Mal unió una serie de nombres con trazos de lápiz.
—Sé que no te tomas todo esto en serio, pero es serio.
—Admito que hay una importante cantidad de dinero, y desde luego quiero mi parte. Pero ahora me rondan otros problemas.
—¿Como cuál?
—Como Upshaw.
Mal dejó el papel y el lápiz.
—Es un problema del Departamento de Policía, no tuyo.
—Estoy seguro de que no mató a Niles, jefe.
—Ya hemos hablado sobre eso, Buzz. Fue Mickey o Jack, y no podremos probarlo ni en un millón de años.
Buzz se sentó en el sofá. El mueble apestaba a moho y algún entrevistado rojo había quemado los brazos con colillas de cigarrillo.
—Mal, ¿recuerdas que Upshaw nos habló de su archivo sobre los homicidios de homosexuales?
—Claro.
—Alguien lo robó del apartamento, y también su copia de la documentación del gran jurado.
—¿Qué?
—Estoy seguro. Tú dijiste que el Departamento selló el lugar y no se llevó nada, y registré el escritorio de Upshaw en Hollywood Oeste. Muchos documentos antiguos, pero nada sobre los 187 y el gran jurado. Estabas tan absorto cazando rojos que tal vez no te diste cuenta.
Mal tocó a Buzz con el lápiz.
—Tienes razón, no se me ocurrió pensar en ello. Pero ¿qué estás buscando? El chico está muerto y enterrado, se creó problemas por esa irrupción ilegal, tal vez estaba acabado como policía. Pudo haber sido el mejor, y lo echo de menos. Pero se cavó su propia tumba.
Buzz aferró la mano de Mal.
—Jefe, nosotros le cavamos la tumba. Lo presionaste demasiado con De Haven, y yo… ¡Maldita sea!
Mal se zafó la mano.
—¿Tú qué?
—El chico estaba obsesionado con Reynolds Loftis. Hablamos por teléfono la noche antes de su muerte. Se había enterado del suicidio de Charles Hartshorn, el periódico lo identificó como un abogado de Sleepy Lagoon y Upshaw lo consideraba una pista, pues Hartshorn había sido extorsionado por una de las víctimas. Le dije que Loftis fue arrestado con Hartshorn en un bar de homosexuales en el 44, y el chico perdió la chaveta. No sabía que Hartshorn estaba involucrado con Sleepy Lagoon, y eso lo puso en marcha. Le pregunté si Loftis era un sospechoso, y dijo que quizás: «Un quizá muy seguro».
—¿Has hablado con el tal Shortell sobre esto?
—No, está de vacaciones en Montana.
—¿Mike Breuning?
—No confío en él. ¿Recuerdas que Danny nos dijo que Breuning rehuía el trabajo y le estaba provocando?
—Meeks, sin duda has tardado demasiado en contarme esto.
—He estado pensando, y tardé un poco en resolver qué debía hacer.
—¿Y qué harás?
Buzz sonrió.
—Tal vez Loftis sea un sospechoso importante, tal vez no. De un modo u otro, pienso dar con ese asesino de maricas, sea quien sea.
Mal sonrió.
—¿Y luego qué?
—Luego arrestarlo o matarlo.
—Has perdido el juicio.
—Estaba pensando en pedir tu colaboración. Un capitán chiflado tiene más influencia que un solitario a quien le falta un tornillo.
—Tengo el gran jurado, Meeks. Y pasado mañana el juicio de divorcio.
Buzz hizo crujir sus nudillos.
—¿Estás conmigo?
—No. Es descabellado. Y tú no eres de los que hacen gestos dramáticos.
—Se lo debo al chico. Se lo debemos.
—No, es un error.
—Piensa en las posibilidades, capitán. Loftis es un asesino psicópata. Lo crucificas por eso antes de que se reúna el gran jurado y la UAES se hundirá tanto en el inodoro que el ruido del agua llegará a Cleveland.
