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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (34 page)

BOOK: El gran desierto
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Aunque quizá ciertas mujeres sí serían una amenaza.

Lenny Rolff siguió trabajando en la página 399 de
La estela de los doblones perdidos
. El repiqueteo de la máquina llenó el silencio, Mal miró la modesta casa de piedra del escritor y reflexionó que al menos había ahorrado más dinero que Eisler y tuvo la astucia de no casarse con una japonesa. Más tableteo. Rolff trabajaba con entusiasmo: pasó de la página 399 a la 400 y la 401. Luego el vozarrón de Dudley, más histriónico que nunca.

—Bendíceme, padre, pues he pecado. Nunca me confesé por última vez, pues soy judío. Rectificaré de inmediato esa situación, monseñores Smith y Considine, mis confesores.

Mal se volvió y vio que Dudley empuñaba una serie de fotografías; Rolff terminó de mecanografiar un párrafo y lo miró. Dudley le plantó una instantánea en la cara.

—No —dijo Rolff con calma. Mal se acercó y echó un vistazo a la foto.

Era una imagen borrosa en blanco y negro, una adolescente desnuda con las piernas abiertas. Dudley leyó el dorso: «Para Lenny. Fuiste el mejor. Con el amor de Maggie, Minnie Robert's Casbah, 19 de enero de 1946.»

Mal contuvo el aliento; Rolff se levantó, miró a Dudley de hito en hito y dijo con voz firme:

—No. Mi esposa y yo nos hemos perdonado mutuamente nuestras pequeñas indiscreciones. ¿Cree que de lo contrario dejaría las fotos en el escritorio? No. Ladrón. Parásito fascista. Cerdo irlandés.

Dudley tiró las fotos a la hierba. Mal le hizo la seña de no golpear. Rolff se aclaró la garganta y escupió a Dudley en la cara. Mal jadeó; Dudley sonrió, tomó una página manuscrita y se limpió el escupitajo.

—Sí, porque la bella Judith no sabe nada acerca de la bella Sarah y la gonorrea que usted le contagió, y acabo de confirmar dónde se curó usted. Terry Lux lleva registros meticulosos, y ha prometido colaborar conmigo si usted decide lo contrario.

—¿Quién se lo dijo? —preguntó Rolff, aún con voz firme.

Dudley hizo una seña: «Transcripción literal.»

—Reynolds Loftis, bajo mucha menos presión de la que usted acaba de sufrir.

Mal reflexionó sobre esta maniobra: si Rolff se ponía en contacto con Loftis, todos los interrogatorios clandestinos quedarían comprometidos, la UAES cerraría la entrada a nuevos miembros por temor a la infiltración y Danny Upshaw fracasaría. Sacó pluma y libreta, cogió una silla y se sentó. Dudley usó su recurso típico.

—Sí o no, señor Rolff. Deme su respuesta.

Las venas palpitaron en la frente de Leonard Rolff.

—Sí —aceptó.

—Fantástico —dijo Dudley.

Mal escribió L. Rolff, 8/1/50 en la parte superior de una página en blanco. El interrogado se caló las gafas.

—¿Testimonio público?

Mal respondió.

—Más probablemente declaración escrita. Empezaremos por…

Dudley alzó la voz por primera vez.

—Permíteme encargarme de este testigo, por favor.

Mal asintió e hizo girar la silla, apoyando la libreta en el respaldo.

—Usted sabe por qué estamos aquí —empezó Dudley—, así que vamos al grano. La influencia comunista en el mundo del cine. Nombres, fechas, lugares y palabras sediciosas que se dijeron. Como estoy seguro de que usted piensa mucho en él, empezaremos con Reynolds Loftis. ¿Alguna vez le oyó abogar por la revuelta armada contra el gobierno de Estados Unidos?

—No, pero…

—Denos cualquier información que tenga, a menos que yo especifique lo contrario. ¿Tiene algún dato importante sobre Loftis?

