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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (33 page)

BOOK: El gran desierto
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Eisler sacó un pañuelo del bolsillo de la camisa y se sonó.

—Hasta principios del 40.

—He aquí algunos nombres —continuó Mal—. Dígame a cuáles de estas personas conoció usted como miembros del Partido Comunista. Claire de Haven, Reynolds Loftis, Chaz Minear, Morton Ziffkin, Armando López, Samuel Benavides y Juan Duarte.

—Todas —respondió Eisler.

Mal oyó la algarabía de los niños en el salón y levantó la voz.

—Usted y Chaz Minear escribieron los guiones de
Alba de los justos
,
Frente oriental
,
Tormenta en Leningrado
y
Los héroes de Yakustok
. Todas esas películas simpatizaban con el nacionalismo soviético. ¿Los jerarcas del Partido Comunista le pidieron que insertara propaganda prosoviética en ellas?

—Una pregunta ingenua —observó Eisler.

Dudley dio una palmada en la mesa.

—No comente, sólo responda.

Eisler acercó la silla a la de Mal.

—No. No, nadie me lo pidió.

Mal unió dos dedos sobre la corbata, una seña para Dudley: Es mío.

—Señor Eisler, ¿niega usted que estas películas contienen propaganda prosoviética?

—No.

—¿Llegaron usted y Chaz Minear a la decisión de difundir esa propaganda?

Eisler se movió en la silla.

—Chaz fue responsable de los conceptos filosóficos, mientras que yo sostenía que el argumento era más que elocuente.

—Tenemos copias de esos guiones —dijo Mal—, y hemos señalado los pasajes donde la propaganda es manifiesta. Regresaremos para que usted indique el diálogo que atribuye a la propaganda del Partido hecha por Minear.

Ninguna respuesta.

—Señor Eisler —intervino Mal—, ¿usted diría que tiene buena memoria?

—Sí, diría que sí.

—¿Y usted y Minear trabajaron juntos en esos guiones?

—Sí.

—¿Y hubo ocasiones en que él hizo comentarios como «Esto es magnífica propaganda» o «Esto es para el Partido»?

Eisler dejó de contorsionarse. Ahora movía los brazos y las piernas.

—Sí, pero lo decía irónicamente. Él no…

—¡No interprete, sólo responda! —gritó Dudley.

—¡Sí, sí, sí! ¡Maldición, sí! —exclamó a su vez Eisler.

Mal indicó a Dudley que se lo dejara e intervino con su voz más tranquilizadora.

—Señor Eisler, ¿llevaba usted un diario en la época en que trabajó con Chaz Minear?

El hombre se frotaba las manos, desmigajando el pañuelo de papel entre los dedos amoratados.

—Sí.

—¿Contenía notas acerca de sus actividades en el Partido Comunista y sus trabajos con Chaz Minear?

—Cielos, sí.

Mal pensó en el informe de los detectives privados de Satterlee: Eisler acostándose con Claire de Haven en el 38 o 39.

—¿Y notas sobre su vida personal?


Gott in Himm
… ¡Sí, sí!

—¿Y todavía guarda ese diario?

Silencio. Luego:

—No lo sé.

Mal golpeó la mesa.

—Sí lo sabe, y tendrá que dejar que lo veamos. Sólo los datos políticos pertinentes se incluirán en la transcripción oficial.

Nathan Eisler sollozó en silencio.

—Nos dará ese diario —espetó Dudley—. De lo contrario lo confiscaremos y agentes uniformados desmantelarán este pequeño nido, trastornando seriamente a su pequeña familia.

Eisler asintió bruscamente; Dudley se reclinó en la silla, cuyas patas crujieron bajo su peso. Mal vio una caja de pañuelos de papel en el antepecho de la ventana, la cogió y la puso en las rodillas de Eisler. Eisler se aferró a la caja.

—Nos llevaremos el diario —determinó Mal—, y por el momento nos olvidaremos de Minear. Una pregunta general. ¿Alguna vez ha oído a una de las personas que nos interesan abogar por el derrocamiento del gobierno estadounidense por las armas?

Dos gestos negativos. Eisler agachó la cabeza mientras se le secaban las lágrimas.

—No como pronunciamiento formal, sino la declaración de este propósito —explicó Mal.

—Todos lo decíamos por furia, pero no significaba nada.

—El gran jurado decidirá qué significaba. Sea específico. Quién lo dijo, y cuándo.

Eisler se secó la cara.

—Claire decía «El fin justifica los medios» en los mítines. Reynolds afirmaba que él no era hombre violento, pero que empuñaría las armas si teníamos que enfrentarnos a los patrones. Los mexicanos lo dijeron un millón de veces en un millón de situaciones, especialmente en la época de Sleepy Lagoon. Morton Ziffkin lo gritó a los cuatro vientos. Era un hombre valiente.

Mal tomó nota pensando en la UAES y los estudios.

—¿Y la UAES? ¿Cómo se relacionaba con el Partido y las demás organizaciones a que pertenecían usted y los demás?

