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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (15 page)

BOOK: El gran desierto
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Y, por último, la Reina Roja.

Claire de Haven no tenía ficha, y varios hombres la habían descrito como demasiado lista, fuerte y capaz como para necesitar los cuidados de un psiquiatra. Además, se acostaba con la mitad de su célula del PC y con todos los jerarcas de la Comisión de Defensa de Sleepy Lagoon, incluidos Benavides, López y Duarte, que la adoraban. Chaz Minear estaba loco por ella, a pesar de ser homosexual; Reynolds Loftis la mencionaba como la «única mujer que he querido de verdad». Los testimonios sobre su sagacidad eran de segunda mano: Claire se movía en la trastienda, no gritaba consignas y conservaba los contactos políticos y legales de su difunto padre, un estólido conservador que había sido consejero de la comunidad empresarial de Los Ángeles. Minear había dicho al doctor Lesnick que la influencia política del padre había impedido que el HUAC citara a Claire de Haven en el 47 y que los demás testigos mencionaran su nombre. Claire de Haven follaba como un conejo, pero no tenía fama de pelandusca; inspiraba la lealtad de guionistas homosexuales, actores ambivalentes, tramoyistas mexicanos y comunistas de toda clase.

Mal apagó la luz, recordándose que debía escribir una nota para el doctor Lesnick: todos los archivos terminaban en el verano del 49, cinco meses atrás. ¿Por qué? Dirigiéndose al ascensor, se preguntó qué aspecto tendría Claire de Haven, dónde podría conseguir una foto, si podría lograr que su infiltrado aprovechara sus apetitos sexuales: la política y el sexo para obligarla a presentarse como testigo voluntario, la Reina Roja extorsionada como una ramera de Chinatown, insignias de capitán bailando al final de una película porno.

9

Hora de la recaudación.

Su primera parada era Variety International, donde Herman Gerstein le dio una conferencia de cinco minutos sobre los males del comunismo y le entregó un abultado sobre lleno de billetes de cien; la segunda parada era un pequeño paseo entre los piquetes de los Transportistas y la UAES para entrar en Hollywood Prestige National Pictures, donde Wally Voldrich, el jefe de Seguridad, le dio una caja de donuts llena de billetes de cincuenta pringados de azúcar glaseado y chocolate. Ya tenía en el bolsillo los diez mil de Howard; la aportación de Mickey C. a los Amigos de lo Americano en el Cine sería su última recaudación de la mañana.

Buzz tomó por Sunset hasta Santa Monica Canyon, rumbo al escondrijo donde Mickey se divertía con sus subordinados, recibía mujeres y se ocultaba de su esposa. El dinero que llevaba en el bolsillo resultaba estimulante: si Mal Considine andaba por ahí cuando entregara el maletín a Ellis Loew, lo provocaría para ver cómo le habían afectado los cuatro años pasados desde lo de Laura. Si la sensación era favorable, le diría a Howard que contara con él para combatir el comunismo: Leotis Dineen le estaba reclamando mil quinientos dólares, y no era nada conveniente jugar con él.

El refugio de Cohen era un
bungalow
de bambú rodeado por arbustos tropicales cuidados con todo esmero, camuflaje para sus tiradores cuando había una escaramuza entre Mick y Jack Dragna. Buzz aparcó en la calzada detrás de un Packard blanco, preguntándose dónde estaba el Cadillac blindado de Mickey y quién se encargaría de entregar el sobre. Caminó hasta la puerta y llamó; una voz de mujer sureña le indicó que pasara.

Buzz abrió la puerta y vio a Audrey Anders sentada ante una mesa, tecleando una calculadora. La falta de maquillaje, los pantalones holgados y la camisa con el monograma de Mickey le restaban encanto; en realidad tenía mejor aspecto que la mañana de Año Nuevo, con vestido rosa de fiesta y tacones altos, propinando una patada a Tommy Sifakis en las pelotas.

—Hola —saludó.

Ella señaló una mesita de laca china; en el centro había un fajo de billetes sujetos con una goma elástica.

—Mickey te manda decir
mazel tov
. Supongo que quiere decir que se alegra de que estés en este asunto del gran jurado.

Buzz se sentó en una mecedora y levantó los pies, señal de que pensaba quedarse un rato.

—¿Mickey se está aprovechando de tu título universitario?

Audrey tecleó una operación, miró el papel de la máquina y anotó algo en una libreta, todo muy despacio.

—¿Crees lo que dicen los programas de El Rancho Burlesque? —dijo ella.

—No, me di cuenta por tu cerebro.

—¿Cerebro para llevar las cuentas de una operación de préstamo?

—Usura es una palabra más acertada, pero me refería a tu cerebro en general.

Audrey señaló los pies de Buzz.

—¿Piensas quedarte mucho tiempo?

—No mucho. ¿De veras tienes una licenciatura?

—Demonios, insistimos en hacernos esas preguntas. No, no tengo una licenciatura, pero sí un título en contabilidad de un colegio de segunda de Jackson, Mississippi. ¿Satisfecho?