—Adaptaba los personajes policíacos para que la policía quedara mal parada en el cine —jadeó Rolff—. Decía que ésa era su contribución para erosionar el sistema americano de jurisprudencia. —Una pausa, luego—: Si testifico en un tribunal, ¿tendrá él la oportunidad de hablar sobre Sarah y yo?

Mal respondió mintiendo a medias.

—Es muy improbable que comparezca como testigo, y si intenta dar esa información, el juez lo detendrá a los dos segundos. Está usted a salvo.

—Pero fuera del tribunal…

—Fuera del tribunal usted está solo —replicó Dudley—. Tendrá que confiar en que Loftis no repita la historia para no verse rechazado.

—Si Loftis les dijo eso, debió de colaborar bastante. ¿Por qué necesitan información en su contra?

Dudley, alerta:

—Loftis informó sobre usted hace meses, cuando pensábamos que nuestra investigación no se centraría en la UAES. Francamente, con los recientes problemas laborales, la UAES representa un blanco mucho más atractivo. Y con sinceridad, usted y los demás eran demasiado intrascendentes para que nos tomásemos la molestia.

Mal echó un vistazo y vio que Rolff lo creía: había distendido los hombros y había dejado de entrelazarse las manos. Rolff hizo una pregunta directa:

—¿Cómo sé que no harán lo mismo conmigo?

—Este gran jurado está constituido oficialmente —intervino Mal—, y a usted se le dará inmunidad, algo que nunca ofrecimos a Loftis. Lo que dijo el teniente Smith sobre los problemas laborales es cierto. Es ahora o nunca, y tenemos que actuar ahora.

Rolff le clavó los ojos.

—Admite usted su oportunismo con tanto descaro que no me queda más remedio que creerle.

Dudley rió.

—Hay una diferencia entre nuestro bando y el de usted. Nosotros tenemos razón, ustedes están equivocados. Volvamos a Reynolds Loftis. Deliberadamente presentaba a los policías americanos como misántropos, ¿no es así?

Mal continuó transcribiendo. Rolff asintió.

—¿Puede recordar cuándo dijo eso?

—En alguna fiesta.

—¿Una fiesta del Partido?

—No. No, creo que fue en una fiesta durante la guerra, una fiesta de verano.

—¿Estaba presente alguna de estas personas? ¿Hicieron algún comentario sedicioso? Claire de Haven, Chaz Minear, Morton Ziffkin, Sammy Benavides, Juan Duarte, Mondo López.

—Creo que Claire y Morton estaban allí, pero Sammy, Juan y Mondo estaban en la Comisión de Sleepy Lagoon en ese momento.

—De forma que esto sucedió en el verano del 43 —dijo Mal—. El momento en que el Comité de Defensa de Sleepy Lagoon estaba en lo más álgido de su campaña.

—Sí. Sí, eso creo.

—Piense, camarada —continuó Dudley—. Minear se acostaba con Loftis. ¿Estaba allí y vociferaba discursos?

Mal siguió transcribiendo, reduciendo la verborrea de Dudley a preguntas simples; Rolff puso fin a una larga pausa.

—Lo que recuerdo de esa fiesta es que fue mi último contacto social con la gente que usted mencionó hasta que volví a entablar amistad con Reynolds en Europa hace unos años. Recuerdo que Chaz y Reynolds habían reñido y que Reynolds no lo llevó a esa fiesta. Después de la fiesta vi a Reynolds fuera, junto a su coche, hablando con un joven con vendajes en la cara. También recuerdo que mi círculo de amigos políticos estaba involucrado en lo de Sleepy Lagoon y se enfadaron cuando acepté un trabajo en Nueva York que me impedía unirme a ellos.

—Hablemos de Sleepy Lagoon —dijo Dudley.

Mal pensó en su nota a Loew: ese episodio no debía llegar al gran jurado. Era un veneno político que favorecía la imagen de los rojos.

—Creí que usted quería que hablara sobre Reynolds —objetó Rolff.