—La UAES se fundó cuando yo estaba fuera del país. Los tres mexicanos habían encontrado empleo como tramoyistas y reclutaron miembros, al igual que Claire de Haven. Su padre había respaldado intereses creados de la industria cinematográfica y Claire decía que se proponía explotar y…

La cabeza de Mal zumbaba.

—¿Y qué? Dígame.

Eisler volvió a entrelazar los dedos.

—Dígame —insistió Mal—. ¿«Explotar» y qué?

—¡Seducir! ¡Ella se crió entre gente de cine y conocía a actores y técnicos que la deseaban desde que era joven! ¡Los sedujo para hacerlos miembros fundadores y logró que reclutaran gente para ella! ¡Dijo que era su penitencia por no haber sido citada por el HUAC!

Triple premio.

Mal impuso a su voz la serenidad de Dudley.

—¿A quién sedujo, concretamente?

Eisler no dejaba de juguetear con la caja de pañuelos de papel.

—No lo sé, no lo sé. De verdad, no lo sé.

—¿Muchos hombres, pocos hombres, cuántos?

—No lo sé. Sospecho que sólo unos pocos actores y técnicos influyentes que podían ser de ayuda.

—¿Quién más la ayudó a reclutar gente? ¿Minear, Loftis?

—En aquella época Reynolds estaba en Europa. No sé nada sobre Chaz.

—¿Qué se comentó en los primeros mítines de la UAES? ¿Trabajaron en alguna especie de plan o de esquema?

La caja de pañuelos no era más que jirones de cartón destrozado, Eisler se la quitó de las manos.

—Nunca asistí a esos mítines.

—Lo sabemos, pero necesitamos saber quiénes estaban allí además de los fundadores y qué se discutía.

—¡No lo sé!

Mal adoptó un ataque por el flanco.

—¿Aún le gusta Claire, Eisler? ¿La está protegiendo? Usted sabe que se va a casar con Reynolds Loftis. ¿Qué piensa acerca de ello?

Eisler echó la cabeza hacia atrás y rió.

—Nuestro romance fue breve, y sospecho que el apuesto Reynolds siempre preferirá a los chicos jóvenes.

—Chaz Minear no es un chico joven.

—Y él y Reynolds no fueron juntos mucho tiempo.

—Tiene usted unos amigos magníficos, camarada.

La risa de Eisler se volvió baja, gutural, germánica.

—Mejores que usted,
obersturmbahnführer
.

Mal se contuvo mirando a Dudley y el Policía Malo le devolvió la seña de no intervención.

—Pasaremos por alto ese comentario por deferencia a su colaboración, y considere que ésta es su entrevista inicial. Mi colega y yo releeremos sus respuestas, las compararemos con nuestros informes y le enviaremos una larga lista con más preguntas, detalles específicos concernientes a sus actividades en organizaciones comunistas y las actividades de los miembros de la UAES que hemos mencionado. Un funcionario de la ciudad supervisará sus notas, y un representante del tribunal recogerá su declaración. Después de esa entrevista, si usted responde ahora a algunas preguntas más y nos permite llevarnos el diario, recibirá categoría de testigo voluntario y plena inmunidad.

Eisler se levantó, caminó con pasos trémulos hasta el escritorio y abrió un cajón. Hurgó en él, sacó un diario encuadernado en cuero, lo puso en la mesa.

—Haga sus preguntas y váyase.

Dudley bajó lentamente la palma: «Tranquilo.»

—Tenemos una segunda entrevista esta tarde, y creo que usted nos puede ayudar.

—¿Q-qué? ¿Q-quién? —tartamudeó Eisler.

Dudley, en un susurro:

—Leonard Hyman Rolff.

Eisler jadeó un «No». Dudley miró a Mal y éste se puso la mano izquierda sobre el puño derecho: «Sin golpes.»



—replicó Dudley—, sin discusión. Quiero que usted piense en algo vergonzoso e incriminatorio acerca de su viejo amigo Lenny, algo que otras personas sepan, para que podemos culpar a otros como informantes. Usted nos dará lo que queremos, así que le aconsejo que piense en algo eficaz, algo que le suelte la lengua al señor Rolff y le ahorre a usted una nueva visita mía, sin mi colega, que me contiene con tanta eficacia.

Nathan Eisler estaba blanco como el papel. Estaba tenso, más allá de las lágrimas, la alarma o la indignación. A Mal le resultó familiar, unos segundos de observación le indicaron por qué: los judíos de Buchenwald que habían escapado de la cámara de gas sólo para sufrir una muerte prematura por anemia vírica. El recuerdo lo instó a levantarse y mirar la biblioteca; el silencio no se rompió. Estaba mirando un anaquel dedicado a la economía marxista cuando Dudley susurró:

—Las consecuencias, camarada. Campos de refugiados para sus hijitos mestizos. El señor Rolff recibirá su oportunidad de obtener la categoría de testigo voluntario, de modo que si él se muestra reacio usted le hará un favor brindándonos datos que lo convenzan de informar. Piense en Michiko obligada a ganarse la vida en el Japón, en todas las ofertas tentadoras que recibirá.

