del pobre diablo.

El cruce de Ciento Tres y Beach era una ruinosa intersección en el corazón de Watts: en dos esquinas había locales para alisar el pelo, en la tercera una tienda de licores, y la Koin King Washeteria ocupaba la cuarta. Sobre la lavandería automática había un apartamento con las luces encendidas; Danny aparcó enfrente, apagó los faros y estudió el único acceso: una escalera lateral que subía hasta una desvencijada puerta.

Dejó el coche y subió de puntillas, sin apoyar la mano en la barandilla por temor a que crujiera. Al llegar arriba desenfundó el revólver, apoyó el oído en la puerta y escuchó. Oyó una voz de hombre contando: ocho, nueve, diez, once. Golpeó la puerta e imitó una voz de negro.

—¿Otis? ¿Estás ahí, hombre? Soy yo.

Danny oyó una maldición; segundos después la puerta se abrió, sujeta a la jamba por una cadena. Asomó una mano que empuñaba una navaja; Danny golpeó la navaja con el arma, luego arrojó su peso hacia el interior.

La navaja cayó al suelo, una voz chilló y la puerta se hundió con Danny encima. Cayó sobre la alfombra con estrépito y vislumbró una confusa imagen de Otis Jackson cogiendo paquetes del suelo y corriendo al cuarto de baño. Oyó el ruido de la cadena. Danny se arrodilló, se asomó y gritó:

—¡Departamento del sheriff!

Otis Jackson levantó el dedo medio en un gesto obsceno y regresó a la sala de estar con una sonrisa satisfecha.

Danny se levantó. Acordes de jazz le retumbaban en la cabeza.

—Aquí el Departamento del sheriff no vale una mierda.

Danny le dio un culatazo en la cara. Jackson cayó al suelo, gimió y escupió una prótesis dental rota. Danny se acuclilló a su lado.

—¿Le vendes a un hombre blanco alto y canoso?

Jackson escupió una flema sanguinolenta y un jirón de lengua.

—Estoy con Jack D. y el Siete-Siete, hijo de…

Danny le apoyó el arma en el ojo.

—Yo estoy con Mickey y el condado. ¿Y qué? Te he hecho una pregunta.

—¡Trabajo en Hollywood! ¡Conozco a muchos imbéciles canosos!

—Nómbralos, y di todos los que conozcas que trabajen en los clubes de South Central.

—¡Antes tendrás que matarme, idiota!

Danny oyó música de jazz como banda sonora de otras imágenes: Coleman Healy acariciando el saxo, el chico del Mercedes suplicando.

—Una vez más —insistió Danny—. Quiero información sobre un hombre blanco y alto. Maduro, pelo plateado.

—Ya te he dicho…

Danny oyó a alguien subiendo las escaleras, gruñidos y el inequívoco ruido de revólveres amartillados. Otis Jackson sonrió; Danny comprendió, enfundó el arma y buscó la placa. Dos blancos corpulentos se asomaron por la puerta con revólveres de calibre 38. Danny presentó la placa, una oferta de paz.

—Departamento del sheriff. Soy detective.

Los hombres se acercaron empuñando las armas. El más alto ayudó a Otis Jackson a levantarse; el otro, un individuo gordo de pelo rizado y rojo, toqueteó la placa de Danny, la examinó y sacudió la cabeza.

—Como si no os bastara con andar en tratos con Mickey Hebraico, ahora tenéis que cebaros en mi confidente favorito. Otis, eres un negro afortunado. Agente Upshaw, eres un blanco estúpido.

El policía alto ayudó a Otis Jackson a entrar en el cuarto de baño. Danny se levantó y recuperó la placa.

—Vuelve al condado y métete con tus propios negros —masculló el gordo pelirrojo.

5

—… Y el aspecto más peligroso del comunismo, su herramienta más insidiosamente eficaz, es que se oculta bajo un millón de estandartes, un millón de banderas, títulos y siglas, propagando el cáncer bajo un millón de disfraces, todos ellos destinados a pervertir y corromper en nombre de la compasión, el bien y la justicia social. UAES, SLDC, NAACP, AFL-CIO, Liga de los Ideales Democráticos y Norteamericanos Contra el Fanatismo. Todas organizaciones de nombre ampuloso a las que cualquier buen norteamericano debería enorgullecerse de pertenecer. Todas tentáculos sediciosos, pervertidos, cancerosos de la conspiración comunista.

