Read El gran desierto Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (4 page)

BOOK: El gran desierto
11.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ahora estaba mortalmente aburrido.

Eran poco más de las diez de una mañana de Año Nuevo. Buzz, en su condición de jefe de seguridad de Hughes Aircraft, había pasado toda la noche al mando de los agentes de Mighty Man Agency en lo que Howard Hughes llamaba «patrulla de perímetro». Los guardias regulares de la planta tenían la noche libre; espectros alcoholizados habían recorrido el terreno desde el anochecer, en una excursión que culminaba con el regalo de Año Nuevo del Gran Howard: un camión cargado de perros calientes y Coca-Cola que llegó justo cuando 1949 se convirtió en 1950, cortesía del local de hamburguesas de Culver City. Buzz había dejado sus cálculos de jugador para ver cómo comían los Mighty Men; apostó seis contra uno a que Howard perdería los estribos si les sorprendía una mancha de mostaza con chucrut en los uniformes con bordados.

Buzz miró el reloj de pulsera. Las diez y cuarto. Podía irse a casa y dormir al mediodía. Se desplomó en una silla, escrutó las paredes y contempló las fotos enmarcadas. Cada una le hizo calcular probabilidades a favor y en contra de sí mismo: su tarea aparente y su verdadera actividad eran perfectas.

Allí estaba él, bajo, rechoncho, tirando a gordo, de pie junto a Howard Hughes, alto, apuesto, con traje rayado: un palurdo de Oklahoma y un millonario excéntrico haciendo cuernos con la mano. Buzz veía las fotos como las dos caras de un maltrecho disco de canciones de frontera: una cara sobre un sheriff corrompido por las mujeres y el dinero; y la otra, un lamento por el hombre que lo había comprado. A continuación había una colección de fotos de policía: Buzz atildado y pulcro como agente del Departamento de Policía de Los Ángeles en el 34; cada vez más gordo y mejor vestido a medida que las fotos avanzaban en el tiempo: puestos en Estafas, Atracos y Narcóticos; chaquetas de cachemira y pelo de camello, el nerviosismo en los ojos, típico de los «recaudadores». Luego el detective sargento Turner en una cama en Queen of Angels, rodeado por altos oficiales, señalándose las heridas a las que había sobrevivido mientras se preguntaba si otro policía le había tendido una trampa. Una hilera de fotos civiles sobre el escritorio: un Buzz más gordo y más canoso con el alcalde Bowron, el ex fiscal de distrito Buron Fitts, Errol Flynn, Mickey Cohen, productores para quienes había hecho trabajos sucios, actrices de poca monta a quienes había sacado de litigios y metido en abortos, médicos especialistas en drogadicción que le agradecían las recomendaciones. Intermediario, chico de los recados, matón.

Sin un céntimo.

Buzz se sentó al escritorio y anotó sus pertenencias y deudas. Contaba con catorce acres de tierras en el condado de Ventura; era un terreno árido y poco productivo que había comprado para cuando sus padres se retiraran, pero lo habían burlado pasando a mejor vida en el 44, durante una epidemia de tifus. El agente de bienes raíces le había hablado de treinta dólares por acre como máximo. Más le valía conservarlo. No podía devaluarse mucho más. Poseía un cupé Eldorado 48 verde, igual al de Mickey C., pero sin el blindaje a prueba de balas. Tenía un montón de trajes de Oviatt's y London Shop, y todos los pantalones le apretaban la cintura: Mickey le había regalado ropa, pues Buzz y el menudo y ostentoso judío gastaban la misma talla. Pero Mick tiraba las camisas que había usado dos veces, y la lista de deudas estaba desbordando la página para ocupar el secante del escritorio.

Sonó el teléfono. Buzz lo cogió.

—Seguridad. ¿Quién habla?

—Sol Gelfman, Buzz. ¿Me recuerdas?

El viejo de la MGM cuyo nieto robaba coches, un simpático muchacho que sacaba descapotables de los aparcamientos de Restaurant Row, atravesaba Mulholland como un bólido y siempre dejaba su tarjeta de visita —una gran pila de excrementos— en el asiento trasero. Había sobornado al agente que lo había arrestado, quien había alterado su informe para denunciar dos robos —en vez de veintisiete— y había omitido toda mención a los excrementos. El juez había puesto al muchacho en libertad condicional, aduciendo su buena familia y su brío juvenil.