—Una pequeña digresión. Sleepy Lagoon. Todo un acontecimiento, ¿verdad?

—Los muchachos que arrestó el Departamento de Policía eran inocentes. Ciudadanos apolíticos se unieron a la izquierda para lograr que los liberaran. En ese sentido, constituyó un gran acontecimiento.

—Esa es su interpretación, camarada. Yo tengo otra opinión, pero tiene que haber de todo en el mundo.

Rolff suspiró.

—¿Qué quiere saber?

—Cuénteme sus recuerdos de esa época.

—Yo estaba en Europa durante el juicio, las apelaciones y la liberación de esos muchachos. Recuerdo el homicidio, que sucedió el verano anterior, creo que en el 42. Recuerdo la investigación policial, el arresto de los muchachos, la irritación de Claire de Haven, que se dedicó a recaudar fondos. Recuerdo haber pensado que ella brindaba sus favores a sus muchos pretendientes latinos, y que ésa era una de las razones por las cuales la causa significaba tanto para ella.

Mal intervino en busca de precisiones, preguntándose por qué Dudley había atacado desde ese flanco.

—En esas recaudaciones, ¿había jerarcas del PC?

—Sí.

—Pronto tendremos algunas fotos de Sleepy Lagoon. Se le pedirá que nos ayude a identificar a algunas personas.

—Entonces, ¿hay más?

Dudley encendió un cigarrillo y le indicó a Mal que dejara de escribir.

—Ésta es una entrevista preliminar. Un funcionario de la ciudad y un representante del tribunal pasarán dentro de pocos días con una larga lista de preguntas específicas sobre personas específicas. El teniente Considine y yo prepararemos las preguntas, y si estamos satisfechos con las respuestas le enviaremos por correo un certificado de inmunidad oficial.

—Entonces, ¿han terminado por ahora?

—Todavía no. Volvamos un instante a Sleepy Lagoon.

—Pero ya le he dicho que en aquella época estaba en Nueva York. Estuve ausente durante la mayoría de las protestas.

—Pero usted conocía a muchos integrantes del Comité. Duarte, Benavides y López, por ejemplo.

—Sí. ¿Y qué?

—Ellos fueron los que más fervientemente alegaron que los pobres y perseguidos mexicanos recibieron un trato injusto, ¿verdad?

—Sí. Sleepy Lagoon desencadenó disturbios y el Departamento de Policía perdió la chaveta. Mataron a varios mexicanos a golpes, y Sammy, Juan y Mondo ansiaban manifestar su solidaridad a través del Comité.

Mal hizo girar la silla y observó. Dudley efectuaba un rebuscado sondeo haciendo gala de una enorme dosis de retórica. No era su estilo.

—Si eso le parece tendencioso, lo lamento. Es simplemente la verdad —declaró Rolff.

Dudley hizo un ruido despectivo.

—Siempre me sorprendió que los comunistas y esos presuntos ciudadanos comprometidos nunca señalaran un asesino responsable de la muerte de José Díaz. Ustedes son los maestros del chivo expiatorio. López, Duarte y Benavides eran miembros de bandas y probablemente conocían a muchos malhechores blancos a quienes culpar. ¿Alguna vez lo discutieron?

—No. Lo que usted dice es incomprensible.

Dudley le guiñó el ojo a Mal.

—Mi colega y yo sabemos que no es así. Veamos. ¿Los tres mexicanos u otros miembros del Comité expusieron teorías serias acerca de quién había matado a José Díaz?

—No —respondió Rolff, apretando los dientes.

—¿Y el PC? ¿Sugirió algún posible chivo expiatorio?

—Ya le he dicho que no, estuve en Nueva York durante casi todo el episodio.

Dudley, arreglándose el nudo de la corbata y apuntando un dedo hacia la calle, dijo:

—Malcolm, ¿alguna pregunta más para el señor Rolff?

—No —dijo Mal.

—¿Nada sobre nuestra bella Claire?