Mal rió, Buzz rió y añadió:
—Le daremos una semana. Reuniremos los datos que podamos obtener en la documentación del gran jurado y hablaremos con Shortell para ver qué tiene. Acorralaremos a Loftis. Si no da resultado, mala suerte.
—Está el gran jurado, Meeks.
—Un comunista como Loftis encerrado por cuatro 187 te dará tanto prestigio que ningún juez del estado te joderá en el caso de custodia. Piénsatelo bien.
Mal partió el lápiz en dos.
—Necesito un aplazamiento, ahora, y no le tenderé una trampa a Loftis.
—¿Eso significa que estás conmigo?
—No lo sé.
Buzz cerró el cerco.
—Demonios, capitán. Pensé que podría conmoverte apelando a tu carrera, pero supongo que me equivocaba. Sólo piensa en Danny Upshaw y en cuánto se esforzó, y en cómo te excitó mandarlo detrás de Claire de Haven. Piensa que tal vez ella y Loftis jugaron con ese ingenuo poco antes que se cortara el maldito cuello. Entonces…
Mal le propinó un bofetón en la cara.
Buzz se sentó sobre las manos para no devolver el golpe.
Mal arrojó su lista de nombres al suelo y dijo:
—Estoy contigo. Pero si esto estropea mi investigación para el gran jurado, te las verás conmigo. En serio.
Buzz sonrió.
—Sí, capitán.
—Supongo que esto significa que se ha acabado la farsa —dijo Claire de Haven.
Un mal inicio. El sabía que Claire ya sabía quién era Upshaw y qué buscaba el gran jurado.
—Es acerca de cuatro homicidios —dijo Mal.
—¿Ah, sí?
—¿Dónde está Reynolds Loftis? Quiero hablar con él.
—Reynolds ha salido, y ya le he dicho que ni él ni yo daremos nombres.
Mal entró en la casa. Vio la primera plana del Herald del viernes anterior en una silla; comprendió que Claire había leído el artículo sobre la muerte de Danny, foto de la Academia del sheriff incluida. Claire cerró la puerta. Para ella también se había acabado la farsa: quería saber hasta qué punto estaba él al corriente.
—Cuatro muertes —replicó Mal—. Ningún asunto político, a menos que usted me indique lo contrario.
—Le digo que no sé de qué está hablando.
Mal señaló el periódico.
—¿Qué hay de interesante en las noticias de la semana pasada?
—El triste y corto obituario de un joven que conocí.
Mal le siguió el juego.
—¿Qué clase de joven?
—Creo que asustado, impotente y traicionero sería una buena descripción.
Un epitafio hiriente, Mal se preguntó por millonésima vez qué habían hecho Danny Upshaw y Claire de Haven.
—Cuatro hombres violados y descuartizados. Ninguna causa política para que usted me endilgue un sermón. ¿Quiere bajarse de su alto pedestal comunista y contarme lo que sabe? ¿Qué sabe de Reynolds Loftis?
Claire se le acercó, provocándolo con su perfume.
—Usted envió a ese chico a follarme para sacarme información, ¿no estará predicando decencia ahora?
Mal la aferró por los hombros y la apretó; había estudiado informes toda la noche y se los sabía de memoria.
—Primero de enero, Martin Goines, recogido en South Central, inyectado con heroína, mutilado y muerto. Cuatro de enero, George Wiltsie y Duane Lindenaur, sedados con secobarbital, mutilados y muertos. Catorce de enero, Augie Luis Duarte, lo mismo. Wiltsie y Duarte practicaban la prostitución masculina, sabemos que algunos hombres de su sindicato frecuentan esos ambientes, y la descripción del asesino concuerda con la de Loftis. ¿Todavía quiere hacerse la lista?
Claire se agitó, Mal tuvo una sensación viscosa y la soltó. Ella se dirigió hacia un escritorio que había junto a la escalera, cogió una carpeta y se la entregó.
—El 1, 4 y 14 de enero Reynolds estuvo aquí conmigo y con otras personas. Es una locura pensar que él pueda matar a alguien, y esto lo demuestra.