—Claro. ¿En qué puedo servirle, señor Gelfman?

—Bien, Howard dijo que te llamara. Tengo un pequeño problema, y Howard aseguró que podías ayudarme.

—¿Su nieto ha vuelto a las andadas?

—No, por Dios. En mi nueva película hay una muchacha que necesita ayuda. Unos malandrines tienen fotos obscenas de ella, anteriores a mi contrato. Les di algo de dinero para que se portaran bien, pero no se dan por satisfechos.

Buzz resopló. Al parecer tendría que machacar cabezas.

—¿Qué clase de fotos?

—Desagradables. Con animales. Lucy y un gran danés que tiene una verga como la de King Kong. Ojalá tuviera yo una verga como ésa.

Buzz Meeks cogió una pluma para anotar en el dorso de su lista de deudas.

—¿Quién es la chica y qué sabe usted de los chantajistas?

—No sé nada de los recaudadores. Envié a mi ayudante de producción con el dinero para que los conociera. La chica es Lucy Whitehall. Un detective privado rastrea las llamadas. El que dirige la extorsión es un griego que folla con ella, Tommy Sifakis. ¿Has visto qué descaro? Chantajea a su propia amiga y pide el dinero desde su acogedor nido de amor. Otros se encargan de recoger la pasta y Lucy ni siquiera sabe que le están tomando el pelo. Vaya desfachatez.

Buzz pensó en etiquetas con precios; Gelfman continuó.

—Buzz, para mí esto vale quinientos dólares, y te hago un favor, porque Lucy hacía
strip-tease
con Audrey Anders, la amiguita de Mickey Cohen. Podría haber acudido a Mickey, pero una vez te portaste bien conmigo, así que te doy el trabajo. Howard dijo que sabrías cómo solucionarlo.

Buzz vio su vieja porra colgada del picaporte del cuarto de baño y se preguntó si aún tendría práctica.

—El precio es mil dólares, señor Gelfman.

—¿Qué? ¡Es un atraco!

—No, es extorsión criminal solucionada fuera de los tribunales. ¿Tiene el domicilio de Sifakis?

—¡Mickey lo haría gratis!

—Mickey metería la pata y le implicaría en un homicidio. ¿Dónde vive Sifakis?

Gelfman suspiró.

—Maldito patán de Oklahoma. En Vista View Court 1187, en Studio City, y por mil dólares quiero que esto quede bien limpio.

—Como un asiento trasero con mierda —replicó Buzz, y colgó. Manoteó su porra reglamentaria y se dirigió a Cahuenga Pass.

Tardó una hora en llegar al Valle; pasó otros veinte minutos recorriendo complejos residenciales en busca de Vista View Court: cubos de estuco dispuestos en semicírculos al pie de Hollywood Hills. El número 1187 era una casa prefabricada color melocotón. La pintura ya se estaba desconchando y los paneles de aluminio tenían manchas de óxido.

Alrededor había construcciones similares. Edificios de color amarillo, lavanda, turquesa, salmón y rosa alternaban en la ladera, y terminaban ante un letrero que proclamaba: ¡JARDINES DE VISTA VIEW! ¡LO MÁS DISTINGUIDO DE CALIFORNIA! ¡NO HAY DESCUENTOS PARA VETERINARIOS! Buzz aparcó frente a la casa amarilla, pensando en pelotas de goma arrojadas a una zanja.

Chiquillos con triciclos realizaban competiciones en los patios de grava; no había adultos tomando el sol. Buzz se clavó en la solapa una placa de policía sacada de una caja de cereales. Bajó del coche y llamó a la puerta del 1187. Pasaron diez segundos. Ninguna respuesta. Mirando en torno, insertó una horquilla en el agujero de la cerradura y movió el picaporte. La cerradura cedió; Buzz abrió la puerta y entró en la casa.

La luz que se filtraba por las cortinas le dio una perspectiva de la sala: muebles baratos, pósters de películas en las paredes, radios Philco apiladas junto al sofá, obvio producto de un robo en un almacén. Buzz sacó la porra del cinturón y atravesó la grasienta cocina para entrar en el dormitorio.