Buzz no sabía si la mujer quería que se largara de una vez o si estaba contenta con la interrupción. Sumar dinero producto de la usura en un buen día de invierno no era precisamente agradable. Buzz jugó su única baza, la única forma de averiguar qué pensaba la chica de él.

—¿Lucy Whitehall está bien?

Audrey encendió un cigarrillo y exhaló dos perfectos anillos de humo.

—Sí. Sol Gelfman la ha acogido en su casa de Palm Springs, y Mickey consiguió que un amigo suyo del Departamento del sheriff emitiera algo que llaman orden de restricción. Si Tommy molesta a Lucy, la policía lo arrestará. Lucy me dijo que te agradecía lo que hiciste. No le conté que lo hiciste por dinero.

Buzz ignoró la provocación y sonrió.

—Saluda a Lucy de mi parte. Dile que es tan bonita que lo habría hecho gratis.

Audrey rió.

—No esperes que te crea. Meeks, ¿qué hay entre tú y Mickey?

—Responderé con una pregunta. ¿Por qué quieres saberlo?

Audrey sopló otros dos anillos y aplastó el cigarrillo.

—Porque anoche habló de ti una hora seguida. Porque dijo que no logra entender si eres el estúpido más listo o el listo más estúpido que conoce, y no entiende por qué derrochas el dinero con corredores de apuestas negros cuando podrías apostar con él sin efectivo. Dijo que sólo los estúpidos aman el peligro, pero tú amas el peligro y no eres estúpido. Dijo que no sabe si eres un valiente o un chiflado. ¿Algo de esto tiene sentido para ti?

Buzz vio esas palabras inscritas en su lápida, bien juntitas para que cupieran. Respondió sin rodeos, sin importarle a quién se lo dijera Audrey.

—Corro los riesgos que Mickey teme, así que lo hago sentir seguro. Él es un tipo pequeño, como yo, y quizás yo sea un poco mejor con las manos y con mi garrote. Mickey tiene más que perder, así que se asusta más que yo. Y si yo soy chiflado, eso significa que él es listo. ¿Sabes qué me sorprende de esta charla?

La pregunta congeló la sonrisa de Audrey: una ancha franja que mostraba dos dientes ligeramente torcidos y ampollas de herpes en el labio inferior.

—No. ¿Qué?

—Que Mickey te estime tanto como para hablarte de estas cosas. Eso me sorprende.

La sonrisa de Audrey se evaporó.

—Me quiere.

—Quieres decir que agradece los favores que le haces. Cuando yo era policía, birlaba ese buen polvo blanco y se lo vendía a Mickey, no a Jack D. Llegué a ser el mejor amigo de Mickey. Sólo me sorprende que confíe tanto en una mujer.

Audrey encendió otro cigarrillo; Buzz comprendió que era una defensa: había desperdiciado un buen discurso.

—Lo lamento —murmuró—. No quería decir algo tan personal.

Los ojos de Audrey llamearon.

—Claro que sí, Meeks. Eso es precisamente lo que querías.

Buzz se levantó y caminó por el cuarto, echando un vistazo a los adornos chinos y preguntándose si los habría escogido la esposa de Mickey o su cabaretera contable, que lo ponía nervioso como un arma que podía dispararse si decía algo equivocado. Intentó iniciar una charla intrascendente.

—Qué bonito es todo esto. Lamentaría que Jack D. hiciera agujeros de bala aquí.

—Mickey y Jack están hablando de hacer las paces —explicó Audrey con voz trémula—. Jack quiere hacer un trato con él. Tal vez droga, tal vez un casino en Las Vegas. Meeks, amo a Mickey y Mickey me ama.

Las últimas palabras fueron como «bang, bang, bang» para Buzz, quien recogió el dinero, se lo guardó en el bolsillo y espetó:

—Sí, le encanta llevarte al Troc y al Mocambo, porque sabe que allí todos los hombres se babean por ti y le temen. Luego pasa una hora en tu casa y vuelve a su esposa. Es agradable que los dos habléis de vez en cuando, pero a mi entender no recibes mucho de un chico judío que no tiene suficiente inteligencia para valorar lo que tiene.

Audrey quedó boquiabierta; el cigarrillo se le cayó en el regazo, lo recogió y lo apagó.

—¿Estás tan chiflado o sólo eres estúpido?

Bang, bang, bang. Como cañonazos.

—Tal vez sólo confío en ti —replicó Buzz. Se le acercó y la besó en los labios, sosteniéndole la cabeza con una mano. Audrey Anders no abrió la boca, no lo abrazó ni lo rechazó. Cuando Buzz comprendió que eso era todo lo que iba a conseguir, la soltó y regresó al coche flotando sobre arenas movedizas.

El regreso a la ciudad fue «bang, bang, bang», rebotes, recordar viejas tonterías para compararlas con ésta.

En el 33 había atacado a seis matones sindicales frente a la MGM. Le pegaron en el brazo con garrotes provistos de clavos, ahuyentó a los muchachos a porrazos y contrajo el tétano. Estúpido, pero la audacia le había ayudado a conseguir su nombramiento en el Departamento de Policía.