Mal cogió la carpeta, la hojeó y la devolvió.
—Todo es falso. No sé qué significan las tachaduras, pero sólo la firma de usted y la de Loftis son verdaderas. Las demás son falsificaciones, y las actas suenan a «Dick y Jane se afilian al Partido». Es falso, y usted lo tenía preparado y a mano. Explique eso o conseguiré una orden citando a Loftis como testigo material.
Claire abrazó la carpeta.
—No creo en esa amenaza. Creo que usted busca una venganza personal.
—Sólo responda.
—Mi respuesta es que su joven agente Ted insistía en preguntarme qué había hecho Reynolds en esas noches, y cuando descubrí que era policía pensé que debía de haberse convencido a sí mismo de que Reynolds había hecho algo terrible. Reynolds estuvo aquí, en unas reuniones, y dejé esto a mano para que el chico lo viera para que no se lanzara a una espantosa persecución por razones circunstanciales.
Una respuesta perfecta y atinada.
—¿Sabía usted que un grafólogo podría destrozar esas actas en un tribunal?
—No.
—¿Y qué cree que Danny Upshaw trataba de probar contra Loftis?
—¡No lo sé! ¡Alguna especie de traición, pero no asesinatos sexuales!
Mal no consiguió discernir si Claire alzaba la voz para encubrir una mentira.
—¿Por qué no le mostró a Upshaw las verdaderas actas? Usted se arriesgaba a que él descubriera que eran falsas.
—No podía. Un policía podría considerar que nuestras verdaderas actas constituyen una traición.
Era gracioso oírla hablar de «traición», profundidad en una mujerzuela que había abierto las piernas ante todo lo que llevara pantalones. Mal se echó a reír, se contuvo.
—¿Qué lo divierte tanto? —preguntó Claire.
—Nada.
—Es usted paternalista.
—Cambiemos de tema. Danny Upshaw tenía documentación personal sobre los asesinatos, y se la robaron del apartamento. ¿Sabe algo sobre eso?
—No. No soy ladrona. Ni comediante.
La ira la hacía parecer diez años más joven.
—Entonces no se atribuya más méritos de los que tiene.
Claire levantó una mano, la bajó.
—Si no cree que mis amigos y yo somos serios, ¿por qué trata de acabar con nosotros y echarnos a perder la vida?
Mal buscó una réplica ingeniosa. Sólo dijo:
—Quiero hablar con Loftis.
—No ha respondido a mi pregunta.
—Aquí soy yo quien hace las preguntas. ¿Cuándo regresa Loftis?
Claire se echó a reír.
—Oh
mein
policía, lo que acaba de decir su cara. Usted sabe que es una farsa, ¿verdad? Cree que somos demasiado inocuos para constituir un peligro, lo cual es tan erróneo como creer que somos traidores.
Mal pensó en Dudley Smith, pensó en la Reina Roja comiéndose vivo a Danny Upshaw.
—¿Qué pasó entre usted y Ted Krugman?
—Póngase de acuerdo consigo mismo. Se refiere al agente Upshaw, ¿verdad?
—Limítese a responder.
—Le diré que era ingenuo, ansioso de complacer, y pura charlatanería en cuanto a las mujeres, y le diré que no debió usted enviar a un patriota americano tan frágil detrás de nosotros. Frágil y torpe. ¿De veras se cayó sobre los cuchillos de la cocina?
Mal le pegó con la mano abierta; Claire tembló ante el golpe y lo devolvió. No tenía lágrimas, sólo pintalabios deshecho y un cardenal incipiente en la mejilla. Mal dio media vuelta y se apoyó en la balaustrada, temeroso de su propio aspecto.
—Usted podría renunciar —dijo Claire—. Podría declarar que es un error, decir que somos inocuos y que no valemos el dinero ni el esfuerzo, y sin embargo parecer un policía cabal.
Mal saboreó la sangre que le brotaba de los labios.
—Lo necesito.