Rolff se levantó, pasándose la mano por el cuello como si no viera el momento de librarse de los inquisidores y darse un baño; Mal volcó la silla al ponerse en pie. Buscó un comentario ingenioso pero no se le ocurrió ninguno.

—No.

Dudley permaneció sentado, sonriendo.

—Señor Rolff, necesito los nombres de cinco camaradas, gente que conozca bien el monopolio de cerebros de la UAES.

—No —sentenció Rolff—. Declaradamente no.

—Por ahora me conformaré con los nombres, al margen de los recuerdos íntimos que usted pueda brindarnos dentro de unos días, cuando un colega nuestro haya realizado las investigaciones pertinentes. Los nombres, por favor.

Rolff hundió los pies en la hierba, apretó los puños.

—Háblele a Judith de Sarah y de mí. No le creerá.

Dudley sacó un papel del bolsillo interior de la chaqueta.

—Once de mayo de 1948. «Querido Lenny. Te echo de menos y quisiera que estuvieras dentro de mí a pesar de tu enfermedad. Sigo pensando que por supuesto tú no sabías que la tenías y que conociste a esa prostituta antes de que saliéramos juntos. Los tratamientos son dolorosos, pero aun así me hacen pensar en ti, y si no fuera por el temor de que Judith se enterara, hablaría de ti constantemente.» Las Armbuster 304 son las cajas fuertes más baratas del mundo, camarada. Un hombre de su posición no debería ser tan tacaño.

Lenny Rolff cayó de rodillas en la hierba. Dudley se arrodilló junto a él y captó una susurrada lista de nombres. El último, pronunciado en un sollozo, fue «Nathan Eisler». Mal regresó deprisa al coche, mirando hacia atrás una sola vez. Dudley observó cómo su testigo voluntario lanzaba la máquina de escribir, el original, la mesa y las sillas en diversas direcciones.

Dudley llevó a Mal de vuelta al motel sin decir una palabra. Mal puso la radio en una emisora típica: música arrasadora a todo volumen. La despedida de Dudley fue: «Tienes más estómago del que yo creía para este trabajo.» Mal entró y se pasó media hora en la ducha, hasta que el agua caliente del edificio se agotó y el gerente fue a golpear la puerta para quejarse. Mal lo calmó con su insignia y un billete de diez, se puso un traje limpio y fue al centro a ver a su abogado.

La oficina de Jack Kellerman estaba en la Oviatt Tower, en la Sexta y Olive. Mal llegó cinco minutos antes. Echó un vistazo a la desnuda sala de recepción, preguntándose si Jake prescindía de secretaria para poder alquilar un apartamento en uno de los edificios más caros de Los Ángeles. En su primera entrevista habían hablado de generalidades; ésta sería sobre temas concretos.

Kellerman abrió la puerta de la oficina a las tres en punto, Mal entró y se sentó en una sencilla silla de cuero marrón. Kellerman le estrechó la mano, luego se plantó detrás de un sencillo escritorio de madera marrón.

—La preliminar será pasado mañana —dijo—, tribunal civil 32. Greenberg está de vacaciones, y tenemos a un gay envarado llamado Hardesty. Lamento eso, Mal. Quería conseguirte un judío para impresionarle con tu trabajo como policía militar en Europa.

Mal se encogió de hombros, pensando en Eisler y Rolff; Kellerman sonrió.

—¿Puedes confirmarme un rumor?

—Claro.

—Oí decir que liquidaste a un bastardo nazi en Polonia.

—Es verdad.

—¿Lo mataste?

La oficina pequeña y desnuda le estaba resultando sofocante.

—Sí.


Mazel tov
—dijo Kellerman. Examinó su calendario y algunos papeles—. En la sesión preliminar empezaré pidiendo aplazamientos y trataré de elaborar una perspectiva para ponerte en manos de Greenberg. Se va a enamorar de ti. ¿Cómo anda el asunto del gran jurado?

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