A principios del 42 había trabajado en la Sección de Inmigración, juntando japoneses para arrearlos a las caballerizas del hipódromo de Santa Anita. Detuvo a un chico listo llamado Bob Takahashi justo cuando estaba a punto de montar a una hembra por primera vez. Le dio lástima y lo llevó en un viaje de seis días por Tijuana. Alcohol, rameras, las carreras de perros y una lacrimógena despedida en la frontera. Bob había seguido rumbo al sur, un extranjero de ojos rasgados en una tierra de ojos redondos. Muy estúpido, pero había disimulado su ausencia capturando un coche sospechoso en las afueras de San Diego y arrestando a cuatro vendedores de hierba que transportaban medio kilo de marihuana de primera calidad. Los malandrines sumaban un total de diecinueve demandas de arresto en Los Ángeles; obtuvo una recomendación y cuatro muescas en la pistola por cumplimiento del deber. Otro desastre con final feliz.

Pero el episodio de su hermano Fud superaba todo lo anterior. A los tres días de salir de la cárcel estatal de Texas, Fud fue a ver al entonces sargento Turner Meeks, le informó que acababa de asaltar una tienda de licores en Hermosa Beach, que había aporreado al propietario con la pistola, y se proponía devolverle a Buzz los seis mil dólares que le debía con el dinero conseguido en el asalto. Mientras Fud hurgaba en la bolsa de papel manchada de sangre, llamaron a la puerta. Buzz observó por la mirilla, vio dos uniformes azules, decidió que los lazos de sangre eran muy fuertes y lanzó cuatro disparos de su revólver reglamentario en la pared del salón. Los uniformados intentaron derribar la puerta; Buzz arrastró a Fud al sótano, lo encerró, destrozó la ventana que daba al porche trasero y pisoteó las petunias de la dueña de la casa. Cuando los policías entraron, Buzz les dijo que era del Departamento y que el culpable era un adicto que había enviado a San Quintín: Davis Haskins (en realidad aquel tipo había muerto de sobredosis en Billings, Montana: Buzz había obtenido el dato mientras hacía un trabajo de extradición). Los uniformados salieron, pidieron refuerzos y rodearon el vecindario hasta el alba; Davis Haskins llegó a la portada del
Mirror
y del
Daily News
. Buzz se mostró hospitalario una semana y mantuvo a Fud en el sótano con whisky, bocadillos de salchicha y revistas pornográficas birladas en Antivicio. Y se salió con la suya por su gran descaro. Nadie informó a la policía que un muerto había asaltado el Happy Time Liquor Store, había llegado a la casa del sargento Turner «Buzz» Meeks en un La Salle robado, había acribillado la pared del salón y había escapado a pie. Cuando un año después despacharon a Fud en Guadalcanal, el jefe de escuadrón envió a Buzz una carta; las últimas palabras de su hermano menor fueron: «Di a Turner que le agradezco las revistas y los bocadillos.»

Tonto, estúpido, loco, sentimental, lunático.

Pero besar a Audrey Anders era peor.

Buzz aparcó frente al Ayuntamiento, transfirió todo el dinero a la caja de donuts y la subió a la oficina de Ellis Loew. Al cruzar la Puerta, vio a Loew, Dudley Smith y Mal Considine sentados alrededor de una mesa, todos ellos hablando a la vez acerca de cómo infiltrar policías. Nadie levantó la mirada, Buzz echó un vistazo a Considine cuatro años después de ponerle los cuernos. El hombre aún parecía más abogado que policía; el cabello rubio estaba encanecido; tenía aspecto nervioso y demacrado.

Buzz llamó a la puerta y arrojó la caja a la silla. Los tres se volvieron; Buzz clavó los ojos en Considine. Ellis Loew cabeceó, todo seriedad.

—Hola, Turner, viejo colega —dijo Dudley Smith, todo dulzura.

Considine lo estudió con curiosidad, como si examinara un reptil que nunca hubiera visto.

Ambos sostuvieron la mirada.

—Hola, Mal —saludó Buzz.

—Bonita corbata, Meeks —comentó Mal Considine—. ¿A quién se la has robado?

Buzz rió.

—¿Cómo anda tu ex mujer, teniente? ¿Todavía usa bragas sin entrepierna?

Considine lo miró de hito en hito, la boca trémula. Buzz también lo miró, la boca reseca.

Empate.

Cincuenta por ciento. Considine o Dragna.

Quizá le conviniera esperar, dar un poco de rienda al Peligro Rojo antes de intervenir.

10

Dos noches de pesadillas y un día infructuoso lo llevaron a Malibu Canyon.

Mientras se dirigía al norte por la carretera del Pacífico, Danny pensó que era una tarea de eliminación: hablar con los hombres que figuraban en la lista de criadores de perros obtenida en Antivicio mostrarse amable con ellos y obtener alguna respuesta acerca de la tesis del doctor Layman sobre el uso de una «carnada de sangre». No existía semejante bestia en Homicidios del condado ni en Registros de la ciudad; si los criadores, los entendidos en el asunto, desechaban la teoría por descabellada, quizás esa noche pudiera dormir sin la presencia de sabuesos de fauces abiertas, vísceras y estridencias de jazz.

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