—¿Por qué? ¿Por la gloria? Usted es demasiado listo para ser patriota.
Mal vio a Stefan despidiéndose con la mano.
—¿Por su hijo? —preguntó Claire.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Mal, temblando.
—No somos tan estúpidos como supone, mi flamante capitán. Sabemos contratar detectives privados y ellos saben indagar antecedentes y comprobar viejos rumores. Estoy impresionada por el nazi que usted mató y me sorprende que no advierta los paralelismos entre ese régimen y el que usted apoya.
Mal siguió mirando hacia otro lado. Claire se le acercó.
—Entiendo lo que usted siente por su hijo. Y creo que ambos sabemos que hemos llegado a un acuerdo.
Mal se apartó de la balaustrada y miró a Claire.
—Sí, hemos llegado a un acuerdo, y esta conversación no ha tenido lugar. Pero aún quiero hablar con Reynolds Loftis. Y si mató a esos hombres, lo haré pedazos.
—Reynolds no ha matado a nadie.
—¿Dónde está?
—Regresará esta noche, y entonces podrá hablarle. Él lo convencerá. Le propongo un trato. Sé que usted necesita un aplazamiento en su juicio por la custodia, y tengo amigos abogados que pueden conseguirlo. Pero no quiero que Reynolds sea puesto en tela de juicio ante el gran jurado.
—No puede hablar en serio.
—No se empeñe en subestimarme. Reynolds sufrió mucho en el 47, y no creo que pueda soportarlo de nuevo. Haré todo lo que pueda para ayudarlo con su hijo, pero no quiero que hiera a Reynolds.
—¿Y usted?
—Aguantaré los golpes.
—Es imposible.
—Reynolds no ha matado a nadie.
Tal vez sea cierto, pero lo han llamado subversivo demasiadas veces.
—Entonces destruya esas declaraciones y no llame a esos testigos.
—Usted no entiende. Su nombre figura mil condenadas veces en nuestros informes.
Claire cogió a Mal por los brazos.
—Sólo prométame que tratará de evitar que lo hieran demasiado. Prométamelo y yo haré mis llamadas, y usted no tendrá que ir al juicio mañana.
Mal se vio a sí mismo modificando transcripciones, barajando nombres y reordenando gráficos para desviarlos hacia otros comunistas en situación parecida: su destreza contra la memoria de Dudley Smith.
—Hágalo. Diga a Loftis que me espere aquí a las ocho y avísele que será desagradable.
Claire apartó las manos.
—No será peor que ese magnífico gran jurado.
—No se dé aires de nobleza; sé quién es usted.
—No me engañe, porque me serviré de mis amigos para destruirle.
Un trato con un verdadero demonio rojo: el aplazamiento le daría tiempo para eximir de culpa a un subversivo, tumbar a un asesino y elevarse a la categoría de héroe. Y tal vez burlar a Claire de Haven.
—No la engañaré.
—Tendré que fiarme de usted. ¿Puedo preguntarle una cosa? Extraoficialmente.
—¿Qué?
—Su opinión sobre este gran jurado.
—Es un despilfarro y una vergüenza —declaró Mal.
Mickey Cohen estaba armando un revuelo, Johnny Stompanato lo instigaba; Buzz lo observaba todo muerto de miedo.
Estaban en el escondrijo de Mick, rodeados de guardaespaldas. Después de la bomba, Mickey había mandado a Lavonne al Este y se había mudado al bungalow de Samo Canyon, preguntándose quién demonios lo quería matar. Jack D. aseguraba que no era él y Mickey le creía. Brenda Allen todavía estaba en la cárcel, los polizontes de la ciudad actuaban con calma y un atentado organizado por un policía parecía cosa de ciencia ficción. Mickey decidió que eran los comunistas. Un rojo experto en explosivos se había enterado de que él respaldaba a los Transportistas, perdió los estribos y le puso una bomba que le echó a perder treinta y cuatro trajes de actuar. Se trataba de una conspiración comunista. No podía ser otra cosa.