Hacía casi media hora que Mal Considine evaluaba a Edmund J. Satterlee, ex agente federal, ex seminarista jesuita, echando ojeadas ocasionales al resto del público. Satterlee era un cuarentón alto con forma de pera; su estilo verbal era una mezcla entre la sencillez de Harry Truman y las excentricidades de Pershing Square, y nunca se sabía cuándo iba a gritar o a susurrar. Dudley Smith, fumando sin cesar, parecía disfrutar del momento; Ellis Loew miraba la hora y observaba a Dudley, tal vez temiendo que tirara la ceniza en la alfombra nueva del salón. El doctor Saul Lesnick, psiquiatra y confidente de los federales, estaba sentado a la mayor distancia posible del Cazador de Rojos. Era un anciano pequeño y frágil, con ojos azules y brillantes, y una tos que él seguía alimentando con ásperos cigarrillos europeos; tenía el mismo aire que todos los soplones: aborrecía la presencia de sus captores, aunque presuntamente había ofrecido sus servicios.

Satterlee ahora caminaba, gesticulando como si fueran cuatrocientos en vez de cuatro. Mal se movió en la silla, recordándose que ese sujeto era su billete para obtener el grado de capitán y el cargo de jefe de investigación de la Fiscalía de Distrito.

—Al principio de la guerra trabajé con la Sección Extranjeros para colocar a los japoneses. Allí aprendí cómo se generan los sentimientos antiamericanos. Los japoneses que deseaban ser buenos americanos se ofrecieron para alistarse en las fuerzas armadas. La mayoría sentían rencor y confusión, y el elemento subversivo, bajo el disfraz del patriotismo, intentó impulsarlos a la traición mediante ataques planificados y muy intelectualizados sobre presuntas injusticias raciales en nuestro país. Bajo el estandarte de inquietudes norteamericanas como la libertad, la justicia y la libre empresa, los japoneses sediciosos describían esta democracia como una tierra de negros linchados y oportunidades limitadas para las minorías étnicas, aunque los
nisei
se estaban convirtiendo en comerciantes de clase media cuando estalló la guerra. Después de la guerra, cuando la conspiración comunista surgió como la principal amenaza para la seguridad interna de Estados Unidos, vi que los rojos usaban el mismo tipo de pensamiento y manipulación para subvertir nuestra fibra moral. Los partidarios de esta causa abundaban en la industria y el negocio del entretenimiento, y fundé Contracorrientes Rojas para ayudar a detectar a los radicales y subversivos. Las organizaciones que se quieren mantener libres de rojos nos pagan honorarios nominales para que averigüemos si sus empleados y aspirantes a empleados tienen antecedentes comunistas, y mantenemos un exhaustivo archivo de los rojos que descubrimos. Este servicio también permite que los inocentes acusados de ser comunistas demuestren su inocencia y obtengan empleos que se les podría haber negado. Además…

El doctor Saul Lesnick tosió; Mal miró al anciano y vio que la reacción era en parte una risotada. Satterlee hizo una pausa.

—Ed —dijo Ellis Loew—, ¿podemos saltarnos el trasfondo e ir al grano?

Satterlee se ruborizó, recogió su maletín y sacó unos documentos, cuatro fajos distintos. Entregó uno a Mal, otro a Loew y otro a Dudley Smith; el doctor Lesnick rechazó el suyo con un gesto. Mal estudió la primera página. Era un informe sobre los piquetes: miembros de la UAES que habían hecho declaraciones izquierdistas, oídas por sus oponentes del gremio de Transportistas. Mal buscó en los nombres de los signatarios. Reconoció a Morris Jahelka, Davey Goldman y Fritzie «Picahielo» Kupferman, conocidos matones de Mickey Cohen.

Satterlee se plantó de nuevo frente a ellos; a Mal se le ocurrió que parecía un hombre capaz de matar por un atril, o cualquier cosa donde pudiera apoyar los largos y desmañados brazos.

—Estos documentos son nuestra primera ronda de munición. He trabajado con una veintena de grandes jurados municipales en todo el país, y las declaraciones juradas de ciudadanos patrióticos siempre tienen un efecto benéfico sobre los miembros de un gran jurado. Creo que tenemos una buena oportunidad de éxito en Los Ángeles: el conflicto laboral entre los Transportistas y la UAES representa un gran impulso, una ocasión que quizá no se volverá a repetir. La influencia comunista en Hollywood es un tema amplio, y el problema de los piquetes y el estímulo a la subversión por parte de la UAES dentro de ambos contextos es una buena ocasión para captar el interés del público. Citaré la declaración de Morris Jahelka: «Mientras se hacían piquetes frente a Variety International Pictures en la mañana del 29 de noviembre de 1949, oí que un miembro de la UAES, una mujer llamada "Claire", le decía a otro miembro de la UAES: "Con la UAES en los estudios podemos hacer por nuestra causa más que toda la Guardia Roja. El cine es el nuevo opio de los pueblos. Creerán cualquier cosa que proyectemos en la pantalla." » Caballeros, Claire es Claire Katherine De Haven, cómplice de diez traidores de Hollywood y conocida integrante de no menos de catorce organizaciones que la Oficina del Fiscal General del Estado de California ha clasificado como órganos comunistas. ¿No es interesante?