Mal trató de mirar hacia atrás, pero no tuvo valor suficiente; se concentró en
El capital: una concordancia
,
Las teorías de Marx sobre el comercio y la represión
y
Habla el proletariado
. Detrás había silencio, los dedos de Dudley tamborileaban sobre la mesa. Luego el murmullo de Eisler:

—Jovencitas. Rameras. Lenny teme que su esposa averigüe que él las frecuenta.

Dudley suspiró.

—No es suficiente. Haga un esfuerzo.

—Guarda fotos pornográficas de las que…

—Poco efectivo, camarada.

—Falsifica sus declaraciones fiscales.

Dudley soltó una risotada.

—También yo, también mi amigo Malcolm, y lo mismo haría nuestro grandioso salvador Jesucristo si regresara para instalarse en este país. Usted sabe más de lo que dice, así que por favor, rectifique esta actitud antes de que pierda los estribos y revoque su calificación de testigo voluntario.

Mal oyó las risas de los niños fuera, la niñita chillando en japonés.

—Hable, maldita sea —le urgió.

Eisler tosió, respiró audiblemente, tosió de nuevo.

—Lenny no informará tan fácilmente como yo. No tiene mucho que perder.

Mal se volvió, vio una calavera y apartó los ojos; Dudley hizo crujir los nudillos.

—Siempre trataré de pensar que hice esto por Lenny y siempre sabré que estoy mintiendo —suspiró Eisler. Jadeó y habló deprisa—. En el 48 yo viajaba por Europa con Lenny y su esposa Judith. Paul Doinelle estaba rodando sus películas de máscaras con Reynolds Loftis y organizó una fiesta para buscar respaldo financiero para su nueva producción. Quería conquistar a Lenny y contrató a una prostituta joven para él. Judith no asistió a la fiesta, y la prostituta contagió la gonorrea a Lenny. Judith enfermó y regresó a Estados Unidos. Lenny tuvo una aventura con Sarah, la hermana menor de Judith, en París. Le contagió la gonorrea. Sarah le dijo a Judith que tenía la enfermedad, pero no que Lenny se la había contagiado. Lenny no hizo el amor con Judith durante semanas después de su regreso, y se sometió a un tratamiento valiéndose de varias excusas. Siempre temió que Judith relacionara los dos episodios y descubriera lo que había ocurrido. Lenny se confió a mí, a Reynolds y a nuestro amigo David Yorkin, a quien seguramente ustedes conocen gracias a su maravillosa lista de organizaciones activistas. Ya que usted está tan preocupado por Reynolds, quizá pueda transformarlo en informador.

—Dios lo bendiga, camarada —se despidió Dudley.

Mal cogió el diario de Eisler, esperando que hubiera tantas traiciones como para llevarlo a sus dos barras plateadas y a su hijo.

—Vamos a crucificar a Lenny —dijo.

Lo encontraron solo, escribiendo a máquina en el patio trasero. El repiqueteo de la máquina los llevó hasta un hombre gordo con camisa hawaiana y pantalones caqui que tecleaba una antigua Underwood. Mal lo miró a los ojos y supo que no sería un sujeto fácil.

Dudley le mostró su identificación.

—¿El señor Leonard Rolff?

El hombre se caló las gafas y examinó la insignia.

—Sí. ¿Son ustedes policías?

—Trabajamos para la Fiscalía de Distrito —dijo Mal.

—Pero ¿son policías?

—Somos investigadores de la Fiscalía.

—Sí, son policías, no abogados. ¿Nombre y rango?

Mal pensó en su artículo en la prensa y supo que no tenía otra salida.

—Soy el teniente Considine, y mi compañero es el teniente Smith.

Rolff sonrió.

—Quienes recientemente lamentaron la disolución de ese gran jurado, el cual supongo ya está de nuevo en marcha. La respuesta es no, caballeros.

Mal se hizo el tonto.

—¿No qué, señor Rolff?

Rolff miró a Dudley, como si supiera que era el más temible.

—No, no daré información sobre miembros de la UAES. No, no responderé a preguntas acerca de mi pasado político ni del pasado de amigos o conocidos. Si me presentan una citación, seré testigo hostil y me refugiaré en la Quinta Enmienda, y estoy dispuesto a ir a la cárcel por desacato. No diré nombres.

Dudley le sonrió.

—Respeto a los hombres con principios, por equivocados que estén. Caballeros, ¿me excusan un instante? He olvidado una cosa en el coche.

La sonrisa era escalofriante. Dudley salió, Mal se dedicó a distraer a Rolff.

—Aunque no lo crea, estamos a favor de la izquierda americana legítima y no comunista.

Rolff señaló el papel que tenía en la máquina.

—Si alguna vez fracasa como policía, podrá hacer carrera como comediante. Igual que yo. Los fascistas desbarataron mi carrera de guionista, ahora escribo novelas históricas románticas con el pseudónimo Erica St. Jane. Mi editor conoce mis opiniones políticas y no le importan. También las conoce el jefe de mi esposa, quien tiene un puesto confirmado en la Universidad Estatal de California. No pueden amenazarnos.

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