Más fotos en las paredes: chicas casi desnudas. Buzz reconoció a Audrey Anders, la «chica explosiva», que presuntamente había obtenido un título universitario en algún pueblo de mala muerte; junto a ella había una rubia esbelta. Buzz encendió una lámpara para ver mejor; vio discretas fotos publicitarias: la «jugosa Lucy» en un chispeante traje de baño de una pieza, con un sello donde figuraba el domicilio de una agencia artística. Entornó los ojos y advirtió que la muchacha tenía la mirada turbia y una sonrisa boba. Tal vez estaba drogada.

Buzz decidió que registraría el sitio en cinco minutos. Miró la hora y puso manos a la obra. Al vaciar cajones descubrió prendas interiores de hombre y mujer enredadas y varios cigarrillos de marihuana; en un armario había discos de 78 revoluciones y novelas baratas. El guardarropa revelaba a una mujer en ascenso y a un hombre que le iba a la zaga: vestidos y faldas de tiendas de Beverly Hills, uniformes de la Marina que apestaban a naftalina, chaquetas jaspeadas de caspa.

A los tres minutos y veinte segundos, Buzz registró la cama: sábanas de satén azul, un cabezal tapizado con cupidos y corazones bordados. Metió la mano bajo el colchón, palpó madera y metal, sacó una escopeta de cañón recortado, grueso y negro, tal vez del calibre 10. Registró la recámara y comprobó que estaba cargada: cinco tiros, municiones de doble grado. Sacó las municiones y se las guardó en el bolsillo; siguiendo una corazonada, miró bajo la almohada.

Una Luger alemana, cargada, una bala en la recámara.

Buzz extrajo la bala y vació el cargador. Le fastidió no tener tiempo para buscar una caja fuerte y encontrar las fotos del perro. Habría querido arrojarlas a la cara de Lucy Whitehall para alejarla de los griegos con caspa y artillería de alcoba. Regresó a la sala y se detuvo al ver una libreta con direcciones en una mesita.

La hojeó. No descubrió nombres conocidos hasta llegar a la G, donde vio a Sol Gelfman, su casa particular y números de la MGM rodeados con círculos; en la M y en la P encontró a Donny Maslow y Chick Pardell, detectives que él había echado de Narcóticos, vendedores de marihuana en bares de poca monta, pero no chantajistas. Cuando llegó a la S encontró datos para dejar al griego fuera de combate y de paso ganarse unos pavos.

Johnny Stompanato, Crestview-6103. Guardaespaldas de Mickey Cohen. Según los rumores, había financiado su retiro de la Combinación Cleveland mediante violentas extorsiones. Según los rumores, proporcionaba marihuana mexicana a los vendedores locales a cambio del treinta por ciento de las ganancias.

El apuesto Johnny Stompanato: dólares y signos de interrogación.

Buzz regresó al coche para esperar. Puso la llave de contacto, encendió la radio, recorrió varias emisoras hasta dar con Spade Cooley y su programa de música country y escuchó con el volumen bajo. La música era excesivamente dulzona, toda azúcar. Le hizo recordar con añoranza su pueblo de Oklahoma. Luego Spade fue demasiado lejos: canturreó algo sobre un hombre que iría a la horca por un crimen que no había cometido. Eso le hizo pensar en el precio que él había pagado por salir.

En 1931, Lizard Ridge, Oklahoma, era un pueblo moribundo en el corazón del Dustbowl. Tenía una fuente de ingresos: una planta que fabricaba armadillos embalsamados, monederos de armadillo y billeteras con forma de monstruo Gila, y después los vendía a los turistas que pasaban por la carretera. Los lugareños y los indios de la reserva mataban y despellejaban a los reptiles y los vendían a la fábrica; a veces se entusiasmaban y se mataban entre ellos. Luego las tormentas de polvo cerraron la ruta U.S.1 durante seis meses. Los armadillos y los Gilas se trastornaron, se atiborraron de malezas que les provocaron una enfermedad, se fueron a morir a otra parte o invadieron la calle principal de Lizard Ridge y acabaron aplastados por los coches. De un modo u otro, las pieles estaban demasiado maltrechas y arrugadas para que nadie ganara un céntimo. Turner Meeks, gran cazador de monstruos Gila, capaz de liquidarlos con un calibre 22 a treinta metros —justo en el espinazo, donde la fábrica ponía las costuras— supo que era momento de largarse.