Mal levantó la mano.

—Sí, teniente Considine —dijo Edmund J. Satterlee—. ¿Alguna pregunta?

—No, una afirmación. Morris Jahelka tiene dos arrestos por estupro. Este patriótico ciudadano folla con niñas de doce años.

—Demonios, Malcolm —masculló Ellis Loew.

Satterlee intentó sonreír pero no lo consiguió. Hundió las manos en los bolsillos.

—Entiendo. ¿Algo más sobre el señor Jahelka?

—Sí, también le gustan los niñitos, pero nunca han llegado a pescarlo con las manos en la masa.

Dudley Smith rió.

—La política crea extrañas alianzas, pero eso no niega el hecho de que en este caso el señor Jahelka está del lado de los buenos. Además, muchacho, nos aseguraremos de que mantenga la chaqueta bien abrochada, y es probable que los malditos rojos no traigan abogados para encauzar el interrogatorio.

Mal trató de mantener la voz en calma.

—¿Es verdad eso, Ellis?

Loew apartó las volutas de humo del cigarrillo del doctor Lesnick.

—En esencia, sí. Tratamos de que la mayor cantidad posible de integrantes de la UAES se ofrezcan como testigos. En cuanto a los testigos hostiles, los que comparecen por una citación, son propensos a demostrar su inocencia no trayendo abogados. Además, los estudios tienen una cláusula en su contrato con la UAES, la cual establece que pueden anular el contrato si se demuestra que la otra parte ha incurrido en algún delito. Antes de que el gran jurado llegue a un acuerdo, si reunimos pruebas suficientes, iré a ver a los gerentes de los estudios para que echen a los miembros de la UAES recurriendo a esa cláusula. Los muy canallas estarán locos de rabia cuando lleguen al banquillo. Un testigo furioso es un testigo ineficaz. Tú lo sabes, Mal.

Cohen y sus Transportistas adentro, la UAES fuera. Mal se preguntó si Mickey C. aportaría dinero para el fondo de reserva de Loew, una cantidad que tenía seis dígitos y alcanzaría el medio millón cuando llegaran las elecciones primarias del 52.

—Eres listo, abogado.

—Tú también, capitán. Al grano, Ed. Tengo que estar en los tribunales a mediodía.

Satterlee entregó hojas mimeografiadas a Mal y Dudley.

—Mis reflexiones sobre el interrogatorio de los subversivos —dijo—. El delito de asociación es nuestra mejor arma. Todos están relacionados. Cualquiera que esté vinculado con la extrema izquierda conoce a todos los demás en mayor o menor grado. Junto con las declaraciones hay listas de mítines comunistas comparadas con listas de donaciones, un excelente medio de obtener información y lograr que los rojos delaten a otros rojos para salvar el pellejo. Las transacciones también implican registros bancarios que se pueden presentar como prueba. Mi técnica favorita es mostrar fotos a testigos potenciales: hasta los rojos más ateos sienten el temor de Dios cuando se les presentan pruebas de que han participado en un mitin subversivo, en esta circunstancia serán capaces de delatar a su propia madre con tal de no ir a la cárcel. Puedo conseguir fotos muy perjudiciales mediante un amigo que trabaja para Canales Rojos, algunas fotos muy buenas de las reuniones del Comité de Defensa de Sleepy Lagoon. Me han dicho que esas fotos son los Rembrandts de la policía federal: jerarcas del PC y estrellas de Hollywood junto con nuestros amigos de la UAES. Señor Loew…

—Gracias, Ed —dijo Loew, e hizo una seña para indicar que todos se levantaran. Dudley Smith se irguió de un brinco; Mal se puso de pie y vio que Lesnick se dirigía al cuarto de baño aferrándose el pecho. Su tos húmeda retumbó en el pasillo; imaginó a Lesnick escupiendo sangre. Satterlee, Smith y Loew terminaron de darse la mano; el Cazador de Rojos salió seguido por el fiscal de distrito.

—Los fanáticos siempre resultan aburridos —comentó Dudley Smith—. Ed es bueno en su trabajo, pero no sabe cuándo retirarse de escena. Gana quinientos dólares por conferencia. Explotación capitalista del comunismo, ¿no crees, capitán?

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