Se mudó a Los Ángeles y consiguió trabajo en el cine como extra para películas del Oeste: Paramount un día, Columbia el otro, las producciones de bajo presupuesto de Gower Gulch cuando las cosas se ponían difíciles. Cualquier blanco presentable que supiera manejar una cuerda y cabalgar era mano de obra calificada en el Hollywood de la Depresión.

Pero en el 34 se empezaron a filmar menos
westerns
y más comedias musicales. El trabajo escaseaba. Estaba a punto de presentarse a la Compañía Municipal de Autobuses de Los Ángeles —tres vacantes para unos seiscientos aspirantes— cuando Hollywood lo salvó de nuevo.

El Monogram Studio estaba sitiado por piquetes: una combinación de sindicatos bajo el estandarte de la Liga de Fútbol Americano. Lo contrataron como esquirol: cinco dólares diarios, más trabajo adicional garantizado una vez sofocada la huelga.

Machacó cabezas dos semanas seguidas, y era tan diestro que un policía fuera de servicio lo apodó «Buzz», por el zumbido de la porra, y lo presentó al capitán James Culhane, jefe de la Sección de Disturbios en el Departamento de Policía de Los Ángeles. Culhane tenía ojo para reconocer a un policía nato. Dos semanas después Buzz hacía su ronda en el centro de Los Ángeles; un mes después era instructor de tiro en la Academia de Policía. Enseñó a la hija del jefe Steckel a disparar un calibre 22 y a montar a caballo. Gracias a eso llegó a sargento, obtuvo puestos en Estafas, Atracos y el plato más picante: Narcóticos.

El servicio en Narcóticos implicaba una ética no escrita: arrestabas a lo peor de la humanidad, caminabas con mierda hasta la rodilla, obtenías una zona. Si eras cabal, no delatabas a los corruptos. Si no lo eras, dabas un porcentaje de la droga confiscada a los tipos de color o a los muchachos que les vendían sólo a los negros: Jack Dragna, Benny Siegel, Mickey C. Y vigilabas a los honestos de otras divisiones, los fulanos que querían echarte para conseguir tu puesto.

Cuando ingresó en Narcóticos en el 44, Buzz llegó a un trato con Mickey Cohen, que entonces era el caballo ganador en el hampa de Los Ángeles, el ambicioso en ascenso. Jack Dragna odiaba a Mickey; Mickey odiaba a Jack; Buzz presionaba a los vendedores de Jack, sacaba cinco gramos por onza y los vendía a Mickey, quien lo apoyaba porque le amargaba la vida a Jack. Mickey lo llevaba a las fiestas de Hollywood, le ponía en contacto con gente que necesitaba favores de la policía y estaba dispuesta a pagar; le presentó a una rubia de buenas piernas cuyo esposo estaba en Europa con la Policía Militar. Conoció a Howard Hughes y empezó a trabajar para él, escogiendo a granjeras con ínfulas de actriz para las guaridas que el gran hombre había instalado por todo Los Ángeles para follar. Le iba al pelo en todos los frentes: el trabajo, el dinero, la aventura con Laura Considine. Hasta el 21 de junio de 1946, cuando una denuncia anónima sobre un robo en la Sesenta y Ocho y Slauson lo llevó a una emboscada en un callejón: dos en el hombro, una en el brazo, una en la nalga izquierda. Eso le permitió salir del Departamento de Policía con pensión completa, para caer en brazos de Howard Hughes, quien casualmente necesitaba a alguien…

BOOK: El gran desierto
11.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Property of the State by Bill Cameron
Awakening by William Horwood
At the Villa Rose by A. E. W. Mason
Love by the Morning Star by Laura L. Sullivan
Legend of the Ghost Dog by Elizabeth Cody Kimmel
Ripped in Red by Cynthia Hickey
Spelldown by Karon Luddy